Boli­via. El cora­je de Domi­ti­la, es el cora­je del pueblo

Por San­ti Espi­no­za, Resu­men Lati­no­ame­ri­cano, 15 de mar­zo de 2021.

Hace 9 años, el 12 de mar­zo de 2012, falle­cía una gran lucha­do­ra revo­lu­cio­na­ria boli­via­na, Domi­ti­la Chun­ga­ra. De allí este recor­da­to­rio sobre lo que sig­ni­fi­có su ejem­plo para los más humil­des, a tra­vés de dos tex­tos elocuentes.

Para algu­nos de quie­nes naci­mos ya en demo­cra­cia, con el movi­mien­to obre­ro-mine­ro sepul­ta­do y las botas mili­ta­res arrin­co­na­das en sus cuar­te­les, las luchas sin­di­ca­les y ciu­da­da­nas con­tra las dic­ta­du­ras y los hom­bres y las muje­res que las pro­ta­go­ni­za­ron siem­pre nos han lle­ga­do cubier­tas de una bru­ma a momen­tos impe­ne­tra­ble, una veces más car­ga­da de his­to­ri­cis­mo y otras más de leyen­da. De ahí el valor de los docu­men­tos tes­ti­mo­nia­les que, inca­pa­ces de adop­tar la mira­da pre­ten­di­da­men­te neu­tral de los his­to­ria­do­res, pero tam­bién des­po­ja­dos de la voca­ción más legen­da­ria de las narra­cio­nes ora­les de corri­llo, nos han per­mi­ti­do cono­cer, casi de pri­me­ra mano, los epi­so­dios de resis­ten­cia ante los regí­me­nes mili­ta­res, sin aho­rrar­nos el mie­do, el dolor, la bron­ca y la indig­na­ción que supie­ron para­li­zar y movi­li­zar a los boli­via­nos en aque­llos años. 

Es a esos docu­men­tos tes­ti­mo­nia­les a los que cabe vol­ver en estos momen­tos en que se ha mar­cha­do Domi­ti­la Chun­ga­ra, la his­tó­ri­ca diri­gen­te del Comi­té de Amas de Casa Mine­ras que enfren­tó a más de un gobierno de fac­to, sobre­vi­vió a su vio­len­cia y has­ta hizo caer a uno de los más cons­pi­cuos dic­ta­do­res. Hay que vol­ver a su tes­ti­mo­nio en el ya clá­si­co e “hiper­pi­ra­tea­do” libro Si me per­mi­ten hablar (1980), de Moe­ma Viez­zer, o al que lo reco­ge el menos cono­ci­do Aquí tam­bién Domi­ti­la (1984), escri­to por David Ace­bey. Y si de docu­men­tos tes­ti­mo­nia­les se tra­ta, cómo no vol­ver a El cora­je del pue­blo (1971), la pelí­cu­la de Jor­ge San­ji­nés en la que se recrea la “masa­cre de San Juan” de 1967, en el cen­tro mine­ro de Siglo XX, en la que el gobierno de René Barrien­tos barrió con gran par­te de los tra­ba­ja­do­res que se habían reu­ni­do en el lugar para mani­fes­tar su apo­yo a la gue­rri­lla del “Che”. Este fil­me resul­ta fun­da­men­tal para apro­xi­mar­nos a la figu­ra de Domi­ti­la, pues tie­ne un valor docu­men­tal adi­cio­nal, úni­co y dis­tin­ti­vo fren­te a otros: nos per­mi­te ver y escu­char a la mujer en su face­ta más coti­dia­na, pero tam­bién estan­do inmer­sa en el fra­gor de la resis­ten­cia. No es que Chun­ga­ra sea la pro­ta­go­nis­ta abso­lu­ta del ter­cer lar­go de San­ji­nés ni mucho menos. Pero no deja de sor­pren­der que, inclu­so sien­do varias las his­to­rias que se recrean y cuen­tan en la cin­ta, Domi­ti­la las atra­vie­se todas o casi todas con su figu­ra ancha, mater­nal, tier­na y aguerrida.

