Cuba. Sil­vio Rodrí­guez: Mi her­mano Vicente

Resu­men Lati­no­ame­ri­cano (corres­pon­sa­lía Cuba), 17 de diciem­bre de 2021.

Ante la noti­cia de la par­ti­da físi­ca del tro­va­dor cubano Vicen­te Feliú, com­par­ti­mos con nues­tros lec­to­res un artícu­lo publi­ca­do en el blog de Sil­vio Rodrí­guez «Segun­da Cita» el 11 de noviem­bre de 2017, que cree­mos que es opor­tuno vol­ver a leer.

Algo que siem­pre recuer­do son los ojos azu­les de Elsa Miran­da, muy abier­tos y fijos en los míos, apre­tán­do­me los dos bra­zos y dicién­do­me “¡Tráe­me­lo vivo!”, en vís­pe­ras de Ango­la. Pero des­de muchos años antes su hijo Vicen­te era uno de los estu­dian­tes más ague­rri­dos de la secun­da­ria. De todos noso­tros era el que pare­cía un héroe y, a la vez, el más ele­gan­te, el úni­co que casi siem­pre anda­ba en saco. Nun­ca pude expli­car­me cómo con­se­guía aquel balan­ce entre mucha­cho de cla­se media y feroz combatiente.

Yo con die­ci­séis y él con quin­ce, nos gus­ta­ban las mis­mas músi­cas, las mis­mas pelí­cu­las y a veces las mis­mas com­pa­ñe­ras (cosa que nun­ca nos lle­vó a dis­gus­tos). Creo que la segun­da vez que bebí en mi vida fue una noche que fui­mos a un bar a escu­char a Los Astros, de Raúl Gómez, que por enton­ces tenían un núme­ro pega­do en la radio. Des­pués de un par de cuba­li­bres sali­mos a coger la ruta 27 fren­te a Mater­ni­dad de Línea, y ya en su casa de la calle Nep­tuno tuve que subir­lo en hom­bros por las empi­na­das esca­le­ras. No se me olvi­da que Esther y Tata, sus inmor­ta­les tías, me dije­ron horro­res por lle­var­lo en seme­jan­te estado.

Cuan­do me des­mo­vi­li­cé de las FAR y vol­ví a ver­lo, se deba­tía entre hacer can­cio­nes y gra­duar­se de pro­fe­sor de Físi­ca. Pero la bohe­mia aca­bó sedu­cién­do­lo (era dema­sia­do ten­ta­do­ra) y aquel mucha­cho con por­ta­fo­lios se con­vir­tió en el jipi más san­grien­to de su gene­ra­ción. Escri­bió las can­cio­nes más extre­mas que yo haya escu­cha­do nun­ca, en las que era bala feroz, rom­pía mon­te encue­ro y lle­ga­ba a pedir que hun­die­ran las manos en sus entra­ñas y expe­ri­men­ta­ran con sus vís­ce­ras. Can­tan­do y pro­di­gan­do gene­ro­sa­men­te su exis­ten­cia, mi ami­go Vicen­te se con­vir­tió en una suer­te de holo­caus­to coti­diano que tri­bu­ta­ba a un lumi­no­so porvenir.

Se sabe que la vida no siem­pre pre­mia la vir­tud con la jus­ti­cia. Pero si este ami­go tie­ne fama de algo entre sus com­pa­ñe­ros –ade­más de tro­va­dor irre­duc­ti­ble– es de noble­za huma­na. Y es que todos sabe­mos que él siem­pre ha sido el más dis­pues­to al sacri­fi­cio, ver­da­de­ro can­tor de barri­ca­das, tan­tas veces no bien gratificado.

Para decir exac­ta­men­te eso son estas pala­bras y esta entra­da, para decir que, aun­que en oca­sio­nes fal­ten hono­res, meda­llas y reco­no­ci­mien­tos, sin duda exis­ten dig­ni­da­des ejem­pla­res mucho más nece­sa­rias y cier­tas que las que son de humo.

Feli­ci­da­des en tus nobles 70, Vicen­te Feliú Miranda.

Itu­rria /​Fuen­te

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