Méxi­co. La vul­ne­ra­bi­li­dad de los niños indí­ge­nas mexi­ca­nos fren­te al delito

Por Ele­na Azao­la. Des­in­for­mé­mo­nos /​/​Resu­men Lati­no­ame­ri­cano, 1 de octu­bre de 2021.

Entre los pro­ble­mas con el idio­ma al momen­to de su deten­ción y los mal­tra­tos que sufren en los cen­tros de inter­na­mien­to, los jóve­nes indí­ge­nas pri­va­dos de su liber­tad con­vi­ven con la tris­te­za, la depre­sión y la injus­ti­cia. A la dure­za de sus his­to­rias de vida mol­dea­das por sus con­di­cio­nes de vul­ne­ra­bi­li­dad, se suman la pér­di­da de con­tac­to con sus fami­lias, su cul­tu­ra, su vida en comu­ni­dad y el medio ambiente.

A par­tir de 2007, Méxi­co ha expe­ri­men­ta­do un incre­men­to impor­tan­te en su acti­vi­dad delic­ti­va y, par­ti­cu­lar­men­te, en los deli­tos vio­len­tos: la tasa de homi­ci­dios aumen­tó más de tres veces al pasar de 8 a 29 por cada 100 mil habi­tan­tes entre 2007 y 2020. En com­pa­ra­ción con otros ado­les­cen­tes pri­va­dos de la liber­tad, los indí­ge­nas se encuen­tran en una situa­ción de mayor vul­ne­ra­bi­li­dad ya que per­te­ne­cen a los sec­to­res más pobres y mar­gi­na­dos, cuen­tan con nive­les edu­ca­ti­vos más bajos y comien­zan a tra­ba­jar des­de muy tem­pra­na edad. Este con­tex­to les res­ta opor­tu­ni­da­des para desa­rro­llar sus capacidades.

En la mayo­ría de los casos, los y las jóve­nes indí­ge­nas hablan espa­ñol al momen­to de su deten­ción, pero su com­pren­sión del idio­ma y su capa­ci­dad para expre­sar­se varía nota­ble­men­te. Como si esto fue­ra poco, al entrar en con­flic­to con la ley, no se les pro­por­cio­na un tra­duc­tor y recién des­pués de estar en el cen­tro de inter­na­mien­to entien­den el sig­ni­fi­ca­do de los tér­mi­nos que se emplean para juz­gar­los y por qué se los detiene.

Adi­cio­nal­men­te, se les sue­le tras­la­dar a cen­tros dis­tan­tes de sus comu­ni­da­des por lo que sus padres no pue­den ir a visi­tar­los. Inclu­so tie­nen difi­cul­ta­des para comu­ni­car­se con ellos por telé­fono, de tal mane­ra que no pocas veces pier­den el con­tac­to con su fami­lia. Estas cir­cuns­tan­cias hacen que, en muchos casos, se hun­dan en una tris­te­za pro­fun­da y en un mun­do que para ellos care­ce de esperanza.Imagen

Los jóve­nes indí­ge­nas se encuen­tran en una situa­ción mayor de vul­ne­ra­bi­li­dad. Foto: Archi­vo AP

Entre la tris­te­za y la ansiedad

Beni­to es un joven tarahu­ma­ra de 17 años que lle­va dos años pri­va­do de su liber­tad y toda­vía le res­tan sie­te años más para com­ple­tar su sen­ten­cia: “Yo nun­ca he teni­do fami­lia, a mí me adop­ta­ron por­que tuve un acci­den­te y mi mamá me aban­do­nó en el hos­pi­tal. Andu­ve en casas hoga­res y lue­go me adop­tó una fami­lia”. Como a su papá lo mata­ron cuan­do tenía dos meses y su mamá se dro­ga­ba y se pros­ti­tuía, Beni­to dejó a su fami­lia adop­ti­va para apo­yar a su madre. Tras vivir en la calle, a los 7 años se fue a tra­ba­jar a un ran­cho. Sin embar­go, como no le paga­ban bien, robaba.

“Yo ven­día dro­gas con mi pri­mo y tam­bién robá­ba­mos tien­das y casas. Era por el vicio, por las pas­ti­llas que tomá­ba­mos, que nos daban ganas de robar. La dro­ga nos la rega­la­ba un señor que nos que­ría envi­ciar”, expli­ca Beni­to. Actual­men­te, se encuen­tra pri­va­do de su liber­tad acu­sa­do de robo con vio­len­cia y homi­ci­dio: “Un señor nos com­pró marihua­na y no qui­so pagar. Enton­ces fui­mos a su casa, pero sacó un cuchi­llo y, mi pri­mo y yo lo mata­mos primero”.

