Francisco A. Catalá Oliveras
Qué es Puerto Rico? Probablemente tal pregunta suscite, como casi toda interrogante, diversas contestaciones. Es, sin lugar a duda, una isla caribeña. Podría argumentarse que alcanza la categoría de archipiélago. El Gobierno de Estados Unidos lo cataloga como “territorio no incorporado”. También lo denomina, como en la derogada sección 936 del Código Federal de Rentas Internas, “posesión”. Si se prescinde de eufemismos hay que definirlo como colonia, clasificación que ha inspirado numerosas e imaginativas racionalizaciones por parte de los defensores del régimen vigente. A éste se le llama oficialmente “Estado Libre Asociado” en español y “Commonwealth” en inglés, reduciéndolo así a una engañosa y patética traducción.
Desde la perspectiva sociológica se reconoce como nación lo que, a su vez, abona a la diversidad de concepciones. Algunos, en su afán anexionista, la niegan. Otros se dividen entre los que vinculan la nación al terruño y los que postulan que el proceso migratorio ha provocado que la misma trascienda las fronteras geográficas. Por otro lado, están los que han adoptado la cultura de “minoría étnica”, dividida entre los de aquí y los de allá.
Junto a tales concepciones de cómo nos ven y cómo nos vemos —valga hacer constar que esta lista no las agota— hay una que, aunque crucial para entender el comportamiento económico del País, no suele destacarse lo suficiente: la visión de los que trazan las coordenadas geográficas del movimiento del capital. Para éstos Puerto Rico es una región económica del vasto mercado estadounidense.
Por la particular condición tributaria de esta “región” —“a manera de una jurisdicción foránea” — y por su acceso a transferencias de fondos federales, algunos políticos acuñaron el lema “el mejor de los dos mundos”. Pero la patente indefensión política, la debilidad de la base productiva, la baja tasa de empleo, el insostenible endeudamiento, la emigración masiva, la desigualdad en la distribución de ingresos y riqueza, la desproporción entre lo que reciben los dueños del capital y los asalariados, el deterioro del espacio público, la degradación ambiental, la persistente dependencia y la descomposición social, entre otros problemas, han dado al traste con tal apreciación. Por más vueltas que se le den a las distintas concepciones de Puerto Rico, y por más malabares que se hagan con eufemismos y racionalizaciones, resulta ineludible concluir que la “región económica” no anda bien…
Con la caracterización de “región” se hace referencia a un componente territorial de un gran mercado por el que fluyen, sin mayores obstáculos, capitales, bienes y personas. El geógrafo y antropólogo David Harvey define a los grandes mercados como mosaicos de desarrollo desigual en los que unas regiones se enriquecen mientras otras se empobrecen. Se trata de la manifestación geográfica de la llamada “destrucción creativa”, concepto acuñado por Werner Sombart en los inicios del siglo pasado y luego desarrollado por el economista Joseph Schumpeter para explicar la dinámica del capital. En síntesis, nuevos productos destruyen viejos modelos de negocio o, dicho de otra manera, unas facciones se benefician de la creatividad a la misma vez que otras sufren el castigo de la destrucción.
Para Schumpeter, como para Marx, la vitalidad del orden económico capitalista es una especie de “revolución permanente”. Decía Marx: “La burguesía no puede existir sin revolucionar permanentemente los medios de producción”. Añade Schumpeter: “El impulso fundamental que pone y mantiene en movimiento a la máquina capitalista proviene de los nuevos artículos de consumo, de los nuevos métodos de producción, de los nuevos mercados y de las nuevas formas de organización…”.
A la innovación le acompaña la obsolescencia. Esto tiene su expresión geográfica: mientras unas zonas florecen otras se marchitan. El espacio se reorganiza constantemente. Algunas regiones logran rehabilitarse. Otras mueren. La geografía de Estados Unidos, por ejemplo, está salpicada de innumerables pueblos y zonas fantasmas que en algún momento tuvieron su cuarto de hora de buena fortuna. El capital, finalizada su gestión explotadora o extractiva, se marcha hacia otros lares que prometan mayor rentabilidad. Deja tras de sí un rastro de desolación por el que luego también transitarán las personas.
Durante el siglo 19 y las primeras décadas del siglo 20 la proliferación de pueblos fantasmas era más acusada. Luego, gracias a la intervención del Estado con sus programas de transferencia y asistencia social, el fenómeno se ha atenuado. Pero no ha desaparecido. Las fuerzas económicas que lo provocan no se han atenuado. Las comunidades en las Apalache siguen con vida. Las transferencias federales y los créditos fiscales las han ayudado. No obstante, también persiste la pobreza junto a indicadores de salubridad escandalosamente bajos.
El caso de la ciudad de Detroit es emblemático. No fue únicamente la competencia de otros países la que provocó la decadencia de su industria automotriz. También pesó el desplazamiento de fábricas hacia Tennessee y Alabama. Más aún Silicon Valley, con su conjunto de fraguas de alta tecnología, desplazó a Detroit como centro del capitalismo estadounidense. En realidad, de no ser por la gestión de distintas instancias del sector público, Detroit sería hoy una gran ciudad fantasma. Poco le ha faltado.
El conjunto del capital no experimenta la crisis de la misma forma que sus componentes. Es ágil para abandonar las regiones críticas y ubicarse en las que lucen prometedoras. Ya, como agregado, la economía de Estados Unidos se encuentra en franco crecimiento a pesar de que no son pocas las zonas que permanecen rezagadas.
Puerto Rico, como “región económica” del mercado de Estados Unidos, ha tenido su cuota de vaivenes y rupturas en el orden socioeconómico. A la emigración del capital agrícola le siguió la emigración masiva de gente durante la década de 1950. Ahora, como señalara el informe del Banco del Sistema de la Reserva Federal de Nueva York, con fecha del 29 de junio de 2012, confronta el reto de “disminuir la dependencia de una industria (la farmacéutica) en contracción”. Junto a la extraordinaria disminución del empleo en todos los sectores y al colapso en las finanzas públicas, se repite la emigración masiva. El deterioro es generalizado. El País pierde la población con más potencial productivo y parece desdibujarse.
¿Qué hacer? Los países y las regiones que progresan atraen y gestan nuevas actividades económicas en función de la diversidad de sus mercados y de sus fuentes de inversión; articulan sólidas infraestructuras sociales (como la educación pública y el servicio de salud) y físicas (transportación, comunicación, energía) montadas en una amplia y creciente base impositiva; aprovechan al máximo recursos que les permitan distinguirse y conquistar ventajas comparativas, como, entre otros, posición geográfica, rutas comerciales, experiencia histórica y acervo cultural; y se caracterizan por su agilidad institucional o disposición al cambio. Desafortunadamente, Puerto Rico ha tomado otro rumbo.
Quizás la pregunta adecuada no es qué es Puerto Rico sino qué quiere ser. ¿Qué vocación le mueve? ¿Prefiere ser país o posesión, nación inscrita en la compleja dinámica global o minoría étnica en una región sometida a un centro, ente productivo o fantasma dependiente, polo de creatividad o extremo de destrucción?
* El autor es catedrático jubilado de Economía de la Universidad de Puerto Rico y miembro de la Junta Directiva de CLARIDAD.