Méxi­co. Maíz por cha­ta­rra: lo que la pan­de­mia cambió

Por Pau­la Móna­co Feli­pe, Resu­men Lati­no­ame­ri­cano, 02 de julio de 2020

Como con­se­cuen­cia de la emer­gen­cia sani­ta­ria los super­mer­ca­dos en Méxi­co incre­men­ta­ron sus ven­tas un 74 por cien­to, y fue la comi­da pro­ce­sa­da y ultra­pro­ce­sa­da una impor­tan­te mayo­ría de estas ven­tas. Mien­tras que miles de pues­tos calle­je­ros con ali­men­tos fres­cos o sin con­ser­va­do­res, como los de comi­da de maíz, cerra­ron. ¿Cómo se ali­men­ta duran­te el encie­rro un país don­de casi 300 per­so­nas mue­ren cada día de dia­be­tes, por la inges­ta de comi­da cha­ta­rra y bebi­das azucaradas?

Este tex­to es par­te de Boca­do, una red de perio­dis­tas que bus­can hilos entre pla­tos, salud, eco­no­mía y polí­ti­ca. Un afán de Inves­ti­ga­cio­nes comes­ti­bles para coci­nar un pre­sen­te más rico, lim­pio y justo.

Me des­pier­tan los pasos de una ardi­lla sobre el baran­dal del bal­cón. Me des­pier­ta el caer de un fru­to peque­ño, pare­ci­do a un higo, des­de la enre­da­de­ra de nues­tros veci­nos. Escu­cho el can­to de un pája­ro ‑o algún otro ani­mal- duran­te las noches. Y no vivo en el cam­po sino en Ciu­dad de Méxi­co, un mons­truo con vein­ti­dós millo­nes de almas.

Mi casa está en Coyoa­cán, que no es bos­que. Es una zona de calles bas­tan­te tran­qui­las, casas colo­nia­les mez­cla­das con otras más nue­vas y gran­des árbo­les de tron­cos que muchas veces ocu­pan la mitad de la vere­da. Un barrio pri­vi­le­gia­do, resi­den­cial, que sin embar­go no esca­pa a la locu­ra de una gran ciu­dad con sus auto­bu­ses, esta­cio­nes de metro y pues­tos de ven­ta ambu­lan­te en muchas esqui­nas. Coyoa­cán tie­ne un mer­ca­do rui­do­so y una pla­za con vida pue­ble­ri­na. Por las tar­des y sobre todo en fines de sema­na, muchas per­so­nas lle­gan a tomar café, comer chu­rros, elo­tes, que­sa­di­llas. Aho­ra el bulli­cio se apa­gó, ence­rra­dos en nues­tros hoga­res para fre­nar el aumen­to de con­ta­gios de covid-19.

Entre los silen­cios de mi barrio hay uno que sien­to más: el que se pro­du­ce en el espa­cio vacío don­de esta­ba la seño­ra que ven­de tla­co­yos de maíz azul; en la esqui­na don­de se para­ba la fami­lia que ven­de elo­tes y esqui­tes; en el pasi­llo del mer­ca­do don­de una mujer ven­día tor­ti­llas hechas a mano. Fal­ta la comi­da calle­je­ra, una par­te esen­cial del Méxi­co pro­fun­do y popu­lar que da ali­men­to y tra­ba­jo a millo­nes de per­so­nas aun­que nadie sabe a cuán­tos. Un mun­do tan visi­ble como jamás cuan­ti­fi­ca­do en estadísticas.

Los tla­co­yos son una tor­ti­ta ova­la­da, una espe­cie de ojo de maíz, con relle­nos varia­dos. Aquí la seño­ra los ofre­cía de fri­jo­les y reque­són. Ele­gi­do el relleno, lo asa­ba sobre el comal que es una plan­cha de hie­rro. Lo cubría con cebo­lla, jito­ma­te, cilan­tro y nopal (la hoja del cac­tus), sal­sa de chi­le y que­so ralla­do o cre­ma, a gus­to del la clien­te­la. El tla­co­yo es una comi­da pre­his­pá­ni­ca que se ven­de des­de hace siglos. Exis­tía en la Gran Tenoch­titlán, en el siglo XIV, y des­de enton­ces fue un gran éxi­to por­que se trans­por­ta fácil, ha dicho el his­to­ria­dor Alfre­do López Austin.