Así pues, en El cora­je del pue­blo vemos a Domi­ti­la en acción como la mujer que reco­rre las calles del pue­blo has­ta lle­gar a su humil­de hogar para hacer las labo­res de casa. Es la mujer que nun­ca deja de ser madre, que casi siem­pre lle­va una wawa en bra­zos, inclu­so cuan­do toca enfren­tar­se a los empre­sa­rios mine­ros o cuan­do hay que hacer huel­ga. Es la mujer que asu­me su rol de lucha­do­ra sin­di­cal como una pro­lon­ga­ción de su con­di­ción de madre, como el medio con el que ha de garan­ti­zar la super­vi­ven­cia de los suyos. Es la mujer que se pelea has­ta impo­ner­se con el jefe de la pul­pe­ría don­de ya no encuen­tran insu­mos para ali­men­tar a sus hijos. Es la mujer que no se deja ame­dren­tar con el super­vi­sor de la empre­sa mine­ra que la acu­sa a ella y a sus com­pa­ñe­ras de pro­ta­go­ni­zar una huel­ga polí­ti­ca y no así sin­di­cal. Es la mujer que inter­pe­la a los pro­pios mine­ros varo­nes, cali­fi­cán­do­los de cobar­des y “momias” por su pasi­vi­dad ante los atro­pe­llos que sufren a manos de los empre­sa­rios mine­ros. Es la mujer que, en el momen­to de la masa­cre, lucha con­tra un mine­ro borra­cho para qui­tar­le el fusil con el que, en su esta­do, más daño se haría a él que a los sol­da­dos. Es la mujer que, al día siguien­te de la san­grien­ta matan­za, mar­cha silen­cio­sa­men­te en la carro­ce­ría de una camio­ne­ta mili­tar, camino a la pri­sión segu­ra­men­te, sin des­pren­der­se en nin­gún momen­to de su wawa. Y es, cómo no, la mujer que, si le per­mi­ten hablar, es capaz de sol­tar en la cin­ta un par­la­men­to tan sen­ci­llo, hones­to, con­mo­ve­dor y potente:

“Mi padre, des­de muy peque­ña, siem­pre nos decía que las muje­res tene­mos el mis­mo dere­cho que los varo­nes. Siem­pre sobre esa idea nos ha cria­do a noso­tros. Pre­ci­sa­men­te, por la fal­ta de dine­ro y por las situa­cio­nes difí­ci­les, fue una mujer la que me dijo que yo podía ingre­sar a esta orga­ni­za­ción de las amas de casa, que qui­zá así podría con­se­guir tra­ba­jo. Pero ya, des­de más antes, veía­mos que (la orga­ni­za­ción de) las amas de casa fun­cio­na­ba en bien de los tra­ba­ja­do­res. Vine (a la orga­ni­za­ción), prác­ti­ca­men­te, por inte­rés, pero ya, una vez den­tro, me comen­cé a dar cuen­ta que era nece­sa­rio lle­var ade­lan­te la orga­ni­za­ción feme­ni­na. De ahí es que me tocó la peor eta­pa, tal vez, de vivir en la épo­ca del ‘barrien­tis­mo’ al diri­gir a las mujeres”.

La pre­sen­cia de Domi­ti­la Chun­ga­ra es, pues, uno de los pun­tos más altos de El cora­je del pue­blo, esa autén­ti­ca pie­za de cine de gue­rri­lla que, a más de 40 años de su estreno, res­pi­ra aún una genui­ni­dad y una ver­dad incon­tes­ta­bles en cada uno de sus pla­nos. Ver y escu­char a la diri­gen­te de las amas de casa mine­ras en la pan­ta­lla es una razón más, y no cual­quie­ra, para revi­si­tar el fil­me. Y cla­ro, es una bue­na mane­ra de recor­dar­la y de man­te­ner vivo su lega­do de lucha.

DOMITILA Y EL CORAJE DEL PUEBLO BOLIVIANO

“Me agi­to en el vien­tre de una madre y mi llan­to anun­cia mi naci­mien­to y mi pro­tes­ta anti­ci­pa­da. Naz­co.”
César Ver­du­guez Gómez, escri­tor pace­ño, ‘En la mitad del fin’.

