A raíz de los intercambios que se producen en el blog, surgió la discusión sobre la naturaleza social de la URSS. El propósito de esta escrito es revisar las posiciones más conocidas, y presentar los argumentos a favor de caracterizar a la URSS como un régimen social particular, de tipo burocrático, que no se encasilla en las categorías de “capitalismo”, “socialismo” o “dictadura del proletariado”.
Debido a lo amplio del asunto, divido el análisis en dos notas. En esta analizo brevemente la tesis que dice que la URSS fue un régimen socialista, y de manera más extensa la que sostiene que se trató de un capitalismo de Estado. En la segunda nota me concentraré en la que afirma que la URSS fue un Estado obrero burocrático; y la que plantea que se trató de una formación burocrática particular. Introduzco la discusión con algunas observaciones de Marx y Engels sobre la transición al socialismo. Antes de entrar en el tema, hago notar que si bien el texto está focalizado en la URSS, es posible (pero me falta estudio) que mucho de lo que se afirma sea aplicable a otros regímenes también llamados socialistas.
La sociedad de transición al socialismo
Tradicionalmente el marxismo sostuvo que entre la sociedad capitalista y el socialismo debería existir una fase de transformaciones revolucionarias, dirigidas desde el poder por el proletariado. En una carta de marzo de 1852, Marx decía que entre sus principales aportes figuraba haber descubierto que la dictadura del proletariado “constituye la transición de la abolición de todas las clases y a una sociedad sin clases” (Marx y Engels, 1973, p. 55). En la Crítica del Programa de Gotha Marx y Engels sostienen que “entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista se sitúa un período de transformación de la una a la otra”, en el cual la clase obrera ejerce el poder para ir eliminando gradualmente las clases sociales, y con ello la necesidad misma del Estado. Su objetivo era una sociedad en que no hubiera explotación, ni diferencias entre trabajo intelectual y manual; y en que los productores administraran los medios de producción. Esto se vincula a la meta de lograr la realización plena de los individuos. En La ideología alemana Marx y Engels escribían:
“… con la comunidad de los proletarios revolucionarios, que toman bajo su control sus condiciones de existencia, y las de todos los miembros de la sociedad, sucede, sucede cabalmente lo contrario (de lo que sucede en los Estados hasta ahora existentes); en ella toman parte los individuos en cuanto tales individuos. Esta comunidad no es otra cosa, precisamente, que la asociación de los individuos… que entrega a su control las condiciones del libre desarrollo y movimiento de los individuos….” (Marx y Engels, 1985, p. 87).
Teniendo esto presente, Marx y Engels consideraban que la dictadura del proletariado se definía por una política estatal que atacaba las relaciones de producción burguesas (y las formas burguesas de división del trabajo, control y gestión) y luchaba por relaciones de producción y distribución socialistas. La toma del poder sería solo el primer paso de esa transformación socialista. Esto significa que la estatización, en sí misma, no definía un régimen socialista. Además, la nueva organización del trabajo solo podría erigirse sobre un desarrollo de las fuerzas productivas por lo menos tan elevado como el desarrollo más elevado alcanzado por el capitalismo a nivel internacional. En cuanto a las formas políticas, Marx identificaba (en La guerra civil en Francia) a la dictadura del proletariado con la Comuna de París, una organización democrática en que tendrían cabida las diferentes corrientes de la clase trabajadora, pero que tomaría medidas represivas para asegurar y defender a la revolución frente a la contrarrevolución.
Tesis “régimen socialista”
La idea de que la URSS era un régimen socialista, que estaba llevando a la práctica lo entrevisto por Marx y Engels, fue defendida por el movimiento comunista internacional, encabezado por el Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS). La doctrina oficial soviética afirmaba que en la URSS había desaparecido la explotación, y que solo existían dos clases sociales, los koljosianos, que dependían de las cooperativas campesinas, y los obreros, empleados en las empresas del Estado. Afirmaba también que el poder represivo del Estado únicamente subsistía para enfrentar a los enemigos externos, porque dentro de la URSS ya no existían antagonismos sociales (por lo menos fundamentales). En los años 1960 el PCUS llegó a afirmar que la URSS ya había iniciado el camino al comunismo, esto es, a la etapa en que cada habitante aportaría a la sociedad según sus capacidades, y tomaría según sus necesidades. También anticipaba que en 1980 la URSS superaría económicamente a EEUU, con lo cual el triunfo del socialismo a nivel mundial estaría asegurado.
Hoy aparece claro que estas caracterizaciones y pronósticos no tenían bases reales. El desarrollo económico de la URSS siempre estuvo por debajo del desarrollo de los principales países capitalistas. Además, las diferencias de ingresos en la URSS, en lugar de achicarse, se mantuvieron y consolidaron con el correr de los años (Voslensky, 1987, calculaba que en la década de 1970 un jefe de sector del Comité Central del Partido ganaba en promedio cinco veces más que un obrero o empleado medio; además de disponer de otros beneficios). En el campo, las relaciones sociales se estancaron en un régimen híbrido, que combinaba la pequeña producción de parcelas y los mercados “tolerados”, con la producción estatizada. Y en los “poros” de la economía soviética existían múltiples formas de producción para el mercado, y de acumulación dineraria, que empujaban en una dirección muy distinta del socialismo (ver más abajo).
