Argen­ti­na. Cul­tu­ra. Libros, Hogue­ras y Cenizas

Por Mar­ce­lo Val­ko, Resu­men Lati­no­ame­ri­cano, 22 de junio de 2021.

El obis­po levan­tó el brazo

Que­mo en la pla­za los libros

En nom­bre de su Dios pequeño

Hacien­do humo las vie­jas hojas

Gas­ta­das por el tiempo

Pablo Neru­da

A tra­vés del tiem­po, las cul­tu­ras uti­li­za­ron dis­tin­tos meca­nis­mos para alma­ce­nar infor­ma­ción como escri­tu­ra cunei­for­me, jero­glí­fi­ca, alfa­bé­ti­ca o ideo­grá­fi­ca y un modo muy efec­ti­vo para des­truir­la uti­li­zan­do el fue­go. Eso fue lo que ocu­rrió un 26 de junio de 1980 un día don­de la his­to­ria, la peor de las his­to­rias vol­vía a reedi­tar su ros­tro de fue­go. La Dic­ta­du­ra cívi­co-mili­tar-ecle­siás­ti­ca enca­be­za­da por el gene­ral Vide­la, satis­fe­cha con el exter­mi­nio de per­so­nas, hace foco en los libros. En una “reda­da” en el Cen­tro Edi­tor Amé­ri­ca Lati­na cap­tu­ran 24 tone­la­das de pági­nas “sub­ver­si­vas”. Más de un millón y medio de libros fue­ron lle­va­dos en varios camio­nes a un des­cam­pa­do de Saran­dí. Allí, aun­que parez­ca cosa de no creer, un juez fede­ral esta­ba pre­sen­te para super­vi­sar “la orden judi­cial de que­ma”. Y como si esto fue­ra poco, el magis­tra­do man­dó tomar una serie de foto­gra­fías de la hogue­ra don­de ardían milla­res libros con la fina­li­dad de dejar cons­tan­cia de la inci­ne­ra­ción y que no lo acu­sen de haber­los ven­di­do como papel. Boris Spi­va­cow, el edi­tor del CEAL fue obli­ga­do a pre­sen­ciar la que­ma­zón de todo ese cono­ci­mien­to que había pues­to a manos del públi­co a tra­vés de cin­co mil títu­los a pre­cios popu­la­res. Un cono­ci­mien­to redu­ci­do a humo y ceni­za. Cua­tro años antes, el 29 de abril de 1976, el gene­ral Luciano Menén­dez se había ade­lan­ta­do que­man­do unos cen­te­na­res de tex­tos expur­ga­dos de las libre­rías cor­do­be­sas con­si­de­ra­dos “per­ni­cio­sos” por “afec­tar al inte­lec­to y a nues­tro modo de ser cristiano”.

El mie­do al otro, a pen­sa­mien­tos dife­ren­tes inva­ria­ble­men­te infun­de temor y tem­blor. Y más aún, un terror que gene­ra irra­cio­na­li­dad. El hue­vo de la ser­pien­te devie­ne en fana­tis­mo y la per­cep­ción del otro se alte­ra, se con­ta­mi­na de fan­tas­mas y dia­blos. Unas déca­das antes del libro­ci­dio per­pe­tra­do por la Dic­ta­du­ra, el 10 de mayo de 1933 suce­dió otro tan­to en Ber­lín. Bajo la super­vi­sión del minis­tro de pro­pa­gan­da Joseph Goeb­bels, las juven­tu­des hitle­ria­nas que­ma­ron cua­ren­ta mil libros de auto­res con­si­de­ra­dos ¿anti­ale­ma­nes? como Ber­tolt Brech o Erich María Remar­que. Tal locu­ra, ins­pi­ró a Ray Brad­bury su nota­ble nove­la Fah­renheit 451° don­de des­cri­be la resis­ten­cia de una comu­ni­dad en la que cada per­so­na había apren­di­do de memo­ria un tex­to para sal­var­los del exter­mi­nio. Pero el fue­go de la hogue­ra aun vie­ne de más lejos. La espi­ral de terror ante el pen­sa­mien­to plas­ma­do en papel comen­zó cuan­do la impren­ta demo­cra­ti­zó el cono­ci­mien­to. Casi inme­dia­ta­men­te, en 1559 sur­ge el Index Libro­rum Prohi­bi­to­rum, el catá­lo­go de libros prohi­bi­dos por el Vati­cano. Una déca­da antes que fue­ra pro­mul­ga­do el lis­ta­do papal, la Espa­ña Cató­li­ca se ade­lan­ta y crea su pro­pio Index de auto­res, libros e ideas peli­gro­sas. A esa altu­ra la furia irra­cio­nal había cru­za­do el océano atlán­ti­co derra­man­do su vene­no­so temor sobre el cono­ci­mien­to de las cul­tu­ras ame­ri­ca­nas don­de tam­bién ocu­rrie­ron even­tos seme­jan­tes a manos de los “Extir­pa­do­res de ido­la­trías y bestialidades”.

