La estadía humana en la tierra tiene un gran motivo, la felicidad. La política puede convertirse en la energía para alcanzar ese propósito, si es concebida y utilizada como el elemento organizador del pensamiento, de los sentires, de las contradicciones y anhelos de los ciudadanos y los pueblos. No hay tiempo para mezquindades cuando el futuro mismo de la civilización está en peligro, cuando la naturaleza ofendida está llegando al cansancio.
Si actuamos unidos en torno a un programa de transformaciones democráticas que favorezcan a las grandes mayorías excluidas del pan, de la libertad y la justicia, un proyecto que incluya el pensamiento multicolor y haga del respeto y la tolerancia, un sello de identidad; entonces, todavía es posible reabrir la esperanza y salvar la nación del más extraño simulacro de democracia y revolución que experimentamos. El presidencialismo monárquico, representado en el gobierno del Movimiento PAIS, está demostrando su incapacidad para enfrentar los grandes problemas y los consecuentes desafíos del tiempo actual.
Si la ética se funda en la correspondencia entre el discurso y las obras, la demagogia se sostiene en la inflación de la palabra. El discurso del “salario digno”, para terminar en nuevas formas de flexibilización del trabajo, de renuncias “voluntarias-obligatorias”, de anulación y violación de los derechos laborales fundamentales promoviendo una mayor sobreexplotación de los trabajadores públicos y privados. La oferta de manos limpias y el fin de la impunidad, para acabar en la legitimación de un Estado delincuencial al servicio de grupos mafiosos. Las promesas de mentes brillantes, para acabar elitizando y privatizando la educación, excluyendo a millones de jóvenes del acceso al conocimiento. El discurso de los “derechos de la madre tierra” y la lucha contra el cambio climático, para terminar con la última frontera de biodiversidad del planeta, el Yasuní, y en el etnocidio de los Tagaeri y Taromenane, en la tzantzificación del ITT a fin de continuar la explotación petrolera, ensamblando la novísima “bio-banana republic” con un modelo extractivista que incluye la gran minería, la sobreexplotación de petróleo, la orientación del agro a los biocombustibles y las plantaciones agroindustriales, los servicios ambientales, el peaje global. La condena de la “deuda externa ilegítima”, para terminar en un nuevo endeudamiento agresivo, sometiendo al Ecuador a una nueva dependencia financiera sobre todo a capitales chinos, hipotecando el petróleo para los próximos diez años. La salida de los marines de la Base de Manta, para trasladar la fuerza bélica a la frontera norte y convertirse en el yunque del Plan Colombia. La apelación al socialismo y la soberanía energética para terminar desmantelando a Petroecuador y privatizando las “joyas de la Corona” perjudicando al país en miles de millones de dólares. El discurso de la participación ciudadana para terminar en la criminalización de la lucha social y en la persecución a los dirigentes independientes.
El Gobierno de Rafael Correa tuvo todas las condiciones para realizar los cambios profundos que requería nuestra Patria y que son demandados por los movimientos sociales, los ciudadanos y los pueblos: la recuperación de la dignidad y de la soberanía sobre nuestros recursos estratégicos, el acceso al conocimiento, una reforma agraria democrática, la democratización de la propiedad de la riqueza y las oportunidades, la institucionalización de una democracia basada en el poder y la decisión popular y no sólo en el voto, una seguridad social que universalice la solidaridad y beneficie a los afiliados en lugar de repetir la historia de convertirla en la gran caja chica del régimen de turno, la plena vigencia de la ética en el manejo de los fondos públicos.
Correa fue beneficiario de una abundancia que no la creó: en cuatro años ha manejado cerca de 70 mil millones de dólares provenientes del alto precio internacional del petróleo, de las remesas de los migrantes, y de los impuestos de los ciudadanos. Con esos recursos ha sido incapaz de modificar las bases del modelo rentista-extractivista, de la concentración monopólica de la riqueza; y se ha contentado con la propaganda de algunas medidas paliativas de la pobreza, la compasión social con el bono solidario para mantener el apoyo electoral, y de algunas obras públicas, sobre todo en la construcción de carreteras con sobreprecio.