Domitila Chungara, la conquista de la democracia en Bolivia

Se pre­sen­tó: “Me lla­mo Domi­ti­la Barrios Cuen­ca por­que cuan­do una se casa en Boli­via siem­pre lle­va el ape­lli­do del mari­do: Chun­ga­ra, y yo no lo lle­vo”.
“Soy hija de un cam­pe­sino de Tole­do, un pue­bli­to peque­ño al lado de Oru­ro. Has­ta que lo man­da­ron a la gue­rra con el Para­guay, mi padre cria­ba ove­jas. Cuan­do regre­só los ani­ma­les habían muer­to, ya no tenía nada y se fue a tra­ba­jar a la mina Siglo XX con la inten­ción de ganar­se un buen dine­ri­to para com­prar ove­jas y vol­ver a su pue­blo otra vez.”
Pero el des­tino fue otro. “Las minas siem­pre están en las cor­di­lle­ras más altas don­de no hay ni siquie­ra mer­ca­do. El patrón hacía lle­var ali­men­tos y les ven­día a los obre­ros. Pero nun­ca lo nece­sa­rio, siem­pre muy poco. Y si les había pro­me­ti­do que les iba a pagar diez pesos por día, les daba cin­co. Y enci­ma los obre­ros le debían el trans­por­te, las botas que le die­ron y algu­na otra cosi­ta más. Des­de el prin­ci­pio esta­ban deu­do­res. Allí se casó con mi madre. Yo nací en Siglo XX, en la mina.”
Siglo XX era el cam­pa­men­to mine­ro más gran­de de Boli­via y sus tra­ba­ja­do­res los más com­ba­ti­vos del país. Más intere­sa­dos que en la deca­den­te extrac­ción de pla­ta, los lla­ma­dos “baro­nes del esta­ño” ‑Hochs­child, Ara­ma­yo y Simón Pati­ño, que lle­gó a ser el quin­to hom­bre más rico del mundo‑, pusie­ron sus manos enci­ma del mine­ral y de los gobier­nos bolivianos.

“Mi madre, al tener su quin­to hijo, le hicie­ron una cesá­rea y murió. Yo tenía enton­ces diez años. Cin­co hijos nos dejó y la huahua recién naci­da. Todas muje­res. Y yo era la mayor”.
Uno de los pri­me­ros recuer­dos de Domi­ti­la se refie­re a los comen­ta­rios de la gen­te que iba a dar­les el pésa­me y veía que las hijas de la muer­ta eran sólo muje­res. “Mué­ran­se, hiji­tas. Para qué sir­ven… Las muje­res no sir­ven… A esta vida hemos veni­do a sufrir… Cin­co mujer­ci­tas habían sido… Mué­ran­se mami­tas… Hom­bres y muje­res, en la puer­ta del cemen­te­rio, al des­pe­dir­se nos decían así, toda la gente.Y me puse a llo­rar dicien­do: ¿Para qué habré naci­do yo mujer?, igual que la mamá vamos a morir.”
“Cuan­do le diji­mos: ‑Papi­to, ¿para qué hemos naci­do muje­res noso­tros? […] Aho­ra vamos a morir igual que la mamá. -¿Quién ha dicho eso? –nos dice él. – Gen­te igno­ran­te, ¿para qué hacen caso? ¡Uy! Mi papá se ha eno­ja­do: Enton­ces mi papá nos dice que nos pare­mos fren­te a él. Y nos para­mos. —Míren­me bien de fren­te. Yo soy hom­bre –nos dice. ‑Sí, papá. ‑Uste­des son muje­res. Ten­go dos ojos, ¿uste­des tie­nen? –nos pre­gun­ta. Nos hemos toca­do. ‑Sí, papi­to. Sí tene­mos. -¿Tie­nen una nariz? ‑Sí, papá. -¿Boca? ¿Dien­tes? ‑Sí. -¿Ten­go dos bra­zos? ‑Sí. -¿Ten­go dos pier­nas? ‑Sí. -¿Y qué les fal­ta? ¿Por qué no van a poder hacer nada? Tie­nen igual que el hom­bre, todo. ‑Pero no, somos muje­res… ‑Sí, son muje­res. Pero hay una gran dife­ren­cia –dice mi padre y se pone así, de cucli­llas, se saca la gorra y me dice: ‑A ver hiji­ta, toca mi pelo. Su cor­te era mili­tar y enton­ces le toco. -¡Uy!, tu pelo pin­cha –le digo. Y me dice: -¿Ves? La mujer tie­ne el cabe­llo lar­go, sua­ve, que pue­den ador­nar con cin­tas, con flo­res, lo más her­mo­so tie­nen las muje­res, los hom­bres somos feos”.