Pero además, la clase obrera y los campesinos no ejercían el poder efectivo. La expresión “poder de los Soviets” era solo un eufemismo. A pesar de que formalmente existían los Soviets, el poder real lo ejercía la alta burocracia, o nomenklatura, conformada por dirigentes del partido y el Estado, y de instituciones de enseñanza, científicas, etc., y dirigentes de empresas. Voslensky (1980) calculaba que en la década de los 70 había entre 450.000 y 500.000 nomenklaturistas en la URSS. El PCUS, que se confundía con el Estado, poseía el monopolio de la selección de funcionarios, y tomaba las decisiones trascendentales. La dirección del PCUS, el Politburó, ejercía el poder real.
En el plano externo la política de la URSS fue de colaboración (aunque existían tensiones) con el capitalismo, llegando a enfrentar a los movimientos revolucionarios que escapaba a su control. No existen, por lo tanto, argumentos válidos para sostener que la URSS se acercara siquiera a un régimen socialista. Como argumentaron los trotskistas y defensores de la tesis “capitalismo de Estado” (como Bettelehim), si la URSS hubiera sido un régimen socialista, el Estado debería haber entrado en vías de extinción. Pero lejos de ello el Estado soviético se había convertido en un formidable aparato de represión interna, que estaba separado de las masas trabajadoras. La KGB (abreviatura de Comité de Seguridad del Estado), cuya tarea primordial era la vigilancia de los ciudadanos soviéticos, tenía más de 500.000 miembros. Miles de opositores sufrían persecuciones, o estaban en las cárceles, o eran encerrados en institutos psiquiátricos (la jerarquía pensaba que solo un demente, o un agente del capitalismo, podía ser crítico del régimen).
Ante estas realidades, algunos plantearon que había que aceptar a la URSS tal como estaba conformada, y digerir su autocalificación como “socialista”. De ahí que se acuñara la expresión “socialismo real”. He realizado una crítica de método a este enfoque ‑en esencia conservador- en una nota anterior, “Razón y socialismo siglo XXI”.
Tesis “URSS capitalismo de Estado”
La tesis de que la URSS fue un capitalismo de Estado (en lo que sigue usaremos TUSCE como acrónimo de Tesis de la Unión Soviética Capitalismo de Estado) tiene una larga tradición. Poco después de la Revolución de Octubre las corrientes socialdemócratas caracterizaron a la URSS como capitalismo de Estado; también lo hicieron las alas más radicalizadas de la izquierda revolucionaria, críticas de la política implementada por los bolcheviques. Posteriormente algunas corrientes que se separaron del trotskismo adoptaron la tesis. Y a mediados de la década de 1950, luego de la ruptura con los soviéticos, el PC de China también sostuvo que la URSS se había transformado en un capitalismo de Estado. Ello contribuyó, sin duda, a que la TUSCE fuera defendida por intelectuales occidentales, cercanos al maoismo como Charles Bettelheim, Chavance y Samir Amin. Posiblemente estos autores hayan sido sus más influyentes defensores en la izquierda. En lo que sigue examinaremos la TUSCE según la presentación de Bettelheim y Chavance.
La idea clave de la TUSCE es que en la URSS los productores directos estaban separados de los medios de producción, y que esta separación ocurría porque la capa dirigente poseía efectivamente los medios de producción, a través del Estado. Dada esa separación, la fuerza de trabajo adquiría las características de mercancía, que es la relación característica del capitalismo. Por lo tanto en la URSS predominaba el sistema del trabajo asalariado; la ley del valor y el mercado regían la economía; el plustrabajo adquiría la forma de plusvalía; y las mercancías y los medios de producción la forma de capital. En consecuencia, las leyes de la acumulación capitalista determinaban el curso económico y el Estado era capitalista (Bettelheim, 1980). “El Estado en tanto capitalista colectivo ocupa un lugar esencial en la economía (de allí el carácter burocrático del sistema social en general y de la burguesía en particular). … la tasa de concentración del capital en la URSS es la más elevada del mundo…” (Chavance, 1979, p. 73). Los dirigentes eran, en última instancia, “los funcionarios del capital burocrático en su conjunto” (ídem, p. 75). En lo que sigue presento las principales objeciones que encuentro en esta visión.
Ley del valor y precios en la URSS
Dado que el capital es “valor en proceso de valorización”, la cuestión de si en la economía de la URSS predominaba la ley del valor es vital para la TUSCE. Recordemos que la ley del valor de las mercancías “determina qué parte de todo su tiempo disponible puede gastar la sociedad en la producción de un tipo particular de mercancías” (Marx, 1999, t. 1, p. 433). Bettelheim, Chavance y otros autores, insistieron en que, debido a la existencia del mercado y los precios, la economía soviética se regía por la ley del valor trabajo.