En la esqui­na de mi barrio deso­la­do no están la seño­ra ni su ayu­dan­te, que creo es su espo­so. Ella coci­na­ba de pie, sin pau­sa, nun­ca la vi sen­ta­da. Ama­sa­ba los tla­co­yos, los coci­na­ba, ser­vía y entre­ga­ba. Su espo­so cobra­ba. Así era la diná­mi­ca en su mini­res­tau­ran­te improvisado.

Una cua­dra más allá hay otra esqui­na vacía don­de esta­ba el pues­to de elo­tes. Por las noches yo lle­ga­ba acom­pa­ñan­do a Miguel y a nues­tro hijo Cami­lo, siem­pre con la adver­ten­cia de ‘no ten­go ham­bre’, pero aca­ba­ba yén­do­me con un her­mo­so elo­te blan­co o un vasi­to de esqui­tes. En tem­po­ra­da de llu­vias ven­dían maíz cacahua­zintle, una deli­cia que si algu­na vez pro­bas­te ya nun­ca podrás dejar. Son mazor­cas gran­des de gra­nos dis­pa­re­jos, gor­dos, cremosos.

Las dos esqui­nas están vacías, esas fami­lias ausen­tes: ¿cómo vivi­rán?, ¿de qué, si ya no ven­den?, ¿vol­ve­rán a ofre­cer sus pro­duc­tos de maíz des­pués de este tiem­po extra­ño o ya habrán cam­bia­do hacia otro rubro para subsistir?

“Somos de comi­da callejera”

En días de con­fi­na­mien­to, el silen­cio de mi barrio se repro­du­ce en todas las esqui­nas de la ciu­dad. Fal­tan aro­mas y soni­dos de la comi­da callejera.

El cilan­tro, que está en todas las sal­sas. El chi­le asán­do­se, que hace picar la gar­gan­ta aun­que solo pases cer­ca. El maíz en el comal, un olor tan per­fec­to que no logro describirlo.

El humo del asa­do, la fri­tu­ra que no se pue­de igno­rar, el vaho infa­li­ble del trom­po de tacos al pas­tor, siem­pre ins­ta­la­do en la fron­te­ra entre la taque­ría y la vere­da para atra­par a quien vaya pasan­do. Las 24 horas, por­que en Méxi­co el almuer­zo pero tam­bién la cena y el desa­yuno están en las calles, sin hora­rios fijos.

Hay quie­nes caen ren­di­dos ante una car­ne dorán­do­se y quie­nes no pue­den con el dul­zor de un tamal al her­vir (la gua­jo­lo­ta, un tamal aden­tro un pan, es el desa­yuno pre­fe­ri­do de los alba­ñi­les). Muchos se tien­tan tam­bién ante las tan­tí­si­mas pro­pues­tas de los tacos de gui­sa­do: papas con cho­ri­zo, chi­le poblano con cre­ma, flor de cala­ba­za con cebo­lla, que­li­tes o huitla­co­che, el hon­go que sale al maíz en tiem­pos de lluvia.

En estos días de pan­de­mia, tam­po­co están los carri­tos de fru­ta don­de al paso se con­si­guen man­gos cor­ta­dos como flo­res, pepi­nos, san­días, jíca­ma en reba­na­das con limón y chi­le. La lis­ta de ausen­cias es infi­ni­ta. ¿Cómo exis­te aho­ra este México?