Domi­ti­la tie­ne pre­sen­te que “las muje­res no man­da­ban a sus hijas a la escue­la. Así era como se dis­cri­mi­na­ba. Pero mi padre siem­pre decía que había que estu­diar, que había que leer. Mi madri­na, no. Ella decía que la escue­la era para man­dar car­tas a los novios. Pero mi papá habló con el geren­te y le supli­có que nos die­ra per­mi­so para ir a la escue­la. De cien alum­nos ochen­ta eran varo­nes y vein­te, chi­cas. Nin­gu­na era hija de obreros.”

“Un día mi papá me anun­ció que se iba lejos, de comi­sión. Había com­pra­do víve­res. Me pidió que cui­da­ra a mis her­ma­nas y me dijo que si se aca­ba­ba el ali­men­to saca­ra la pla­ta nece­sa­ria para com­prar más. Al día siguien­te cuan­do fui a la pul­pe­ría a reco­ger car­ne, vi las calles desier­tas. Hacía un frío fuer­te y pare­cía oscu­ro. Las muje­res sen­ta­das en las calles, llo­ran­do. Decían que había gue­rra en Boli­via, que los hom­bres habían ido a luchar. Poco des­pués, una maña­na, empe­za­ron a tocar las cam­pa­nas, las sire­nas y la gen­te salía y gri­ta­ba ‘¡Hemos gana­do! ¡Hemos gana­do!’ Había sido la revo­lu­ción de 1952.

“La gen­te decía: ‘¡Hemos des­trui­do al Ejér­ci­to! ¡Ya lle­gan los mine­ros!’ Y a la noche, lle­gó pri­me­ro la ban­da con sus estan­dar­tes, lue­go los diri­gen­tes del Movi­mien­to Nacio­na­lis­ta Revo­lu­cio­na­rio y, todos en fila, con sus guar­da­to­jos bri­llan­do, varias filas de mine­ros. En la quin­ta, esta­ba mi papá con su fusil cru­za­do. Noso­tras nos meti­mos por deba­jo de los pies de la gen­te y lo aga­rrá­ba­mos: ‘Papi, papi’. Me miró con mucha ale­gría y me dijo: ‘Hemos gana­do, hiji­ta, nun­ca más aho­ra los niños van a andar des­cal­zos’. Y empe­za­ron las medi­das eco­nó­mi­cas para los obre­ros: bonos de pro­duc­ción, sub­si­dio fami­liar, cajas segu­ro social. Ya todos podía­mos ir al hospital…”

