Cua­tro con­di­cio­nes para el ascen­so de las pseudociencias

Tra­tar el pen­sa­mien­to pseu­do­cien­tí­fi­co como super­che­ría es des­aten­der un pro­ble­ma, y refu­tar­lo com­pi­lan­do erro­res resul­ta una tarea one­ro­sa e inú­til. Por­que las pseu­do­cien­cias, ade­más de pro­li­jas, se arro­gan un cri­te­rio de veri­fi­ca­ción excep­cio­nal: exi­mir­se de prue­ba y dejar que los escép­ti­cos demues­tren sus men­ti­ras. Así, deba­tir con pseu­do­cien­tí­fi­cos impli­ca admi­tir peti­cio­nes de prin­ci­pio y arries­gar­se a que se con­fun­da inte­rés con apro­ba­ción. Su estu­dio debe enca­rar­se des­de pers­pec­ti­vas que ni se pier­dan en sus fala­cias ni con­fra­ter­ni­cen por tra­tar­se de un fol­clo­re moderno más o menos aceptado.

Su pro­li­fe­ra­ción podría inte­grar­se en uno de los temas de estu­dio de la Antro­po­lo­gía: el pen­sa­mien­to mági­co-reli­gio­so. Sin embar­go las pseu­do­cien­cias no son pen­sa­mien­to mági­co, ni poseen su rique­za de con­te­ni­dos. Lo per­ti­nen­te es enca­rar­las como ima­gi­na­rios de socie­da­des don­de exis­te un cam­po cien­tí­fi­co ins­ti­tu­cio­na­li­za­do. Es la pri­me­ra con­di­ción: no hay pseu­do­cien­cias sin una Cien­cia a la que para­si­tar y negar a la vez. Las pseu­do­cien­cias se mime­ti­zan con ella: usan arbi­tra­ria­men­te sus datos, des­ta­can sus incer­ti­dum­bres y pro­pa­gan la sos­pe­cha (toda pseu­do­cien­cia con­vo­ca la «teo­ría de la cons­pi­ra­ción»). Con esa míme­sis no pre­ten­den ins­ti­tuir un para­dig­ma ana­lí­ti­co alter­na­ti­vo sino obte­ner una acep­ta­ción como la que poseen las for­mas de la vida reli­gio­sa y los pro­ce­sos cien­tí­fi­cos, pero rene­gan­do de su carác­ter comu­ni­ta­rio. Si la fun­ción del pen­sa­mien­to mági­co es dar sen­ti­do gru­pal a los ava­ta­res sub­je­ti­vos y el valor del saber cien­tí­fi­co vie­ne de un tra­ba­jo colec­ti­vo que revier­te a la comu­ni­dad, el pen­sa­mien­to pseu­do­cien­tí­fi­co ope­ra al revés: ve lo colec­ti­vo como un ámbi­to del que el suje­to debe sepa­rar­se para encon­trar un sen­ti­do que reafir­me como úni­ca su expe­rien­cia particular.

La segun­da con­di­ción es un entorno social don­de la trans­mi­sión de expe­rien­cias comu­ni­ta­rias se sus­ti­tu­ya por el estí­mu­lo de los medios, las redes y la indus­tria cul­tu­ral. Los indi­vi­duos apre­mia­dos a expre­sar opi­nio­nes bajo una plé­to­ra de infor­ma­ción cam­bian­te, selec­cio­na­da en sole­dad y sin un méto­do cohe­ren­te, se vuel­ven permea­bles a la sim­pli­ci­dad. De todas for­mas, una edu­ca­ción cien­tí­fi­ca no lle­va a pen­sar o actuar de mane­ra lógi­ca en todos los terre­nos. El esta­tus de la Cien­cia no nace del cono­ci­mien­to uni­ver­sal de sus vir­tu­des expli­ca­ti­vas, sino del reco­no­ci­mien­to de su uti­li­dad, y aun éste se tor­na aza­ro­so. Véa­se un ejem­plo: un artícu­lo frau­du­len­to de A. J. Wake­field en The Lan­cet (28 de febre­ro de 1998) exten­dió la sos­pe­cha de que las vacu­nas pro­pa­ga­ban enfer­me­da­des infan­ti­les. La nega­ti­va a la vacu­na­ción pro­du­jo una epi­de­mia foca­li­za­da. No había una creen­cia supers­ti­cio­sa detrás y la infor­ma­ción sobre las vacu­nas esta­ba dis­po­ni­ble. Un lap­sus en la trans­mi­sión de la memo­ria colec­ti­va de la enfer­me­dad, que lle­vó a obviar el nexo entre salud públi­ca y medi­ci­na, con­di­cio­nó el fenó­meno. Cuan­do la cali­dad de vida se sobre­en­tien­de y la enfer­me­dad es «cosa de otros», la inter­ven­ción cien­tí­fi­ca se juz­ga como superflua.