Yuca­tán fue el terri­to­rio don­de actuó fray Die­go de Lan­da de la orden fran­cis­ca­na. Hom­bre de enor­me ener­gía y per­sua­di­do de su misión divi­na apren­dió muy pron­to el idio­ma y lo habla­ba y pre­di­ca­ba como si fue­ra su len­gua mater­na. Esta fue un arma de suma impor­tan­cia en la con­tien­da para des­te­rrar las acti­vi­da­des ido­lá­tri­cas. De Lan­da asu­mió como pocos reli­gio­sos la nece­sa­rie­dad de enmu­de­cer los ves­ti­gios del pasa­do y de silen­ciar las tra­di­cio­nes demo­nía­cas extir­pán­do­las en sus raí­ces más hon­das. Su extre­ma­do celo reli­gio­so para ejer­cer la repre­sión ideo­ló­gi­ca lle­gó a un pun­to álgi­do el acia­go 12 de julio de 1562 cuan­do eje­cu­tó el lla­ma­do Auto de fe de Maní con­de­nan­do a la hogue­ra a los códi­ces mayas en una acción tan devas­ta­do­ra como fue la des­truc­ción de los incu­na­bles que ate­so­ra­ba la biblio­te­ca de Ale­jan­dría. Pero su accio­nar fue aún más allá. Tam­bién per­si­guió y eli­mi­nó a los sacer­do­tes yuca­te­cos, chon­ta­les y lacan­do­nes que sabían inter­pre­tar los gli­fos y las imá­ge­nes. Años antes, en 1530 el fran­cis­cano Juan de Zuma­rra­ga había hecho otro tan­to con todos los escri­tos náhuatl que encon­tró don­de su fana­tis­mo veía aso­mar a Sata­nás por doquier.

Cuan­do Die­go De Lan­da des­cu­bre la ido­la­tría del pue­blo de Maní, reci­be la noti­cia con nota­ble pena, por­que enten­día que ya los indios habían olvi­da­do total­men­te las mañas vie­jas. La vali­dez de las con­ver­sio­nes masi­vas se quie­bra. Se hace evi­den­te que los indí­ge­nas no mani­fes­ta­ban públi­ca­men­te la vene­ra­ción a sus dio­ses, pero las creen­cias se man­te­nían ocul­tas y robus­te­ci­das por el accio­nar de sacer­do­tes posee­do­res de los anti­guos libros de pin­tu­ras. El extir­pa­dor advier­te que fue enga­ña­do y que la ido­la­tría se encuen­tra arrai­ga­da a gran pro­fun­di­dad. Resuel­ve actuar con deci­sión para no echar por tie­rra la labor evan­ge­li­za­do­ra rea­li­za­da has­ta ese enton­ces. Con­ser­var esa his­to­ria demo­nía­ca narra­da en los códi­ces equi­va­lía a con­ta­mi­nar­se con una sim­bo­lo­gía con­tra­ria a las (sus) escri­tu­ras y la posi­bi­li­dad laten­te de que en algún momen­to los indios pudie­ran recu­pe­rar a tra­vés de lo reli­gio­so, sus pro­pios valo­res cul­tu­ra­les. De Lan­da fue impla­ca­ble. Par­tió como un rayo para Maní, a poner reme­dio en tal ido­la­tría y cas­ti­gar tal des­ver­güen­za. Atra­pó sacer­do­tes vivos y a otros que habían muer­to los des­en­te­rró y arro­jo a las fie­ras por apos­ta­tas de la san­ta fe, cap­tu­ro ade­más miles de ído­los y vasi­jas sos­pe­cho­sas y al menos 27 códi­ces de his­to­ria­les de carac­te­res anti­guos. Deje­mos al clé­ri­go sin­te­ti­zar los moti­vos del auto de fe: Usa­ban tam­bién esta gen­te de cier­tos carac­te­res o letras con las cua­les escri­bían en sus libros sus cosas anti­guas y sus cien­cias, y con ellas, y figu­ras, y algu­nas seña­les en las figu­ras enten­dían sus cosas, y les daban a enten­der y ense­ña­ban. Hallá­mos­les gran núme­ro de libros de estas sus letras, y por­que no tenían cosa en que no hubie­se supers­ti­cio­nes y fal­se­da­des del demo­nio; se los que­ma­mos todos, lo cual sin­tie­ron a mara­vi­lla y les dio mucha pena.