En Méxi­co “somos de comi­da calle­je­ra. Es noto­rio, evi­den­te pues, si tú vas cami­nan­do por las calles, cuan­tí­si­ma gen­te come ahí”, dice Cris­ti­na Barros, escri­to­ra y maes­tra, exper­ta en ingre­dien­tes y coci­na mexi­ca­na. Barros cita tes­ti­mo­nios de gen­te comien­do en el tian­guis de Tla­te­lol­co ‑que fue el mayor mer­ca­do comer­cial de los Aztecas‑, des­pués en los años de la Con­quis­ta y en el siglo XIX. De ahí al pre­sen­te, la comi­da en las calles es como una tra­ma que no sólo per­du­ra, cada vez se diver­si­fi­ca más, com­ple­ji­zan­do nues­tra his­to­ria: “Si te vas a los pro­duc­tos de maíz, en efec­to las pre­pa­ra­cio­nes son miles. Sim­ple­men­te de tama­les, hay un rece­ta­rio de cul­tu­ras popu­la­res que men­cio­na a 300 dis­tin­tos y no son nada en rela­ción a todas las opcio­nes que en reali­dad existen”.

Duran­te vein­te minu­tos, Cris­ti­na Barros rela­ta pre­pa­ra­cio­nes deri­va­das de maíz, cacahua­te, ama­ran­to y otros pro­duc­tos ori­gi­na­rios, como los tama­les. En la esqui­na don­de fal­ta la seño­ra que los ven­día, sin embar­go, está abier­to el 7‑eleven. Prohi­bi­do el pues­to de maíz, abier­to el kios­co 24 horas que ven­de refres­cos y comi­da chatarra.

Del mer­ca­do al encierro

Con dece­nas de pues­tos en sólo tres naves, el mer­ca­do de Coyoa­cán es vie­ji­to, bas­tan­te peque­ño, y algo caro com­pa­ra­do con otros mer­ca­dos. Un lugar tan rui­do­so como ale­gre. Aho­ra cami­nar sus pasi­llos es una tris­te­za, como ver una pelí­cu­la con el volu­men muy bajito.

La mayo­ría de los pues­tos están cerra­dos. Los de arte­sa­nías, bazar, dis­fra­ces, jugue­tes, cos­mé­ti­cos, flo­res, el que arre­gla elec­tro­do­més­ti­cos y los relo­je­ros. Sólo que­dan abier­tos aque­llos que ofre­cen pro­duc­tos de lim­pie­za y ali­men­tos para lle­var. Casi todos usan tapa­bo­cas – mal colo­ca­dos, como en todas partes‑, pero no hay guan­tes y son pocas las caretas.

Kike no ha cerra­do su pues­to de fru­tas y ver­du­ras. La pri­me­ra sema­na de con­fi­na­mien­to me apun­tó su núme­ro de telé­fono en un papel, para entre­gas a domi­ci­lio. A la segun­da sema­na me dio otro núme­ro por­que había per­di­do su celu­lar. Un mes des­pués ya tuvo un flyer que se pue­de com­par­tir por whatsapp. No le ha ido mal.

“Noso­tros antes ven­día­mos a domi­ci­lio pero aho­ra es más cons­tan­te”, dice Kike. Se lla­ma Enri­que Tecuanhuey y tie­ne 36 años. Moreno, cha­pa­rri­to y muy movi­do, con­tes­ta la entre­vis­ta mien­tras atien­de a una clien­ta y da ins­truc­cio­nes a un hom­bre. Es el señor que antes ven­día gela­ti­nas por los pasi­llos, expli­ca, “ya no pue­de ven­der y lo con­tra­té para entre­gar”. Tam­bién dio tra­ba­jo a uno de sus her­ma­nos por­que era mese­ro en un pues­to de comi­da y se que­dó sin ingre­sos. Antes de la pan­de­mia, eran dos las fami­lias quie­nes vivían de su pues­to. Aho­ra las ven­tas se divi­den entre cuatro.

Los clien­tes siguen fie­les e inclu­so com­pran más, dice Kike. “Lle­van ver­du­ras y papa­ya, naran­ja, por ejem­plo, si antes com­pra­ban un kilo, aho­ra lle­van dos”, aun­que ven­den más los super­mer­ca­dos “por­que allá acep­tan tar­je­ta de cré­di­to”. Otra des­ven­ta­ja, su pues­to es peque­ño y no tie­ne refri­ge­ra­dor. Guar­da los pro­duc­tos en cajas y bol­sas, rocía las ver­du­ras, las envuel­ve con tra­pos húme­dos para inten­tar con­ser­var­los mejor.