Beni­to no se acos­tum­bra a vivir en una ciu­dad y menos en un cen­tro de inter­na­mien­to. Todo lo que desea es poder regre­sar a las montañas.

La tris­te­za de Beni­to es tan evi­den­te como su ansie­dad que se mani­fies­ta en el movi­mien­to con­ti­nuo de sus pier­nas cuan­do habla. No se acos­tum­bra a vivir en una ciu­dad y menos en un cen­tro de inter­na­mien­to. Todo lo que desea es poder regre­sar a las mon­ta­ñas. Cuan­do lo detu­vie­ron, Beni­to recuer­da que la Poli­cía Minis­te­rial lo gol­peó: “Me aho­ga­ron con una bol­sa, me pega­ron con un mache­te, me deja­ron la pan­za mora­da, me estu­vie­ron gol­pean­do alre­de­dor de cua­tro horas”. Aun­que casi no habla­ba espa­ñol, nadie le expli­có en su len­gua por qué lo esta­ban dete­nien­do y de qué deli­to lo acu­sa­ban. Recién al momen­to del jui­cio, le ofre­cie­ron un traductor.

El joven comen­ta que no exis­ten pro­gra­mas espe­cia­les de aten­ción para los tarahu­ma­ras, a pesar de que hay 20 chi­cos de esta etnia ence­rra­dos en diez cel­das: “Aquí nada más te dan ‘fre­ga­da­zos’ pero no te ayu­dan en nada. Algu­nos vie­nen a empeo­rar. Se hacen muchos plei­tos por­que nos tie­nen todo el tiem­po ence­rra­dos. A veces los cus­to­dios se sobre­pa­san por­que tam­bién ellos se estre­san. Ellos no saben lo que uno ha pasa­do, no pien­san, nada más actúan. Aquí se ahor­có un cha­vo que era mi ami­go y eso me jaló a la depre­sión. Se col­gó por­que no venía su fami­lia y siem­pre lo tenían encerrado”.Imagen

Muchos jóve­nes indí­ge­nas comien­zan a tra­ba­jar des­de eda­des tem­pra­nas. Foto: El Mun­do CR

La ado­les­cen­te que no extraña

Leti­cia se expre­sa de for­ma muy inte­li­gen­te y arti­cu­la­da. Tie­ne 15 años, es de ori­gen chi­nan­te­co y nació en Oaxa­ca. No cono­ció a sus padres y vivió la mayor par­te de su vida en la calle: “Mi mamá me rega­ló a los 20 días de naci­da y andu­ve de mano en mano has­ta que una seño­ra comer­cian­te me reco­gió, me cui­dó y me regis­tró. Yo solo fui a la escue­la has­ta el ter­cer año. Me salí de la pri­ma­ria por­que un niño me cor­tó un dedo con unas tije­ras. Cuan­do murió la seño­ra, me fui a vivir con su hija, pero como su espo­so abu­só de mí, ya no qui­so que siguie­ra en su casa y me echó. Enton­ces me fui a vivir a la calle y comen­cé a dro­gar­me y a robar para poder com­prar las drogas”.

En la calle cono­ció a su pare­ja, que la gol­pea­ba, y que­dó emba­ra­za­da. Los detu­vie­ron por robar a un tran­seún­te. Ese día, se habían pelea­do por­que a Leti­cia no le gus­ta­ba que su novio fuma­ra “tan­ta pie­dra” y enton­ces él la apu­ña­ló. Como era su cum­plea­ños, él robó un perri­to y se lo rega­ló. Lue­go pasó un señor, le roba­ron su telé­fono y su pare­ja le qui­tó 60 pesos y unos len­tes. A los cin­co minu­tos lle­gó la patru­lla y los detuvo.

“No me han podi­do dar mi liber­tad por­que el señor al que roba­mos no se ha pre­sen­ta­do a decla­rar. A mi pare­ja lo detu­vie­ron por­que ya había esta­do antes en la cár­cel por robo, pero esta vez lo ence­rra­ron por­que tam­bién había apu­ña­la­do a alguien más”, cuen­ta Leti­cia. Con una his­to­ria de vida tan dura, hoy se sien­te bien en el cen­tro de inter­na­mien­to y no extra­ña su vida anterior.Imagen

Muchos de los jóve­nes indí­ge­nas pre­sos se cria­ron en la calle. Foto: José Luis Cama­ri­llo | El Sol de Tijuana