“En el año ’63, el gobierno se había entre­ga­do com­ple­ta­men­te al Fon­do Mone­ta­rio Inter­na­cio­nal. Hubo una asam­blea de la Fede­ra­ción de Mine­ros para deci­dir si rom­pía con el MNR. Hubo una embos­ca­da y apre­sa­ron a varios diri­gen­tes, entre ellos a Fede­ri­co Esco­bar. Jus­to en ese momen­to había unos nor­te­ame­ri­ca­nos en Cata­vi. Cuan­do se supo sobre la embos­ca­da, a la noche, los obre­ros apre­sa­ron a los grin­gos y los lle­va­ron a la pla­za para col­gar­los. Les decía­mos: ‘¿Qué vie­nen a hacer aquí, a ase­si­nar a los diri­gen­tes? Aho­ra van a morir uste­des’. Y los grin­gos llo­ra­ban. Ya esta­ban ponien­do las cuer­das para col­gar­los cuan­do una seño­ra peque­ñi­ta dijo: ‘Com­pa­ñe­ros, no nos deja­re­mos lle­var por la ira. No sabe­mos si nues­tros diri­gen­tes están vivos o muer­tos. Yo sugie­ro que ten­ga­mos a los grin­gos de rehe­nes para can­jear­los por nues­tros diri­gen­tes si es que están vivos. Si están muer­tos, ni modo, col­ga­mos a éstos’. La seño­ra era del sin­di­ca­to de Amas de Casa y me dijo si no que­ría hacer guar­dia con ellas para vigi­lar a los gringos.

“Yo por enton­ces tenía tres hijos peque­ños y dije que no podía. La seño­ra que se lla­ma­ba Nor­ber­ta y era la secre­ta­ria gene­ral de las Amas de Casa me dijo enton­ces: ‘Yo tam­bién ten­go hijos peque­ñi­tos’ y me lle­vó a una sala lle­na de huahuas por todos los lados. Mi mari­do, que escu­chó todo, me dijo, des­pre­cián­do­me, que no le hicie­ra per­der tiem­po a la seño­ra y que me fue­ra a casa a coci­nar que él se que­da­ba. Me dio tan­ta rabia que, aun­que no esta­ba con­ven­ci­da de par­ti­ci­par, le dije a Nor­ber­ta: ‘Anó­te­me los tres turnos’.

“Un día vino Nor­ber­ta y dijo que los nor­te­ame­ri­ca­nos iban a venir con su tro­pa más espe­cia­li­za­da, en heli­cóp­te­ros, a res­ca­tar a los grin­gos. ‘Nos van a matar y van a sacar a los grin­gos’, nos dijo. El sin­di­ca­to orde­nó a todos lle­var comi­da y agua e irse a res­guar­dar a la mina. Pero la direc­ti­va de las Amas de Casa, res­pon­sa­ble de vigi­lar a los grin­gos, dijo que se que­da­ba. Yo me sen­tí una mise­ra­ble por­que había pen­sa­do en irme. Ahí fue mi mari­do que me dijo: ‘Hay que seguir has­ta el final. Yo no quie­ro que mis hijos se que­den huér­fa­nos. Si vamos a morir nos que­da­mos la fami­lia ente­ra, pues. Nadie va a decir que noso­tros hemos trai­cio­na­do’. Enton­ces, todo mi mie­do desapareció.

Todas las muje­res dis­pues­tas a morir. Deba­jo del pon­cho tenía­mos car­tu­che­ras con dina­mi­ta. La seño­ra Nor­ber­ta se lo expli­có a los grin­gos: ‘Sabe­mos que esta noche van a venir a res­ca­tar­los en heli­cóp­te­ros. No los vamos a lar­gar. Uste­des tie­nen mucho que per­der, noso­tras nada, solo nues­tra pobre­za y nues­tro sufri­mien­to. Nos vamos a abra­zar a uste­des, vamos a encen­der las mechas y nos vamos a volar todos aquí’. Y les mos­tra­mos los car­tu­chos. ¡Guay! Los grin­gos se asus­ta­ron. Llo­ra­ban y pedían un telé­fono por favor. Esa noche fue la noche más tris­te, más lar­ga. Pen­sa­ba en la fami­lia, en mi padre. Pero los grin­gos habla­ron por telé­fono y no hubo ni ejér­ci­to ni helicópteros. 

Final­men­te, se lle­gó a un acuer­do con los diri­gen­tes que esta­ban pre­sos en La Paz y se libe­ra­ron a los grin­gos. Yo me sen­tí feliz, me sen­tí gran­de de com­par­tir con esas muje­res dis­pues­tas a morir, pero jamás ren­dir­se. Ese recuer­do me ha dado siem­pre valor: así tie­ne que ser el com­pro­mi­so con el pueblo”.