El ver­du­le­ro pudo adap­tar­se a la pan­de­mia pero no ha sido igual para la fami­lia que ven­de tor­ti­llas hechas a mano. Casi nadie les encar­ga a domi­ci­lio, no hay cos­tum­bre, dice Édgar Flo­ren­cio, hijo de la seño­ra Micae­la Mora­les. Ella empe­zó a ven­der en este mer­ca­do hace 25 años y des­de enton­ces toda su fami­lia ‑5 per­so­nas- se ha man­te­ni­do gra­cias a tor­ti­llas, toto­pos, tama­les, tla­co­yos y gor­di­tas que entre todos fabri­can. Hechos en dis­cos, trián­gu­los hor­nea­dos, peque­ñas tor­tas con y sin relleno, “todo es maíz, noso­tros lo sem­bra­mos y lo mole­mos”, dice Édgar orgu­llo­so de los pro­duc­tos que ofrece.

Es vein­tea­ñe­ro, tie­ne la piel more­na y la son­ri­sa gran­do­ta. Dos meses atrás, para ela­bo­rar sus pro­duc­tos usa­ban unas cin­co cube­tas de masa por día, aho­ra ocu­pan una, una y media. La ven­ta bajó un 70%. “Le baja­mos un poco a todo, redu­ci­mos los gas­tos, ya no nos veni­mos en taxi sino en metro, que son como dos horas y media. Tenía­mos una per­so­na que nos ayu­da­ba pero la tuvi­mos que des­can­sar y es muy feo, la verdad”.

“Ya le tene­mos que bus­car por otros lados”, dice Édgar y, aun­que no lo nom­bra, sabe­mos que en las alter­na­ti­vas apa­re­cen subir­se a una moto para dis­tri­buir pro­duc­tos de Rap­pi, tra­ba­jar en las entre­gas de Ama­zon o irse como emplea­do en algún res­tau­ran­te de fran­qui­cia. Todas las opcio­nes impli­can que se aca­ben para noso­tros las mara­vi­llo­sas tor­ti­llas de maíz azul que su fami­lia cul­ti­va y cose­cha en cam­pos de Ler­ma, un muni­ci­pio del Esta­do de Méxi­co. Una región cer­ca de la capi­tal don­de hay fábri­cas pero tam­bién tie­rras húme­das habi­ta­das por cam­pe­si­nos. Y si Édgar tie­ne que pasar a vivir de los pre­ca­rios empleos de estos tiem­pos habrá un pues­to calle­je­ro menos, un cam­pe­sino menos. Un saber perdido.

Y habrá tam­bién más terreno para un nego­cio espe­cí­fi­co: ven­der tor­ti­llas indus­tria­les que con­tie­nen maíz híbri­do o trans­gé­ni­co. Una tra­ge­dia que está va bas­tan­te avan­za­da, por­que un 94% de las tor­ti­llas que se comen en Méxi­co ya con­tie­nen maíz trangénico.

Un país enfer­mo (y no de la panza)

La tor­ti­lla es el cora­zón de Méxi­co. Con 128 millo­nes de habi­tan­tes, se con­su­me un pro­me­dio anual de 75 kilo­gra­mos por per­so­na, que son entre 7 y 10 tor­ti­llas por per­so­na cada día. Por­que ese dis­co de maíz tama­ño mano no sólo se usa para tacos: está pre­sen­te en todas las mesas. Un mer­ca­do tan popu­lar como millo­na­rio sobre el cual sobre­vue­lan las gran­des empresas.

La mar­ca líder es Mase­ca, del gru­po empre­sa­rial GRUMA, un empo­rio con 79 plan­tas y pre­sen­cia en Méxi­co, Esta­dos Uni­dos y otros 110 paí­ses en Amé­ri­ca, Euro­pa, Asia y Ocea­nía. Ela­bo­ra la masa que ya casi todas las tor­ti­lle­rías mexi­ca­nas usan, aun­que cien­tí­fi­cos de la UNAM y orga­ni­za­cio­nes no guber­na­men­ta­les han denun­cia­do que entre sus com­po­nen­tes se han detec­ta­do gli­fo­sa­to y hue­llas de orga­nis­mos gené­ti­ca­men­te modificados.