Dete­ni­do por algo que no hizo

Wil­fri­do es mix­te­co, tie­ne 20 años y hace cua­tro se encuen­tra pri­va­do de su liber­tad. Aban­do­nó la escue­la rápi­da­men­te por­que no le gus­ta­ba y le cos­ta­ba enten­der el espa­ñol. Sus padres tam­po­co fue­ron a la escue­la y ambos se dedi­ca­ron a tra­ba­jar en el cam­po. Wil­fri­do es el más peque­ño de ocho her­ma­nos y cuen­ta que sus padres siem­pre se hicie­ron car­go de él y nun­ca lo mal­tra­ta­ron. Ese apo­yo fami­liar es el que hoy le da espe­ran­zas para salir adelante.

“Yo siem­pre anda­ba con mi mamá y tra­ba­já­ba­mos en un terreno. Al lado mata­ron a un vecino y, como yo siem­pre esta­ba ahí, me acu­sa­ron de homi­ci­dio. Según dije­ron, un niño de sie­te años me vio. La jue­za dijo que tenía que haber sido yo el que mató al señor por­que el niño llo­ró cuan­do me vio. Pero no fue por eso, sino que el niño habla­ba mix­te­co y llo­ra­ba por­que no enten­día lo que le decían”, seña­la Wilfrido.

Cuan­do lo detu­vie­ron, no le expli­ca­ron que tenía dere­chos ni que podía con­tar con un abo­ga­do. Tam­po­co le deja­ron dar su testimonio.

Cuan­do lo detu­vie­ron, no le expli­ca­ron que tenía dere­chos ni que podía con­tar con un abo­ga­do. Tam­po­co le deja­ron dar su tes­ti­mo­nio. Como sus padres y sus tíos lo apo­ya­ron todo el tiem­po, al ingre­sar al cen­tro se sin­tió mal por­que sen­tía que los había trai­cio­na­do. Su fami­lia solo lo visi­ta tres o cua­tro veces por año pues viven muy lejos y no tie­nen recur­sos. A pesar de la angus­tia de estar inter­na­do, Wil­fri­do está entu­sias­ma­do con la posi­bi­li­dad de com­ple­tar sus estu­dios: “Estoy aquí por algo que no hice, pero sien­to que es bueno por­que estoy apren­dien­do cosas para salir adelante”.

Pen­san­do en su futu­ro, a Wil­fri­do le gus­ta­ría poner una pana­de­ría, tener una casa, una fami­lia, estar tran­qui­lo y vivir feliz: “Yo creo que la jue­za dijo: ‘Tú ni hablas bien el espa­ñol, por eso te voy a dejar aquí’. Me dio a enten­der que era por fal­ta de estu­dio. Ni siquie­ra tuvie­ron prue­bas de que yo fui y eso me hizo sen­tir mal”. Wil­fri­do cues­tio­na el pro­ce­so ya que la jue­za recha­zó el tes­ti­mo­nio de su madre por el víncu­lo fami­liar y le pro­me­tió que iba a revi­sar su caso cuan­do Wil­fri­do ter­mi­na­ra la secun­da­ria, pero toda­vía no cumplió.Imagen

La fal­ta de recur­sos y la dis­tan­cia a los cen­tros de deten­ción difi­cul­tan las visi­tas de los fami­lia­res. Foto: Secre­ta­ría de Segu­ri­dad y Pro­tec­ción Ciudadana

A la espe­ra de un traductor

La fami­lia de Leo­pol­do habla cha­tino, sus padres no con­clu­ye­ron la pri­ma­ria y tie­ne cua­tro her­ma­nos y un medio her­mano. Con 17 años, se encuen­tra inter­na­do en el esta­do de Oaxa­ca des­de hace un año. No ter­mi­nó la escue­la por­que no le gus­ta­ba, sus com­pa­ñe­ros lo moles­ta­ban y los maes­tros no lo apo­ya­ban. Antes de los 12 años, Leo­pol­do comen­zó a tra­ba­jar en el cam­po y lue­go se desem­pe­ñó como apren­diz de alba­ñil para con­tri­buir con los gas­tos de su fami­lia ante la mala situa­ción eco­nó­mi­ca. Cuan­do tenía 14 años, mata­ron a su padre: “Lo mata­ron por algo que él no hizo. Él era poli­cía muni­ci­pal, pero era bueno”.