El problema con esta idea, como plantea Samary (1988), es que se detiene en las formas (precios, mercado), sin analizar el contenido. Es que puede haber precios, pero éstos pueden no expresar ni los gastos de trabajo, ni los tiempos de trabajo que la sociedad desea entregar a cambio de los productos. Y esto es lo que sucedía con los precios ‑que eran determinados centralizadamente- en la URSS. En primer lugar, porque los precios minoristas se establecían, en teoría, en función de buscar un equilibrio entre la oferta y la demanda, razón por la cual no se derivaban de los mayoristas (Lavigne, 1985). Por este simple hecho ya era imposible que los precios minoristas reflejaran el trabajo invertido. Pero además, los precios minoristas tampoco reflejaban las relaciones entre la oferta y la demanda, sino los objetivos de los planificadores (Samary, 1988). A esto hay que sumar que bienes como vivienda, lugares en los jardines de infante para los niños, vacaciones, y otros beneficios, no se podían adquirir libremente en el mercado, y solo se obtenían por asignación de los directores en los lugares de trabajo (Ashwin, 1996). Para estos rubros, por lo tanto, los precios no jugaban rol alguno.
Por otra parte, tampoco los precios mayoristas reflejaban los costos de trabajo. Es que la asignación de recursos para las empresas se realizaba de manera centralizada, y en consecuencia las evaluaciones monetarias que registraba la circulación de productos no constituían actos reales de compra y venta. Por eso en este mercado el dinero no era un equivalente pleno; la moneda contable del sector estatal no circulaba, y no se permitía comprar los bienes de producción que no hubieran sido asignados por el plan. En realidad, los índices con los que se registraba el nivel de actividad, en precios mayoristas, constituían el equivalente contable de un índice de producción bruta (Lavigne, 1985). A lo anterior debemos agregar que toda nueva producción o emprendimiento era considerado siempre útil, dado que lo importante eran los índices cuantitativos, que demostraban el buen funcionamiento del sistema, y toda pérdida era cubierta por el plan. En definitiva, los precios no podían jugar un rol activo en la producción, ni podía existir una medida verdadera de los costos de producción (ídem). A lo que se agregaba la anarquía de hecho de la fijación de precios. Se ha señalado que en la práctica el organismo central de planificación apenas planificaba una parte ínfima de la producción; y no había manera de calcular las variaciones de los tiempos de trabajo (Nove, 1965, Chavance 1983). Como alguna vez destacó Trotsky, la planificación de toda la economía, sin democracia y sin poder de decisión de los productores y los consumidores, lleva a un impasse. Sumemos todavía que los precios internos estaban desconectados de los precios internacionales (Lavigne, 1985; Samary 1988); lo que generaba otros problemas que exceden los marcos de esta nota (véase Lavigne, 1985).
Es necesario preguntarse entonces qué tenía que ver todo esto con un mercado capitalista, y con el funcionamiento de la ley del valor. Destaquemos que la propiedad privada de los medios de producción es clave para que haya competencia, y por lo tanto actúe la ley del valor. Y también para que se desplieguen las leyes de la acumulación capitalista. A todo capital la competencia le impone como ley conseguir la máxima productividad del trabajo, o sea, el máximo de productos con el mínimo de trabajo, con el mayor abaratamiento posible de las mercancías. De ahí que Marx sostenga que “la libre competencia es el desarrollo real del capital” (Marx, 1989, t. 2, p. 168). Pero nada de esto encontramos en la economía de la URSS, como se advierte cuando se indagan los mecanismos específicos de su funcionamiento (véase más abajo). Es por este motivo que la TUSCE no puede establecer un vínculo interno, lógico, entre las categorías que postula, y la forma como funcionaba el sistema soviético. Esta falencia se puede advertir en la comparación entre Chavance (1979) y Chavance (1983). En el primero encontramos una firme defensa de la idea que la URSS era un capitalismo de Estado, pero casi nada acerca del funcionamiento concreto; en el segundo pasa a un segundo plano la caracterización de la URSS como capitalista, y lo que se describe Chavance tiene poco que ver con las leyes del capitalismo. Pero lo más importante en una teoría es establecer estos nexos internos, mostrar la dialéctica del desarrollo de las categorías. En lo que sigue veremos en cierto detalle que la TUSCE no satisface este requisito; y es imposible cumplirlo si nos quedamos en las formas de las categorías, y no investigamos su contenido.
Salarios y capitalismo
El mismo problema de método que discutimos en el punto anterior, el quedarse en las formas, se advierte en el tema del salario Los autores de la TUSCE sostienen que es condición suficiente para que haya capitalismo la existencia del trabajo asalariado. De nuevo una forma (esta vez el salario) parece dar lugar a todo el contenido (nada menos que el modo de producción capitalista). Pero la realidad histórica demuestra que hubo salario sin capitalismo; y que lo mismo sucede en la sociedad contemporánea. Marx presenta el caso de los romanos, que tenían en el ejército una masa disponible para el trabajo, y cuyo plustiempo pertenecía al Estado. Estos trabajadores vendían al Estado “toda su capacidad laboral por un salario indispensable para la conservación de su vida, tal cual lo hace el obrero con el capitalista”. Marx agregaba que existía “la venta libre del trabajo”, pero el Estado no lo adquiría con vistas a la producción de valores. Por lo tanto, “aunque la forma del salario pueda parecer que se encuentra originariamente en los ejércitos, este sistema mercenario… difiere esencialmente del trabajo asalariado” (Marx, 1989, t. 2, p. 19; énfasis agregado).