En 2019, Coca-Cola comen­zó a rega­lar a las tor­ti­lle­rías el papel para envol­ver el pro­duc­to, con su corres­pon­dien­te anun­cio impre­so del refres­co de 2.5 litros a 25 pesos (equi­va­len­te a un dólar, el cos­to de dos kilos de tortillas).

Por tra­di­ción pero tam­bién por nece­si­dad, la ven­ta de comi­da en la calle es una sali­da labo­ral para millo­nes de per­so­nas: entre el 50 y el 60% de la pobla­ción eco­nó­mi­ca­men­te acti­va total del país tra­ba­ja en la infor­ma­li­dad des­de hace varias déca­das, según datos ofi­cia­les. Es decir, si Méxi­co tie­ne a 57 millo­nes de per­so­nas en edad y acti­vi­da­des pro­duc­ti­vas, más de 34 millo­nes hoy tie­nen tra­ba­jo no for­mal, no fijo, y sin pres­ta­cio­nes socia­les. ¿Cuán­tos de ellos ela­bo­ran o ven­den comi­da calle­je­ra? No sabe­mos. Es una acti­vi­dad tan obvia como nega­da, no entra en estadísticas.

En extra­ños tiem­pos de pan­de­mia, la Secre­ta­ría de Tra­ba­jo lla­ma a con­su­mir pro­duc­tos loca­les, ofre­ce capa­ci­ta­ción en línea, cur­sos y reco­men­da­cio­nes para inten­tar redu­cir los impac­tos de la cri­sis. Si en el mun­do del empleo for­mal se per­die­ron 346,800 empleos sólo en la pri­me­ra quin­ce­na de esta emer­gen­cia, según datos ofi­cia­les, más gol­pea­do toda­vía está el mun­do de los pues­tos calle­je­ros. Tam­po­co lo sabe­mos con certeza.

A Cris­ti­na Barros le preo­cu­pa que la comi­da calle­je­ra no sólo es sali­da labo­ral: “A muchas per­so­nas les toca comer en cual­quier esqui­na por­que no hay otra alternativa.”

Y le preo­cu­pa tam­bién otra cosa: que una pan­de­mia pro­vo­ca­da por un virus acti­va ideas de asep­sia, ideas peli­gro­sas por­que reafir­man los ima­gi­na­rios del super­mer­ca­do como lugar seguro.

“Méxi­co es un país racis­ta y en la cues­tión del ali­men­to se nota: ¿Le vamos a tener más reti­cen­cia a una seño­ra que ven­de tla­co­yos en el mer­ca­do, dudan­do de cómo se mani­pu­la­ron? ¡Como si tuvié­ra­mos la cer­te­za de dón­de vie­nen todos los pro­duc­tos que nos están ven­dien­do en cafe­te­rías o super­mer­ca­dos! Es cier­to que pue­des pes­car una infec­ción intes­ti­nal en estos pues­tos, pero tam­bién me pre­gun­to si no es más gra­ve comer comi­da cha­ta­rra lle­na de con­ser­va­do­res que son can­ce­rí­ge­nos, con maíz trans­gé­ni­co, muy empa­que­ta­di­tos, ence­lo­fa­dos, pero que son una bom­ba que te pude hacer más daño que una infec­ción intes­ti­nal. Si se quie­re aten­der la higie­ne, yo eli­mi­na­ría la cha­ta­rra y bus­ca­ría la mane­ra de apo­yar a la gen­te para que tuvie­ran mejo­res con­di­cio­nes par­tien­do de la reali­dad de que son indis­pen­sa­bles en la ciudad”.