Con­vie­ne dete­ner­se en la últi­ma ora­ción, per­ver­sa y sinies­tra sin dudas, pero que encie­rra una cons­te­la­ción de pis­tas y posi­bi­li­ta refle­xio­nar sobre una cues­tión. Ana­li­ce­mos algu­nos aspec­tos. Men­cio­na sobre el gran núme­ro de libros. Es digno de men­ción que el extir­pa­dor de ido­la­trías no ten­ga impe­di­men­to alguno en afir­mar aque­llo que nues­tra his­to­ria cóm­pli­ce nie­ga: tenían libros. De Lan­da no tie­ne pro­ble­mas en afir­mar lo con­tra­rio dado que los está vien­do, los tie­ne fren­te a sus ojos, es más, sus ayu­dan­tes los están amon­to­na­dos, pre­pa­ran­do una gran pira con ellos. Un sacro teó­lo­go como Joseph de Acos­ta mucho más sutil cri­ti­ca el accio­nar de este “doc­tri­ne­ro de un celo necio que sin saber que­rer ni aun que­rer saber las cosas de los pare­cio­le que todo aque­llo debían de ser hechi­zos y arte de magia, y por­fió que se habían de que­mar y que­ma­ron­se aque­llos libros, lo cual sin­tie­ron des­pués no solo los indios sino espa­ño­les curio­sos que desea­ban saber secre­tos de aque­lla tierra”.

Las cul­tu­ras meso­ame­ri­ca­nas poseían sopor­tes pic­to e ideo­grá­fi­cos para plas­mar repre­sen­ta­cio­nes sim­bó­li­cas estan­da­ri­za­das. Sin embar­go, según los his­to­ria­do­res ofi­cia­les la Amé­ri­ca indí­ge­na no con­si­guió tras­pa­sar la pre-his­to­ria. Como sabe­mos, la his­to­ria comien­za con la escri­tu­ra. Pese a prue­bas seme­jan­tes, arro­jan a nues­tras cul­tu­ras del otro lado de la raya que tra­zan los due­ños del mun­do. Some­ter pue­blos incul­tos es menos arbi­tra­rio, menos cul­pó­geno. Cual­quier pre­tex­to es váli­do cuan­do lo que pri­ma es el capi­tal. A todo tran­ce nos man­tie­nen del otro lado. Somos pre-his­tó­ri­cos, no tuvi­mos escritura.

Como si fue­ra un eco de Ale­jan­dría, Yuca­tán o Ber­lín que no se dilu­ye, la his­to­ria reto­ma el odio en el bal­dío de Saran­dí. Los libros amon­to­na­dos por los sol­da­dos fue­ron rocia­dos con naf­ta y el juez fede­ral dio la orden de encen­der la antor­cha. Para los neo extir­pa­do­res con­te­nían fal­se­da­des y cosas del demo­nio. Fren­te a las atro­ci­da­des de la Dic­ta­du­ra de la que se cum­plen 40 años, la des­truc­ción de libros pare­ce un tema menor. Pero el lis­ta­do del dolor no lo cree así. ¡Cómo habrá sufri­do el edi­tor obli­ga­do a pre­sen­ciar la hogue­ra! Un dolor simi­lar al que expe­ri­men­ta­ron los vie­jos sacer­do­tes for­za­dos antes de morir a pre­sen­ciar la des­apa­ri­ción de los pre­ci­sos códi­ces. Recuer­do que una sola vez le pre­gun­té a Osval­do Bayer que sin­tió al aban­do­nar su biblio­te­ca cuan­do mar­chó al exi­lio debi­do a la ame­na­za de muer­te de la Tri­ple A duran­te el gobierno de Isa­bel Perón. Me miro fijo, movió la cabe­za con pesa­dum­bre y se hizo un pesa­do silen­cio. Humo, hogue­ra, exi­lio, silencio.

Boris Spi­wa­cov, des­pués de la des­truc­ción de la tota­li­dad del mate­rial de su edi­to­rial, man­tu­vo a flo­te como pudo al CEAL, el dine­ro que entra­ba lo des­ti­na­ba a insu­mos: tin­ta y papel. No reti­ra­ba nada para sí, pero el gol­pe eco­nó­mi­co fue devas­ta­dor. Final­men­te las deu­das lo con­su­mie­ron y la edi­to­rial cerró sus puer­tas. En mi biblio­te­ca ate­so­ro alguno de sus tex­tos y poseo casi com­ple­ta la colec­ción de “His­to­ria de Amé­ri­ca en el siglo XX”. Spi­wa­cov, un patrio­ta de la talla de Bel­grano o Cas­te­lli, como ellos cre­yó en una Patria Gran­de y Jus­ta que sería cons­trui­da y libe­ra­da por la edu­ca­ción ver­da­de­ra y como ellos murió en la com­ple­ta pobre­za y bas­tan­te olvi­da­do. En la actua­li­dad solo sub­sis­ten tres códi­ces mayas y cada tan­to en vie­jas libre­rías, tro­pie­zo con algún tex­to del CEAL. Lo abro, con­tem­plo, per­ci­bo olor a hume­dad que bro­ta de esas pági­nas ama­ri­llen­tas y son­río ante el sobre­vi­vien­te. Por suer­te, la his­to­ria es lar­ga y aun­que algu­nos derro­tis­tas no lo crean, esto recién comien­za. Es len­to, pero viene…


[1]. Autor de nume­ro­sos tex­tos como Caza­do­res de Poder, Pedes­ta­les y Pron­tua­rios, El malón que no fue y Peda­go­gía de la Des­me­mo­ria. Una ver­sión más bre­ve fue publi­ca­da por Sudes­ta­da N° 142.

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