El vicepresidente primero español, Alfredo Pérez Rubalcaba, ha anunciado que es «prácticamente imposible» identificar los restos de las personas enterradas en la basílica del Valle de los Caídos, donde se estima que hay más de 33.000 cuerpos. Un auténtico y monstruoso genocidio.
No me cabe duda alguna de que si las víctimas hubieran sido aristócratas, politicastros burgueses, algún purpurado y altos cargos fascistas, los forenses habrían trabajado a destajo y, a estas alturas, ya tendríamos bastantes datos sobre sus identificaciones.
El problema estriba en que en aquel lugar, los enterrados son hijos del pueblo, republicanos, obreros y campesinos que lucharon por la democracia popular.
Los que se apuntan de manera cínica, porque da imagen «progresista» y procura réditos electorales, a la denominada recuperación de la memoria histórica de la Guerra Civil española (a la otra memoria pendiente de recuperar, la de las víctimas de la Transición, sólo nos apuntamos unos pocos) no se atreven, no quieren, o les han prohibido desenterrar, en sentido literal y figurado, uno de los episodios más negros de la historia reciente de España.
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