La rebelión militar de 1936, protagonizada por los militares africanistas españoles, se caracterizó por su pérfida criminalidad contra la población civil indefensa. En las palabras del «director» de la rebelión, el General Mola, podemos encontrar perfectamente definida la estrategia de estos asesinos: «Una guerra de esta naturaleza ha de acabar con el dominio de uno de los dos bandos por el exterminio absoluto y total del vencido». Una estrategia que a la luz de la legalidad internacional, es calificada como de crimen de lesa humanidad y genocidio.
Sobre esta estrategia y estos objetivos, se erigió el régimen franquista, la eliminación sistemática del opositor; la estrategia del shock, brutalmente aplicada por los militares españoles, mucho antes de que lo fuera en las dictaduras latinoamericanas, tal como lo analiza Naomi Klein.
El régimen franquista inició su andadura asesinando y el propio dictador decidió morir asesinando, en aquel otoño de 1975: Jon Paredes, Ángel Otaegi, José Humberto Baena, José Luis Sánchez Bravo y Ramón García Sanz.
Tres tribunales militares, Barcelona, Burgos, Madrid, fueron los que continuaron los juicios, que durante décadas fueron utilizados como cobertura legal por el régimen para perpetrar sus asesinatos; régimen que quiso perpetuarse designando como su heredero a la persona de Juan Carlos de Borbón quien, el día 22 de julio de 1969, juró solemnemente fidelidad eterna a la persona del dictador y su obra, «nacida de la legitimidad del alzamiento nacional del 18 de julio». Los fusilamientos de septiembre de 1975 tuvieron un antecedente cercano, el asesinato, mediante el procedimiento del garrote vil, en marzo de 1974, del militante anarquista Salvador Puig Antich. Juan Carlos de Borbón, tuvo la oportunidad de rehusar esta herencia en las dos ocasiones en las que ostentó la jefatura del Estado en sustitución del dictador, retirado por crisis de salud en los años referidos. No lo hizo así, el Borbón asumió la Jefatura de Estado con el fin de dar continuidad política e ideológica al crimen institucionalizado nacido de la rebelión militar de 1936. Este renovado acto de fidelidad del futuro monarca fue correspondido por el genocida y dictador en su propio testamento, pidiendo a sus cómplices «que rodeéis al futuro Rey de España, don Juan Carlos de Borbón, del mismo afecto y lealtad que a mí me habéis brindado y le prestéis, en todo momento, el mismo apoyo y colaboración que de vosotros he tenido».
La aprobación de la Ley 46⁄1977 de Amnistía se produce en un contexto histórico en el que, durante toda la década de los años 70, en la comunidad internacional (ONU) se estaban produciendo numerosas convenciones y tratados sobre los derechos que asisten a las víctimas de violaciones graves de derechos y la exigencia de responsabilidades a sus perpetradores.
Desde la actual perspectiva histórica, podemos evaluar con mayor objetividad el efecto que todos estos factores produjeron en la redacción y promulgación de la Ley de Amnistía de 1977 como instrumento político de impunidad y ley de «punto final» sobre los responsables políticos y militares de los crímenes cometidos por la rebelión militar de 1936, la dictadura franquista y el terrorismo de estado. Ley que, no lo olvidemos, era aprobada a apenas dos años de los asesinatos del 27 de septiembre. La intencionalidad de los franquistas fue (y continúa siendo) clara y diáfana. Pero cabe preguntarse por las razones por las que quienes desde el año 1979 han ostentado y gestionado suficiente poder político en Euskal Herria para garantizar todos los derechos, individuales y colectivos, de las víctimas de la rebelión militar de 1936, el régimen franquista y el terrorismo de Estado no lo han hecho.
Recordar el 27 de septiembre es recordar y reivindicar la legitimidad de la lucha de todos los militantes antifascistas; pero, también, es recordar y denunciar la impunidad de la que siguen gozando sus verdugos; es, también, recordar y denunciar, tal como lo recogemos en nuestra adhesión a la querella argentina contra los crímenes del régimen franquista, a aquellas personas y organizaciones que ostentan responsabilidades políticas e institucionales y que, de manera sistemática, siguen negando a los represaliados los medios e instrumentos necesarios para poder ejercer el derecho a conocer la verdad, la tutela judicial efectiva y el derecho a la reparación, incluidas las garantías de no repetición.