En este razonamiento la distinción entre la forma del salario y el contenido (que se vincula con la totalidad, el mercado y el valor) determina una diferencia esencial con el asalariado moderno. La producción capitalista se hace para valorizar el valor adelantado (encarnado en el dinero), pero esto no es lo que sucedía en el ejército romano, y por eso no podemos hablar de producción capitalista, aunque hubiera salario y plustrabajo. De la misma manera, Marx explica que un rey o un funcionario del Estado capitalista reciben un salario, pero no por ello son trabajadores productores de plusvalía, ni están subsumidos a una relación capitalista. “… los funcionarios pueden convertirse en asalariados del capital, pero no por ello se transforman en trabajadores productivos” (Marx, 1983, p. 83). En definitiva, no basta con decir “en la URSS había salario, por lo tanto se trata de capitalismo”.
Los defensores de la TUSCE también sostienen que la propiedad legal de los medios de producción por los trabajadores (a través del Estado soviético) no poseía ningún significado real, desde el momento que el Estado se había autonomizado frente a los trabajadores. Sin embargo, en el capitalismo el capitalista individual funciona como “capital personificado”, como un fanático de la valorización del dinero adelantado, donde la ganancia lo es todo. Pero esto sucede en tanto está sustentado en la propiedad privada, con todo lo que ello implica: el derecho y el poder al “uso y abuso” de los medios de producción y las mercancías, lo que se traduce en relaciones de poder efectivas. Por ejemplo, el capitalista tiene el derecho a trasladar su capital a otro país, o no invertir, en caso de que la fuerza laboral le presente obstáculos más o menos importantes. En la URSS, en cambio, esto era imposible; los funcionarios que administraban las empresas no solo no encarnaban al “valor en proceso” (la ganancia no cumplía ningún rol importante, como veremos), sino tampoco tenían derecho a cerrarlas, o a despedir trabajadores por causas económicas. Por lo tanto era difícil disciplinar, mediante coerción económica, al trabajo dentro de las empresas.
La relación laboral en la URSS
En el modo de producción capitalista la amenaza de ir a la calle actúa como un látigo sobre el trabajo, y ata a los asalariados a los dictados del capital. Lo cual explica el rol crucial del ejército de desocupados. El cambio tecnológico, el sobre-empleo y las crisis constituyen los mecanismos mediante los cuales se regenera ese ejército de desocupados. Esto asegura el despotismo del capital, instrumentado a través de los “oficiales y suboficiales” (jefes y capataces), y el poder de la máquina, encarnación del capital en el lugar de producción, sobre el trabajo. De ahí también que en el sistema capitalista la carencia de mano de obra nunca es un freno a la acumulación, al menos en el mediano plazo.
En la URSS, en cambio, había carencia de mano de obra (el crecimiento era extensivo), lo que generaba que las direcciones de las empresas se disputaran la fuerza de trabajo. “El sector estatal conocía una verdadera competencia por la contratación entre las diversas empresas y administraciones económicas, lo que ha crecido con la penuria de la mano de obra” (Chavance, 1983, pp 15 – 16). En este marco las direcciones de las empresas trataban de cubrirse, y “acumulaban” mano de obra por encima de sus necesidades, a fin de hacer frente a los períodos de “tormenta”, en los que se intensificaba el trabajo. Naturalmente, esto agravaba la escasez de fuerza de trabajo. Por eso los trabajadores no temían al despido, y muchos cambiaban con frecuencia de empleo, en busca de mejores condiciones. Kerblay y Lavigne (1985) dicen que los trabajadores calificados ejercían una suerte de “chantaje” sobre los directores de empresas, que si bien no les permitía mejorar sus salarios, sí daba lugar a aumentos de las primas. El ausentismo era también una vía de resistencia, muy generalizada, contra la que luchó sin éxito la dirigencia, incluso con medidas represivas.
Por otra parte estaban las formas institucionalmente establecidas, y la ideología oficial, que orientaba comportamientos. Las empresas eran consideradas por los trabajadores un bien común, colectivos que debían cubrir toda una serie de programas sociales establecidos (guarderías, vacaciones, viviendas, ofertas culturales) que ninguna dirección de empresa se animaba a cuestionar con el argumento de “elevar la rentabilidad”, o cosa parecida. A ello se sumaba la presión de los sindicatos y las bases del partido. Therbon (1979) cita el caso de una importante fábrica de acero, en el norte de la URSS, en la que trabajaban unos 35.000 obreros, de los cuales casi 5000 eran miembros del PCUS, y estaban organizados por secciones de fábrica. Había además casi 20 cuadros con dedicación exclusiva, y si bien el partido no entraba en la cadena de mandos administrativos, todos los nombramientos de ejecutivos debían contar con su aprobación. Lo cual no niega, por otra parte, que los sindicatos y el partido estuvieran fuertemente regimentados por el poder político. Así, los sindicatos no podían intervenir en las negociaciones salariales o sobre las condiciones laborales generales. Sin embargo los trabajadores ejercían una presión de hecho que impedía elevar los ritmos de trabajo, o imponer algo parecido a una disciplina “fordista” o “taylorista”, típicas del capitalismo. Esta es una de las causas por la cual en la URSS fracasaban los intentos por elevar la productividad, y el crecimiento de la economía era en lo esencial extensivo. A principios de los 80 cerca de la mitad de la mano de obra industrial realizaba trabajos manuales o de baja calificación, y era muy bajo el grado de mecanización en la industria (Chavance, 1983). Pero un crecimiento extensivo absorbe mano de obra y recursos sin límite; no es de extrañar que la tasa de actividad alcanzara, en aquellos años, al 90%. Esta situación no se puede comprender si no se atiende a la especificidad de la relación salarial soviética.
