Dis­cur­so de Frie­drich Engels ante la tum­ba de Karl Marx

El 14 de mar­zo [1883], a las tres menos cuar­to de la tar­de, el mayor pen­sa­dor vivo dejó de pen­sar. Deja­do solo duran­te ape­nas dos minu­tos, lo encon­tra­mos, al entrar, plá­ci­da­men­te dor­mi­do en su sillón, pero para siempre.

Lo que el pro­le­ta­ria­do mili­tan­te de Euro­pa y Amé­ri­ca ha per­di­do, lo que la cien­cia his­tó­ri­ca ha per­di­do en este hom­bre, no se pue­de medir. El vacío deja­do por la muer­te de este titán no tar­da­rá en hacer­se sentir.

Así como Dar­win des­cu­brió la ley del desa­rro­llo de la natu­ra­le­za orgá­ni­ca, Marx des­cu­brió la ley del desa­rro­llo de la his­to­ria huma­na, es decir, el hecho ele­men­tal, antes vela­do bajo un man­to ideo­ló­gi­co, de que los hom­bres, antes de ocu­par­se de polí­ti­ca, cien­cia, arte, reli­gión, etc., deben pri­me­ro comer, beber y ali­men­tar­se. Que, por con­si­guien­te, la pro­duc­ción de los medios mate­ria­les ele­men­ta­les de exis­ten­cia y, en con­se­cuen­cia, cada gra­do de desa­rro­llo eco­nó­mi­co de un pue­blo o de una épo­ca cons­ti­tu­yen la base a par­tir de la cual se han desa­rro­lla­do las ins­ti­tu­cio­nes del Esta­do, las con­cep­cio­nes jurí­di­cas, el arte e inclu­so las ideas reli­gio­sas de los hom­bres en cues­tión y que, en con­se­cuen­cia, es a par­tir de esta base como deben expli­car­se y no al revés como se ha hecho has­ta ahora.

Pero esto no es todo. Marx des­cu­brió tam­bién la ley par­ti­cu­lar del movi­mien­to del actual modo de pro­duc­ción capi­ta­lis­ta y de la socie­dad bur­gue­sa que ha sur­gi­do de él. El des­cu­bri­mien­to de la plus­va­lía ha apor­ta­do aquí luz, mien­tras que todas las inves­ti­ga­cio­nes ante­rio­res, tan­to de los eco­no­mis­tas bur­gue­ses como de los crí­ti­cos socia­lis­tas, se habían per­di­do en la oscuridad.

Dos des­cu­bri­mien­tos así debe­rían bas­tar para toda una vida. ¡Dicho­so aquel a quien le es dado hacer uno de estos des­cu­bri­mien­tos! Pero en todos los cam­pos que Marx some­tió a su inves­ti­ga­ción (y estos cam­pos son muy nume­ro­sos y nin­guno fue obje­to de estu­dios super­fi­cia­les), inclu­so en el de las mate­má­ti­cas, hizo des­cu­bri­mien­tos originales.

Así era el hom­bre de cien­cia. Pero esta no era la par­te prin­ci­pal de su acti­vi­dad. Para Marx, la cien­cia era una fuer­za que movía la his­to­ria, una fuer­za revo­lu­cio­na­ria. Por muy pura que fue­ra su ale­gría ante un des­cu­bri­mien­to en algu­na cien­cia teó­ri­ca cuya apli­ca­ción prác­ti­ca fue­ra tal vez impo­si­ble de pre­ver, su ale­gría era muy dis­tin­ta cuan­do se tra­ta­ba de un des­cu­bri­mien­to de impor­tan­cia revo­lu­cio­na­ria inme­dia­ta para la indus­tria o para el desa­rro­llo his­tó­ri­co en gene­ral. Así, Marx siguió muy de cer­ca el pro­gre­so de los des­cu­bri­mien­tos en el cam­po de la elec­tri­ci­dad y, más recien­te­men­te, los tra­ba­jos de Mar­cel Deprez.

Marx era ante todo un revo­lu­cio­na­rio. Con­tri­buir, de un modo u otro, al derro­ca­mien­to de la socie­dad capi­ta­lis­ta y de las ins­ti­tu­cio­nes esta­ta­les por ella crea­das, cola­bo­rar en la eman­ci­pa­ción del pro­le­ta­ria­do moderno, al que pri­me­ro había dado con­cien­cia de su pro­pia situa­ción y de sus nece­si­da­des, con­cien­cia de las con­di­cio­nes de su eman­ci­pa­ción, esa era su ver­da­de­ra voca­ción. La lucha era su ele­men­to. Y luchó con una pasión, una obs­ti­na­ción y un éxi­to poco comu­nes. La cola­bo­ra­ción con la pri­me­ra Gace­ta Rena­na en 1842, con el Vor­wärts de París en 1844,48 con el Deu­ts­che Zei­tung de Bru­se­las en 1847, con la Nue­va Gace­ta Rena­na en 1848 – 1849, con el New York Tri­bu­ne de 1852 a 1861, ade­más, la publi­ca­ción de un sin­fín de folle­tos de com­ba­te, el tra­ba­jo en París, Bru­se­las y Lon­dres has­ta la cons­ti­tu­ción de la gran Aso­cia­ción Inter­na­cio­nal de Tra­ba­ja­do­res, coro­na­ción de toda su obra, son resul­ta­dos de los que el autor hubie­ra podi­do sen­tir­se orgu­llo­so, aun­que no hubie­ra hecho otra cosa.

Por eso Marx fue el hom­bre más odia­do y difa­ma­do de su tiem­po. Los gobier­nos, tan­to abso­lu­tos como repu­bli­ca­nos, le expul­sa­ron; los bur­gue­ses con­ser­va­do­res y los demó­cra­tas extre­mos le col­ma­ron de calum­nias y mal­di­cio­nes. Él apar­ta­ba todo esto de su camino como si fue­ran tela­ra­ñas, sin pres­tar­le aten­ción, y solo res­pon­día en casos de extre­ma nece­si­dad. Murió vene­ra­do, ama­do y llo­ra­do por millo­nes de acti­vis­tas revo­lu­cio­na­rios de todo el mun­do, repar­ti­dos por Euro­pa y Amé­ri­ca, des­de las minas de Sibe­ria has­ta California.

Y, pue­do decir­lo con valen­tía: pudo tener más de un adver­sa­rio, pero ape­nas tuvo enemi­gos personales.

Su nom­bre per­du­ra­rá a tra­vés de los siglos, ¡y tam­bién su obra!

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