Leo­pol­do fue acu­sa­do de homi­ci­dio: “Como mata­ron a mi papá, eso me dolió mucho. Los que lo mata­ron, me fue­ron a bus­car y me dis­pa­ra­ron, pero no me die­ron. Hubo una bala­ce­ra, una de esas per­so­nas murió y le echa­ron la cul­pa a un pri­mo mío que anda­ba en cosas malas. Cuan­do lo aga­rra­ron, mi pri­mo dijo que yo lo acom­pa­ñé a matar a esa per­so­na y por eso me tra­je­ron aquí. La gen­te que mató a mi papá no tenía pro­ble­mas con él, lo hicie­ron por el suel­do por­que mi papá era poli­cía municipal”.

Cuan­do lo detu­vie­ron, las auto­ri­da­des lo ame­na­za­ron de que, si no habla­ba, lo iban a matar: “Les dije lo que yo sabía, nada más. Yo no me podía defen­der por­que no habla­ba bien espa­ñol. Ni siquie­ra enten­día que me esta­ban dicien­do que me iban a matar”. Leo­pol­do cuen­ta que tam­bién le dije­ron que tenía dere­chos, pero no enten­día de qué dere­chos habla­ban. Recién cuan­do lle­gó a la pri­me­ra audien­cia y le con­si­guie­ron un tra­duc­tor, pudo enten­der lo que decía el juez.

La vida comu­ni­ta­ria y las cos­tum­bres al otro lado del encierro

Cuan­do los indí­ge­nas están pri­va­dos de su liber­tad dejan de tener con­tac­to con su len­gua, su cul­tu­ra, su fami­lia, su medio ambien­te y su vida comu­ni­ta­ria. Por esta razón, sus con­di­cio­nes de vul­ne­ra­bi­li­dad y de des­ven­ta­ja son mayo­res que para el res­to de los y las ado­les­cen­tes pri­va­dos de liber­tad. Sin embar­go, estos fac­to­res adi­cio­na­les no son teni­dos en cuen­ta ni por las ins­ti­tu­cio­nes de la Jus­ti­cia ni por los cen­tros de internamiento.

A tra­vés de los tes­ti­mo­nios reco­gi­dos, que­da cla­ro que Méxi­co tie­ne mucho por hacer para brin­dar mejo­res con­di­cio­nes de vida a sus niños y ado­les­cen­tes, espe­cial­men­te a aque­llos que se encuen­tran en cir­cuns­tan­cias de mayor vul­ne­ra­bi­li­dad. El sis­te­ma de jus­ti­cia tie­ne varios pen­dien­tes para pro­por­cio­nar­les a las y los ado­les­cen­tes las herra­mien­tas para poder efec­tuar el trán­si­to hacia la edad adul­ta. Es nece­sa­rio brin­dar­les mejo­res con­di­cio­nes y redu­cir su situa­ción de des­ven­ta­ja en rela­ción con otros jóve­nes del país.

Los rela­tos demues­tran que el Esta­do mexi­cano debe pro­por­cio­nar tra­duc­to­res, tener en cuen­ta sus his­to­rias de vida y la nece­si­dad de sos­te­ner sus víncu­los fami­lia­res. De no hacer­lo, esta­rán con­de­nan­do a las y los niños y ado­les­cen­tes indí­ge­nas pri­va­dos de su liber­tad a vivir de mane­ra per­ma­nen­te en con­di­cio­nes de des­ven­ta­ja, sin que logren des­ple­gar todo su poten­cial y sin tener la opor­tu­ni­dad de desa­rro­llar­lo en bene­fi­cio de ellos mis­mos y de la sociedad.

Las his­to­rias de vida for­man par­te de las 73 entre­vis­tas a niños y niñas indí­ge­nas reco­gi­das duran­te 2016 en cen­tros de inter­na­mien­to para ado­les­cen­tes, que se desa­rro­lla­ron en el mar­co de la inves­ti­ga­ción «Nues­tros niños sica­rios» (Fon­ta­ma­ra, 2020) que ana­li­za la corre­la­ción entre las con­di­cio­nes de vul­ne­ra­bi­li­dad de los ado­les­cen­tes y los deli­tos vio­len­tos por lo que habían sido pri­va­dos de su libertad.

*Ele­na Azao­la es antro­pó­lo­ga y psi­co­ana­lis­ta, y ha cola­bo­ra­do duran­te cua­tro déca­das como inves­ti­ga­do­ra del CIESAS en la Ciu­dad de Méxi­co. Ha publi­ca­do múl­ti­ples estu­dios en torno a la par­ti­ci­pa­ción de los jóve­nes en la vio­len­cia, así como sobre las pri­sio­nes y las policías.

Publi­ca­do ori­gi­nal­men­te en Deba­tes Indígenas

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