Por todo esto Samary (1988) señala que los mecanismos de dominación no eran exclusivamente policiales, ya que se asentaban sobre una panoplia compleja de medios socio-económicos e institucionales. Samary también observa que había una cierta paradoja, porque en tanto los trabajadores soviéticos gozaban de menos derechos democráticos que en los países capitalistas desarrollados, tenían una capacidad de resistencia frente a los mecanismos de mercado mucho más considerable, “ya que en el terreno económico la burocracia puede ceder mucho, a condición de conservar el poder político” (p. 19).
No es de extrañar que estas cuestiones estuvieran en el centro de las preocupaciones de los reformadores que aconsejaban a Gorbachov y alentaron la perestroika. En los años 80 ya era imposible establecer una coerción sobre el trabajo como la que había existido hasta los primeros años de la década de 1950 (a comienzos de 1953 había casi 2,5 millones de personas en los campos de trabajo forzado). Desde los 60 los intentos de introducir primas a la producción fracasaban una y otra vez, no solo por la carencia de bienes de consumo en los cuales gastar los ingresos suplementarios, sino también porque el colectivo laboral terminaba por asimilar los estímulos al salario normal, y no cobrarlos era considerado un castigo. Por entonces la dirección del PCUS admitía que las posibilidades de seguir con el crecimiento extensivo estaban agotadas, porque sencillamente no habría la mano de obra disponible (tampoco otros recursos) para continuar por esa vía. Hacía falta el mercado y la desocupación para disciplinar al trabajo, y hacia eso se dirigían las reformas que abrieron el camino a la restauración de la propiedad privada plena. Puede verse una vez más la naturaleza, distinta con respecto al capitalismo, de este agotamiento del sistema soviético.
Contradicción específica
El carácter particular de la relación laboral en la URSS también estaba determinada por las formas de extracción del excedente (en esto seguimos a Ashwin, 1999 y Clarke, 2007). Es que, como plantea Clarke, en el sistema soviético existía una contradicción fundamental, que consistía en que se trataba de un sistema centralizado de apropiación del excedente, en el cual las autoridades centrales trataban de maximizar el excedente material extraído de las empresas y organizaciones bajo su control, y minimizar la asignación de recursos, en tanto las empresas ‑y en esto coincidían las direcciones y los trabajadores- tenían el objetivo inverso. Ashwin también explica que el excedente debía ser entregado al Estado por la empresa, considerada como colectivo de trabajo, lo cual animaba a que hubiera una alianza tácita entre las direcciones de las empresas y los trabajadores, a fin de retener ingresos (primas, bonos, ganancias retenidas para mejorar la empresa u obras sociales). El objetivo era maximizar los insumos y minimizar el nivel de extracción por parte del Estado (Ashwin, 1999). En la medida en que la empresa dispusiera de más recursos, podía expandirse, así como destinar recursos a beneficios sociales y a la comunidad en que estaba inserta; lo que daba prestigio y poder político a los directores.
Por parte de los trabajadores, el interés en incrementar los insumos y recursos era la expresión, como señala Clarke, de la resistencia a la extracción del excedente por parte de la cúpula. Para los directores de empresas significaba aumentar su poder e influencia a escala local. Aunque al mismo tiempo debían asegurarse que se cumplieran los planes (las carreras políticas dependían de ello), lo que llevaba a los directores a entrar en conflicto parcial con los trabajadores (Aswin, también Clarke). En ese marco, las empresas no competían por precios, pero sí por acaparar recursos, lo que agravaba la escasez. También generaba un impulso a la autarquía de las empresas. Pero además esta situación está evidenciando una relación laboral distinta de la que encontramos en el capitalismo, que sin duda también puso trabas a una forma de acumulación intensiva.
Ley del valor y formas híbridas
Aunque la ley del valor no regía los precios de la industria estatal soviética, se hacía sentir sin embargo por todos los poros. Por eso surgieron formas híbridas de producción. Tal vez la más importante se encontraba en la producción agrícola. Dada la resistencia de los campesinos al trabajo en las granjas colectivas, ya bajo la dirección de Stalin se les autorizó a cultivar parcelas individuales y tener cierto número de animales (Lenin alguna vez planteó que esta era la peor combinación para avanzar al socialismo). Con el correr de los años la burocracia fue otorgando más concesiones a los campesinos (por ejemplo, la entrega de tractores en los 50; las repetidas ampliaciones de las posibilidades de comerciar en mercados “grises” o tolerados; o de autoadministración de las granjas), aunque se mantuvo la prohibición de contratar trabajo asalariado. De ahí que en algunos sectores hubiera acumulación de riqueza bajo la forma de bienes suntuosos, sin que pudiera lanzarse la acumulación capitalista.