Era el año 1977. “Está­ba­mos can­sa­das de tan­ta per­se­cu­ción, de tan­ta repre­sión. Un día se me acer­ca la seño­ra Auro­ra de Lora, espo­sa de un diri­gen­te trots­kis­ta y me cuen­ta que han deci­di­do enfren­tar al gobierno. El plan era ini­ciar una huel­ga de ham­bre en La Paz en Navi­dad. Y lue­go irían sumán­do­se otros luga­res de Boli­via. Lo plan­tea­mos en un con­gre­so a los dele­ga­dos de todos los dis­tri­tos mine­ros pero los hom­bres nos tira­ban los pla­nes para aba­jo. ‘No se va a poder, que Ban­zer es tan fuer­te que esta­mos yen­do a la muer­te, que esto y que lo otro.’ Enton­ces lle­gó el momen­to de la deci­sión. Los que diri­gían la asam­blea dije­ron que los que esta­ban de acuer­do con la huel­ga de ham­bre se pusie­ran de un lado y los que no esta­ban de acuer­do en el otro. ¿Pue­de creer­me si le digo que éra­mos cien­tos de per­so­nas pero sólo cin­co que­da­mos del lado de la huel­ga de ham­bre? Cin­co y nadie más. Nadie, nadie, nadie, nadie.

“Le con­ta­mos que el pue­blo esta­ba can­sa­do de pasar ham­bre, de injus­ti­cias y que había un gru­po de muje­res que se había deci­di­do a hacer una huel­ga de ham­bre res­pal­da­da por… por el pue­blo. A mí me die­ron todo el apo­yo, todo el res­pal­do para hacer decla­ra­cio­nes a la pren­sa. Y así fue. Empe­za­mos con un gru­po en La Paz. Lue­go vino un segun­do. Más tar­de otro y otro más”.
Recuer­da Domi­ti­la como “meses des­pués, la Cen­tral Obre­ra decre­tó huel­ga por tiem­po inde­fi­ni­do has­ta que cayó uno de los mili­ta­res más san­gui­na­rios que cono­ció Boli­via. Ban­zer par­ti­ci­pó jun­to con los dic­ta­do­res de Argen­ti­na, Chi­le, Uru­guay y Bra­sil en el Plan Cón­dor, un méto­do sis­te­má­ti­co de cola­bo­ra­ción para la des­apa­ri­ción y el ase­si­na­to de los opo­si­to­res de los paí­ses de Cono Sur sin impor­tar en cuál de ellos se encon­tra­ran. En el caso de Boli­via, ade­más, se encon­tra­ron cel­das de tor­tu­ra y res­tos huma­nos en los sóta­nos del Minis­te­rio de Interior”.

No hay recuer­do más tris­te para un mine­ro boli­viano que lo que lla­man ‘la relo­ca­li­za­ción’, “un des­tie­rro vio­len­to orga­ni­za­do por el últi­mo gobierno de Víc­tor Paz Estens­so­ro, el hom­bre que fue cua­tro veces pre­si­den­te de Boli­via, la pri­me­ra con la Revo­lu­ción del ’52 y la últi­ma, con el bochor­no­so gobierno que ins­ta­ló el neo­li­be­ra­lis­mo (1985−1989). Los mis­mos que hicie­ron la Revo­lu­ción vol­vie­ron en el ’85 y apro­ba­ron el decre­to 21.060 con el que nos botan a todos.