Fue beneficiario del espíritu de cambio constituyente que no creó: las luchas sociales en un proceso largo, sobre todo a partir de los levantamientos indígenas y populares de los 80, abrieron el cauce del rechazo a la partidocracia, la exigencia de que se vayan todos y se instaure un tiempo constituyente, de refundación de la República. Se apoderó en el discurso de estos sueños, pero los trasmutó en una Constitución que mantiene el señuelo de los derechos mientras instaura nuevas formas de privatización de los recursos naturales, de persecución a los dirigentes sociales, control monárquico del poder y el manejo de la opinión pública sin opinión.
En el año 2000 vivimos el fracaso del modelo neoliberal impulsado por la oligarquía bancaria y agroexportadora, bajo el mando del dueño del país que estaba de turno: el signo fue el salvataje bancario y la dolarización, vinculadas directamente al poder norteamericano. Hoy vivimos el fracaso de un modelo extractivista y autoritario, impulsado por la burguesía financiera, importadora y rentista, vinculada a las nuevas potencias emergentes, bajo el mando del nuevo presidente-monárquico. El país ha pasado de la subordinación al capital norteamericano a la dependencia de los capitales chinos y brasileros.
El simulacro de revolución empezó a cuartearse en los acontecimientos del 30S: se mostró la fractura entre el gobierno y los actores sociales, una revolución ciudadana sin ciudadanos, únicamente con electores. El gobierno evidencia su naturaleza: el retorno al caudillismo carismático y a la dirimencia de las Fuerzas Armadas. No ha cambiado ni el fundamento de la acumulación capitalista, ni el fundamento de la cultura política velasquista, peor aún el extravío de la izquierda funcional. Allí el gobierno pierde por primera vez la iniciativa bajo el doble asedio de la movilización social y de las presiones de la oligarquía.
En lugar de abrir un diálogo con los actores sociales, gira hacia las propuestas de la derecha y levanta el fantasma del golpe. Con el mismo cinismo pragmático con que ayer absorbió los cantos de la izquierda, ahora absorbe los discursos policíacos de la oligarquía. La Consulta es la confesión de la renuncia a los últimos vestigios de una Constitución garantista, para pasar a la segurización de la política. Otro reciclaje: volver a meter la mano en la justicia como ayer lo hicieron los otros dueños del país.
La Consulta fue un momento para la clarificación del alineamiento de fuerzas. La derecha concentró la batalla en torno a los temas de la segurización y la judicialización de la política y al control de los medios de comunicación. Desde las filas democráticas surgieron dos propuestas: “esta vez no”, una oposición coyuntural, desde la disidencia de Alianza País y los partidos electorales de izquierda; y, “diez veces no”, una oposición programática, desde las organizaciones sociales, políticas democráticas y la izquierda no contactada e independiente.
¿De dónde van a salir las fuerzas capaces de restaurar la esperanza? No van a provenir de los dos proyectos fracasados: ni de la oligarquía neoliberal, ni de los nuevos ricos de PAÍS. Es el tiempo de una fuerza nueva que brote desde abajo, desde el dolor de los excluidos, desde los valores humanos, desde la ética, desde la ciencia, desde el arte, desde la ternura, desde el amor, desde la vida comprometida con el progreso y la liberación: el punto de partida es la unidad programática de los sectores sociales y fuerzas políticas democráticas, superando los caudillismos y sentando las bases para un conducta orgánica con resoluciones consensuadas, con planes compartidos, con elecciones primarias para designación de candidatos y representantes, con una organización parlamentaria que sustituya al presidencialismo monárquico, que atraviesa no sólo al mando de la República, sino al mando de todas las instituciones y organizaciones.
Es el tiempo de construir un ACUERDO EN TORNO A UN PROGRAMA DEMOCRATICO NACIONAL, que empiece por sanear el ambiente de la lucha política democrática. No podemos seguir en una actitud reactiva, menos aún silente, frente a quienes acaban con nuestra casa grande, la Patria. Podemos construir nuestra propia agenda de liberación.
Por más democracia, más empleo, más libertad, más tolerancia, más respeto, más educación,
más salud, más ciencia, más arte, más diversidad, más naturaleza, más patria, más vida.
Quito, agosto de 2011