Otras formas económicas híbridas se desarrollaron en los intersticios que dejaba la producción estatizada, especialmente en el sector servicios. Estas formas crecieron en los años 70 y 80. Por ejemplo, la explotación de los autos oficiales como taxis; la enseñanza privada a domicilio; los alquileres de casas de funcionarios; las reparaciones. También el acceso al exterior, por parte de funcionarios, técnicos, artistas, etc, daba lugar a negocios (con las monedas fuertes, o la venta de productos adquiridos en el exterior).
Lo importante es que estas actividades se asemejaban a la producción pequeño burguesa y mercantil, pero no podían pasar al modo de producción capitalista, debido a la prohibición de contratar mano de obra y adquirir medios de producción privados. Lo característico del capitalismo es que la pequeña producción genere producción capitalista, pero esto no sucedía en la URSS. Estas ocupaciones daban lugar a una acumulación dineraria (por ejemplo depósitos en los bancos) que no podía transformarse en capital. A medida que el sistema tendió a estancarse, y se acentuaron las penurias de bienes, hubo una evolución hacia lo que he llamado un “proto-capitalismo”. Por caso, se utilizaban empresas estatales para producir para el mercado por fuera de los horarios oficiales, con empleo de mano de obra; o el alquiler de empresas estatales. Aquí se incubaban fuerzas sociales que apurarían la marcha al capitalismo desde fines de los 80, pero que permanecieron largo tiempo en los intersticios de la economía centralizada, y en gran medida, como afirmaba Clarke (1992), la parasitaban. Esta cuestión no puede entenderse si se considera que la URSS era un régimen capitalista; tampoco puede comprenderse la naturaleza del cambio que ocurrió con la caída del régimen soviético.
Producción, inversiones, ganancia
Una característica del capitalismo es que la inversión se rige por la ganancia (o la tasa de ganancia). Conscientes de la importancia de esta cuestión, los defensores de la TUSCE plantearon que en la URSS las inversiones estaban regidas por la ganancia, y se verificaban las leyes de la acumulación capitalista. Según Bettelheim, “las normas de las empresas soviéticas parecen cada vez más un calco de las vigentes en los países capitalistas avanzados… (…) bajo la cobertura de los ‘planes económicos’, son las leyes de la acumulación capitalista ‑del beneficio, en consecuencia- las que determinan el empleo de los medios de producción” (Bettelheim, 1980, p. 38).
Pues bien, esto no era cierto, como señalaba Sweezy (1979) en polémica con Chavance y Bettelheim. La ausencia de propiedad privada de los medios de producción, el carácter formal del mercado y los precios, y el hecho de que el ascenso de los funcionarios dependiera del cumplimiento del plan, o del incremento de costos y recursos, explican que la inversión no se rigiera por el beneficio. Los directores de empresas trataban de superar las metas fijadas por el plan, sin prestar atención a la calidad de los productos, a los costos, o a las necesidades de la demanda. Y el sistema burocrático daba pie a muchos comportamientos que no se regían por la rentabilidad. Por ejemplo, si a una empresa que fabricaba tornillos el plan le fijaba una x cantidad de unidades a producir, era racional (desde la lógica de la dirección) fabricar la mayor cantidad de tornillos (así fueran todos pequeños), para alcanzar y superar x. Si por el contrario se fijaba en y toneladas de tornillos fabricados, no se producían tornillos pequeños, porque era racional producir las unidades más pesadas. Si el objetivo se fijaba sobre una base financiera, la fábrica se esforzaría por producir las variantes más caras del producto. En todos los casos, el aspecto “calidad”, quedaba de lado.
En consecuencia, y dado lo generalizado de estos comportamientos, había problemas crónicos, como falta de determinados productos, carencia de repuestos y fallas en los productos terminados. En un estudio realizado en zonas rurales cercanas a Moscú se encontró, en la década de 1980, que las granjas cooperativas mantenían, en promedio, unos seis tractores en stock, solo para utilizar sus piezas como repuestos. Esto se debía a que las fábricas de tractores no producían repuestos; y los equipos se rompían, en buena medida debido a la mala calidad. Nada de esto puede explicarse con las leyes de la acumulación capitalista, regida por la lógica del beneficio.
El problema también se puede ver en cómo se decidía la construcción de nuevas plantas industriales. Debemos tener presente que en la medida en que los ministerios tuvieran más inversiones en marcha, aumentaban su poder. Además, las nuevas empresas, una vez puestas a producir, podían garantizar insumos (siempre escasos) a las empresas ya establecidas en la órbita del ministerio en cuestión; ya hemos indicado que existía una tendencia a la autarquía. Las direcciones de empresas también tenían interés en que se aprobaran inversiones, por lo que hemos explicado más arriba.
Por otra parte se sabía que una vez iniciada una inversión, el flujo de recursos no se detenía. Por lo tanto, desde el punto de vista de la dirección de los ministerios,y de las empresas, era racional lograr que se aprobaran muchos emprendimientos de inversiones. La meta era iniciar grandes construcciones, y la preocupación por su terminación pasaba a un segundo plano. Esto traía como consecuencia que hubiera una enorme masa de insumos destinados a emprendimientos en marcha, sin un output equivalente. Lo cual explica también que las construcciones de plantas, en promedio, duraran muchos años. Así se llegó al extremo (reconocido por la misma dirección soviética) de empresas que antes de inaugurarse ya eran obsoletas, porque en su construcción se había tardado 20 o 25 años.