Ter­ce­ra con­di­ción: las pseu­do­cien­cias son un pro­duc­to del «impe­rio de la opi­nión» diri­gi­do a un públi­co con­cre­to pero amplio. Para las pseu­do­cien­cias el cono­ci­mien­to es pre­exis­ten­te, inde­pen­dien­te de las con­di­cio­nes socia­les y mate­ria­les, y su aprehen­sión una ganan­cia indi­vi­dual en un jue­go don­de todos los pro­ble­mas son cues­tio­nes de cri­te­rio per­so­nal. De ahí que vean a las ins­tan­cias aca­dé­mi­cas como una buro­cra­cia que impi­de la libe­ra­li­za­ción del pen­sa­mien­to y entor­pe­ce su desa­rro­llo. Que se ciñan más a la pro­pa­gan­da que al rigor, más a la reedi­ción que a la ela­bo­ra­ción fis­ca­li­za­da y más a la genia­li­dad caris­má­ti­ca que a la coope­ra­ción se debe a su nece­si­dad de lle­gar a esa audien­cia pre­ci­sa: la que eva­lúa la infor­ma­ción por lo fácil que sea de evo­car, lo cohe­ren­te que resul­te con sus gus­tos indi­vi­dua­les y lo caris­má­ti­co del emi­sor. Y su téc­ni­ca para esti­mu­lar­la es sedu­cir­la, con­ven­cer­la de que, por enci­ma de su for­ma­ción aca­dé­mi­ca, posee cua­li­da­des inna­tas para acce­der a todo cono­ci­mien­to. Esa ofer­ta ele­va al dile­tan­te a la cate­go­ría de inves­ti­ga­dor, la expe­rien­cia per­so­nal a la de prue­ba empí­ri­ca, cual­quier lec­tu­ra a la de estu­dio y la opi­nión a la de axio­ma. Dicho en for­ma de chan­za: saca el cuñao que lle­va­mos den­tro. La lla­ma­da a «inves­ti­gar por uno mis­mo» y a sos­pe­char de los sabe­res for­ma­les impos­tan­do un fal­so car­te­sia­nis­mo for­ma par­te de esa seduc­ción. En manos de las pseu­do­cien­cias, la duda metó­di­ca de Des­car­tes (cues­tio­nar la per­cep­ción sub­je­ti­va y las expli­ca­cio­nes teleo­ló­gi­cas) dege­ne­ra en una incer­ti­dum­bre redun­dan­te que anu­la el aná­li­sis, sus­pen­de las hipó­te­sis en bene­fi­cio de la con­je­tu­ra y redu­ce el deba­te a un comer­cio de opiniones.