“Y otra vez sin tra­ba­jo, sin casa, sin escue­la. En noven­ta días había que des­ocu­par la vivien­da. Me vine a Cocha­bam­ba”, expli­ca Domi­ti­la. En las minas empe­za­ron a enviar car­tas de des­pi­do, pri­me­ro a los más anti­guos y des­pués a los otros. A René, mi com­pa­ñe­ro, tam­bién le man­da­ron la car­ta. Ellos decían: ‘Ya pasó la era del esta­ño. Así que… ¡sal­gan de aquí, váyan­se!’ Y así los obli­ga­ron a salir. Más de 30 mil mine­ros pasa­ron por eso. ¡Nun­ca se había vis­to una cosa igual en Bolivia!Por la relo­ca­li­za­ción daban una indem­ni­za­ción mise­ra­ble. Al papá de mis hijos por trein­ta años de tra­ba­jo le die­ron seis mil boli­via­nos que era equi­va­len­te a tres mil dóla­res. Él se sepa­ró de noso­tros, se fue con otra mujer y no nos dio nada. Enton­ces yo me vine con mis hijos a Cocha­bam­ba por­que acá tenía a mis her­ma­nas. Fue una eta­pa bien tris­te. Tuvi­mos mucho ham­bre. Noso­tras éra­mos vie­jas. Cada quien por su lado tuvo que salir. La mayor par­te se fue a la Argen­ti­na. Sobre todo los hom­bres se fue­ron y deja­ron a sus fami­lias aquí. Muchos no se han vuel­to a jun­tar nun­ca más.”

Pero Domi­ti­la, no se rin­dió. “Enton­ces me di cuen­ta de que en el país que hacía fal­ta la for­ma­ción polí­ti­ca. Los mine­ros esta­ban solos: los cam­pe­si­nos tam­bién. Empe­cé a dar char­las, me di cuen­ta de que era nece­sa­rio seguir la lucha. Enton­ces crea­mos un peque­ño gru­po que al prin­ci­pio lla­ma­mos Escue­la Móvil, por­que íba­mos a un lado y otro. Lue­go nos hici­mos este lote­ci­to, una casi­ta, aquí un cuar­ti­to. Y empe­za­mos a tra­ba­jar… Hoy ¿lo que más me ale­gra? ¿Sabes qué? Ver tan­ta mujer con la cabe­za levan­ta­da. Para noso­tras no fue fácil. Tenía­mos pri­me­ro que ven­cer nues­tros mie­dos, ven­cer al qué dirá la gen­te, ven­cer a las sue­gras, a los mis­mos hijos, los espo­sos y has­ta los diri­gen­tes… Aho­ra tene­mos muje­res de lucha que par­ti­ci­pan en todo.”

Jus­to antes de su muer­te en mar­zo de 2012, adver­tía: “Aho­ra Evo está en el poder, está alfa­be­ti­zan­do al país. Pero la gen­te nece­si­ta tam­bién la alfa­be­ti­za­ción polí­ti­ca, por­que si no sabe dón­de hay que ir, cómo hay que ir, enton­ces no va a poder apo­yar nun­ca… soy mili­tan­te de la trans­for­ma­ción social. Una trans­for­ma­ción que dé poder real al pue­blo. Una sola per­so­na no cam­bia las cosas. Es el pue­blo, la par­ti­ci­pa­ción de todo el pue­blo, lo que se nece­si­ta. Sí, yo creo en gran mane­ra ha per­di­do el pue­blo el miedo”.

Ese es el camino que tomó Domi­ti­la Barrios Cuen­ca, como cuan­do la invi­ta­ron a dar una char­la en Vilo­co, un cen­tro mine­ro pró­xi­mo a La Paz. Era una asam­blea sobre Dere­chos Huma­nos. Como esta­ba prohi­bi­do reu­nir­se, la gen­te vino así, de a poqui­to. Des­pués fue­ron lle­gan­do, lle­gan­do, y se lle­nó el local. Tras los mur­mu­llos Domi­ti­la tomó la pala­bra: “Com­pa­ñe­ras, com­pa­ñe­ros… quie­ro hacer­les una pre­gun­ta. Dígan­me ¿quién es nues­tro prin­ci­pal enemi­go? Un vecino dijo ¡Ban­zer, ese es!, una veci­na gri­tó ¡El ejér­ci­to, Domi­ti­la!, un vie­jo ape­nas ¡El impe­ria­lis­mo yan­qui!… No com­pa­ñe­ros ‑afir­mó Domi­ti­la- Yo quie­ro decir­les esti­to: nues­tro prin­ci­pal enemi­go es el mie­do. Lo tene­mos adentro”.

Itu­rria /​Fuen­te

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