Algo similar ocurría con la innovación tecnológica. La URSS tuvo una producción científica relativamente avanzada, pero no se traducía en avances paralelos en los lugares de producción. Es lo que se conocía como el problema de “la introducción”. Es que antes de introducir nuevos métodos y tecnologías (que exigen tiempo para ponerse a punto, y pueden no dar resultados), las direcciones se atenían a lo ya probado. Después de todo no había presión por el cambio tecnológico, dada la ausencia de competencia de precios. Esta situación incluso dio lugar a la formación del Comité del Estado para la Ciencia y la Técnica, presidido por el vicepresidente del Consejo de Ministros, para estimular la innovación tecnológica.
Sin embargo no se avanzó en la solución del problema de la “introducción”. En este respecto Volskensky anotaba que “la actitud frente al progreso técnico (en la URSS) … es exactamente la inversa de la que tiene el capitalismo” (p. 143). Esto se combinaba con una baja tasa de reemplazo de los equipos existentes, mantenimiento deficiente y defectos de construcción (Clarke, 2007). Paralelamente, la tecnología soviética se desarrollaba “de acuerdo a los recursos disponibles, y sin referencia a las restricciones de costos que estructuran a la tecnología occidental” (Clarke, 2007, p. 29). Por ejemplo, utilizaba más energía o metal que sus contrapartes occidentales. En los 80 la industria soviética consumía entre el 30% y el 50% más de energía y metales por unidad de producto terminado que los países adelantados (Lavigne, 1985).
Todo indica entonces, y contra lo que afirmaban los defensores de la TUSCE, que las empresas soviéticas no se regían según el principio de la rentabilidad. A principios de los 80, Aganbeguian, un importante economista soviético, asesor de Gorbachov, reconocía que las tareas, los equipamientos y las cantidades a producir no se decidían por los beneficios. Dado que la salida del producto se consideraba garantizada, y que los precios estaban fijos, si se podía producir más, se producía, porque se descontaba que los consumidores comprarían el producto. Por eso Aganbeguian caracterizaba a la URSS como una economía de “posibilidades de producción” (1987, p. 179). La preocupación de las direcciones de las empresas era asegurar los insumos y cumplir (o aumentar) la producción. De ello dependían sus eventuales ascensos en el aparato; las consideraciones sobre las ganancias no entraban en las decisiones de invertir (Aganbeguian, 1987).
Por otra parte, dados los estrangulamientos y el acaparamiento, la actividad económica estaba sometida a fluctuaciones violentas, caracterizadas por tiempos de “calma” (falta de insumos, trabajo y plantas semi ociosos, etc.) y tiempos de “tormenta” (llegada de insumos, sobreutilización de equipos y sobretrabajo para cumplir con el plan). Lo cual agravaba los cuellos de botella, las distorsiones entre las ramas, y el desgaste de los equipos. Pero no se trataba de fluctuaciones gobernadas por las variaciones de la ganancia, como sucede en el capitalismo, sino por la lógica de la economía de escasez. Esta mecánica explica, además, por qué la crisis final de la URSS no se ha manifestado a través de alguna crisis de sobreproducción terminal. Más bien hubo una disminución progresiva de la tasa de crecimiento, a medida que se agotaban las posibilidades del crecimiento extensivo, y fracasaban los intentos de pasar al crecimiento intensivo. Desde inicios de la década de 1960 ya había una aguda conciencia en la dirección soviética del problema (de ahí los intentos de introducción de reformas pro mercado). Hacia 1970, cuando se calcula que la URSS alcanzó su máximo poder, su economía era un 40% inferior a la de EEUU (y más débil aún si se calcula el producto por habitante). Entre fines de la década y mediados de la siguiente el problema se agravó, y la economía tendió a estancarse.
Burocracia, Estado y transformación capitalista
Vinculado a lo anterior, están las dificultades que surgen al asimilar a la dirigencia soviética a la clase capitalista. Ya hemos apuntado algunas diferencias sustanciales entre los burócratas soviéticos y la clase capitalista. Los burócratas no tenían el derecho a la libre compra de medios de producción y contratación de mano de obra, y no podían transformar sus ingresos en capital. Por esto mismo el dinero no podía desplegase como “poder social privado”, como capital. Pero además, de la ausencia de propiedad privada derivaba una mecánica de reproducción de la burocracia, y de relación con el Estado, sustancialmente distinta de la que existe en el capitalismo.