La cuar­ta con­di­ción es la con­so­li­da­ción de la eco­no­mía como refe­ren­te pri­mor­dial: los sabe­res aca­dé­mi­cos no están a sal­vo de la expan­sión del capi­tal, ni del pro­ce­so de des­re­gu­la­ción que afec­ta a cual­quier acti­vi­dad capaz de dar bene­fi­cio. La supo­si­ción de que las apor­ta­cio­nes de una dis­ci­pli­na son más váli­das cuan­to más coope­ren en la repro­duc­ción amplia­da del capi­tal y más se amol­den a la deman­da tie­ne un ries­go: no pone lími­tes ni para des­aten­der finan­cie­ra­men­te a las que no apor­ten ganan­cias, ni para sufra­gar prác­ti­cas sin vali­dez cien­tí­fi­ca pero que cum­plan con ese requi­si­to. Suce­de con la peu­do­cien­cia en medi­ci­na: un labo­ra­to­rio requie­re de ins­ta­la­cio­nes, inves­ti­ga­ción, per­so­nal cua­li­fi­ca­do…; los pre­pa­ra­dos homeo­pá­ti­cos, no. Sus inver­sio­nes son exiguas en com­pa­ra­ción y no nece­si­tan garan­tía expe­ri­men­tal, ergo resul­tan muchí­si­mo más ren­ta­bles según la rela­ción inputs/​outputs. No es de extra­ñar que, obvian­do su fal­ta de fun­da­men­to cien­tí­fi­co, el auge de esa deman­da sea atrac­ti­va, y que el capi­tal no haga ascos a que las pseu­do­cien­cias obten­gan reco­no­ci­mien­to ofi­cial. Exac­ta­men­te igual que no los hace al pau­la­tino pre­te­ri­mien­to de la Filo­so­fía, la His­to­ria o cua­les­quie­ra de las lla­ma­das «cien­cias sociales».

Las pseu­do­cien­cias y sus géne­ros de con­su­mo han podi­do ins­ta­lar­se pues en socie­da­des don­de pre­sen­cia, uso y pres­ti­gio acu­mu­la­do de los apor­tes cien­tí­fi­cos augu­ra­ban que las mayo­rías ope­ra­rían «cien­tí­fi­ca­men­te» en su coti­dia­nei­dad. Socie­da­des en las que los suje­tos, ade­más de fuer­za de tra­ba­jo, pro­du­cen «opi­nión»; una opi­nión sobe­ra­na que, sin espa­cios para la expe­rien­cia colec­ti­va direc­ta y abru­ma­da por una ava­lan­cha de infor­ma­cio­nes con­tra­dic­to­rias, trans­for­ma la elec­ción indi­vi­dual en últi­ma ratio. Socie­da­des, final­men­te, arbi­tra­das alre­de­dor del bene­fi­cio a toda cos­ta y don­de se some­te al cono­ci­mien­to a las velei­da­des del mercado.

Si la pseu­do­cien­cia sedu­ce es por­que apro­ve­cha la indi­vi­dua­li­za­ción no como efec­to de la sole­dad, sino como por­ta­do­ra de un valor: el de las pre­ten­sio­nes de exclu­si­vi­dad. El empleo, por ejem­plo, de «tera­pias alter­na­ti­vas» esta­ble­ce una dis­tin­ción con res­pec­to del pacien­te de la medi­ci­na, expre­sa un deseo de sepa­ra­ción de lo colec­ti­vo y pon­de­ra la elec­ción per­so­nal fren­te a la de «todo el mun­do». El dis­cur­si­vo con el que sus usua­rios expli­can su pre­fe­ren­cia sue­na a racio­na­li­za­ción: invec­ti­vas con­tra las far­ma­céu­ti­cas, rela­tos de per­se­cu­cio­nes a los tera­peu­tas alter­na­ti­vos, sobre la reti­ra­da de un reme­dio mila­gro­so debi­da a tur­bios mane­jos o sobre erro­res médi­cos ilus­tra­do todo con «datos» pro­ve­nien­tes de las redes socia­les. Pero la cues­tión se zan­ja en cual­quier caso con una fra­se feti­che: «a mí me va bien» o «es mi opi­nión». El «efec­to indi­vi­dual» de una pseu­do­te­ra­pia y la opi­nión per­so­nal ava­lan su efi­ca­cia sin nece­si­dad de otra consideración.

Como se ve, no esta­mos tra­tan­do con un ritor­ne­llo supers­ti­cio­so sino con el pul­so entre 200 años de expe­rien­cia cien­tí­fi­ca acu­mu­la­da y la pala­bra del mer­ca­do, la de las «audien­cias» de los medios y la de los usua­rios de internet.

Manuel Losa­da Gómez

27 de agos­to de 2020

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