Para ver por qué, partamos de la afirmación de Bettelheim (1980), de que la forma del proceso de apropiación del excedente era la base de la reproducción de las relaciones de clase en la URSS, e indaguemos en esa “forma”. Su particularidad consistía en que la apropiación del excedente estaba determinada por el control que ejercía la burocracia sobre el Estado. Esto significa que en la URSS el poder económico de la burocracia derivaba de su poder político. En cambio, en el modo de producción capitalista, la base de la reproducción de las relaciones de clase es el la propiedad privada de los medios de producción, y en consecuencia el poder político de la clase capitalista deriva de su poder económico, y no al revés. La diferencia no es menor, ya que en la URSS no operaba la “relativa autonomía” de lo económico con respecto a lo político y el Estado, como ocurre en el capitalismo. Por eso se daba la circunstancia que los conflictos obreros (por condiciones de trabajo, salarios, o cualquier otra reivindicación) inmediatamente derivaban en cuestionamientos del Estado. Refiriéndose a las protestas de los obreros de Solidaridad polaca, alguien anotó que la ironía del “legado leninista” consistía en que el control del Estado sobre la economía era tan directo y abierto, que generaba una crítica al Estado dentro del proceso de trabajo (citado en Aswin, 2003). No es lo que sucede en el modo de producción capitalista.
Estas cuestiones son importantes para entender el cambio que ocurrió en la URSS entre fines de la década de 1980 y comienzos de la siguiente. Ya a fines de los 80 un sector de la burocracia (a través de la organización de la juventud, el Konsomol) comenzó a transformarse en clase propietaria. Fue entonces cuando establecieron empresas, muchas en asociación con capitales extranjeros, y bajo la forma de “cooperativas” (en mayo de 1988, y bajo presión del Konsomol, se modificó la ley de cooperativas, lo que permitió ampliar sus actividades). Solo las empresas que estaban conectadas con la nomenklatura tenían el derecho a entrar en transacciones de propiedad. Por este motivo se vendían (fines de los 80) empresas estatales a firmas que habían sido fundadas con participación de la nomenklatura. En otras palabras, la nomenklatura (en especial la generación más joven) se vendía a sí misma la propiedad estatal, a precios muy bajos. Clarke (1992) habla de “privatización espontánea” a partir de la formación de cooperativas y pequeñas empresas de “leasing”, ligadas a las grandes empresas estatales, que originariamente fueron establecidas para eludir los controles centrales sobre salarios y flujos financieros, y eludir impuestos.
Muchos directores, dice Clarke, desmembraron las empresas estatales, transformando las partes rentables en subsidiarias privadas, y abandonando el resto de la vieja empresa estatal, para colocarse ellos mismos como capitalistas privados. También hubo ministerios que se transformaron en complejos industriales, comerciales, etc. Para esto el ministro, o algún alto funcionario, se convertía en su director, el complejo adquiría el estatus de una compañía por acciones, y los accionistas eran los mismos funcionarios. “Tomado de conjunto, es claro que que el proceso de reforma económica tuvo lugar bajo el control de la nomenklatura y para su beneficio material directo”, señalan Kryshtanovskaya y White (1996). Este cambio social no puede apreciarse en todas sus consecuencias si no se tiene en mente la centralidad de la propiedad privada de los medios de producción para la conformación de una clase capitalista. Una cuestión que de todas formas queda planteada es si la burocracia constituía una clase social, a pesar de que no era propietaria de los medios de producción; vamos a examinar esta cuestión en la próxima nota dedicada a la caracterización de la URSS.
Puntos de acuerdo con la TUSCE
A pesar de la discrepancia con respecto a la caracterización de la URSS como “capitalismo de Estado”, considero que existen por lo menos dos cuestiones importantes que hay que rescatar del planteo de Bettelheim y otros autores defensores de la TUSCE.
La primera es que todo parece indicar que en la URSS la burocracia explotaba a la clase obrera. Esto es, existía una extracción y apropiación sistemática del excedente generado por los productores directos. Muchos partidarios de la tesis de que la URSS era un régimen burocrático particular también plantearon esta cuestión, aunque hay discrepancias acerca de si la burocracia constituía o no una clase social. E incluso Trotsky, defensor de la tesis de que la URSS era un régimen proletario burocrático, al final de su vida admitió que la burocracia explotaba -”de manera no orgánica”-a la clase obrera (Trotsky, 1969).
En segundo término, es importante subrayar la importancia (para el análisis, pero también para el programa y estrategia política de las fuerzas socialistas) de diferenciar entre estatización y socialismo. Sobre este tema, escribía Bettelheim:
“… la progresión hacia el socialismo no es otra cosa que la dominación creciente por los productores inmediatos de sus condiciones de existencia y por lo tanto, en primer lugar, de sus medios de producción y de sus productos. Esta dominación no puede ser sino colectiva y lo que se llama “plan económico” es solo uno de los medios de esta dominación, pero solamente dentro de condiciones políticas determinadas, en ausencia de las cuales el plan no es más que un medio particular puesto en marcha por una clase dominante, distinta de los productores inmediatos, que vive del producto de su trabajo, para asegurar su propia dominación sobre los medios de producción y sobre los productos obtenidos” (Sweezy y Bettelheim, 1972, p. 45).
Por este motivo Bettelheim sostenía que el plan económico no podía identificarse sin más con el socialismo, ya que podía “impedir el dominio de los productores sobre las condiciones y los resultados de su actividad” (ídem, p. 52), y agregaba que “no pueden existir relaciones de producción socialistas más que en la medida en que haya dominio de los productores sobre las condiciones y productos de su trabajo” (p. 53). Volveremos a esta idea clave en la próxima nota, cuando analicemos la tesis que caracterizó a la URSS como un “estado obrero burocrático”.
Bibliografía citada
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