Mien­tras las infec­cio­nes intes­ti­na­les deja­ron de estar entre las prin­ci­pa­les cau­sas de muer­te en 1970, aho­ra la dia­be­tes tipo 2 cau­sa 106,525 muer­tes cada año (Inegi, 2017). En Méxi­co hay 8.3 millo­nes de per­so­nas que pade­cen esta enfer­me­dad, y se esti­ma que otros 12 millo­nes la pade­cen sin saber­lo; somos el pri­mer lugar mun­dial en dia­be­tes en rela­ción a la den­si­dad pobla­cio­nal, según datos de la Orga­ni­za­ción Mun­dial de la Salud. Ade­más, del total de 124 millo­nes de habi­tan­tes que tie­ne el país, 96 millo­nes pre­sen­tan obe­si­dad y sobre­pe­so; 15.2 millo­nes, hiper­ten­sión; según datos de la Alian­za por la Salud Ali­men­ta­ria. Un lugar oscu­ro al cual lle­ga­mos por la veloz auto­pis­ta que tien­den no el maíz sino la comi­da cha­ta­rra y las bebi­das azu­ca­ra­das: somos el pri­mer con­su­mi­dor mun­dial de refres­cos, con un pro­me­dio de 163 litros por per­so­na por año (El Poder del Con­su­mi­dor, 2019).

El com­bo dia­be­tes-obe­si­dad-hiper­ten­sión nos puso en doble ries­go ante la covid: aquí la tasa de leta­li­dad supera al 10% de los con­ta­gia­dos cuan­do en el res­to del mun­do pro­me­dia 6%. Tan obvia e inne­ga­ble la rela­ción de estas enfer­me­da­des con las muer­tes por covid como las con­duc­tas que las han hecho cre­cer: “tie­nen que ver, como lo hemos dicho en innu­me­ra­bles oca­sio­nes, con los hábi­tos de vida, en par­ti­cu­lar con los malos hábi­tos de ali­men­ta­ción (…) son los famo­sos ele­men­tos estruc­tu­ra­les, tam­bién cono­ci­dos como deter­mi­nan­tes socia­les de nues­tra ali­men­ta­ción (…) tene­mos una sobre­ofer­ta de pro­duc­tos ultra­pro­ce­sa­dos de bajo valor nutri­cio­nal y altí­si­mo poder caló­ri­co ”, ha dicho en estos días el sub­se­cre­ta­rio de Salud, Hugo López-Gatell, epi­de­mió­lo­go e inves­ti­ga­dor, enemi­go de la comi­da chatarra.

Con M de maíz

En casa extra­ña­mos las deli­cias de maíz y encar­ga­mos pro­duc­tos a micro­em­pren­di­mien­tos de ver­du­ras agro­eco­ló­gi­cas que no dan abas­to, la pro­duc­ción resul­tó insu­fi­cien­te para esta pan­de­mia. Sin más opcio­nes ‑o eso creo yo‑, voy al super­mer­ca­do. Sigue abier­to y cuen­ta aho­ra con un ejér­ci­to de repar­ti­do­res a domi­ci­lio, muchos de ellos ex cho­fe­res de taxis y otros tra­ba­jos que bus­can ganar dine­ro. Ahí no fal­ta nada: no hay hue­cos; los ana­que­les están lle­nos de latas, con­ge­la­dos, lác­teos, fideos, sal­sas, snacks y galletas.

Duran­te las pri­me­ras sema­nas de con­fi­na­mien­to, las ven­tas de ali­men­tos en Méxi­co aumen­ta­ron entre 93 y 121%, según datos de la con­sul­to­ra Niel­sen. En mayo, avan­za­da la pan­de­mia, el mayor gru­po de tien­das de auto­ser­vi­cio, Wal­mart, repor­tó un aumen­to del 74% en sus ven­tas en línea.

De regre­so en el barrio, una espe­ran­za: los tama­les. Sigue ponién­do­se el pues­to en nues­tra esqui­na, aun­que casi siem­pre está vacío. Cris­tian, el encar­ga­do, pasa las horas entre­te­nién­do­se con su celu­lar. Está solo cuan­do en tiem­pos nor­ma­les había has­ta tres per­so­nas atendiendo.

“Aho­ra los clien­tes sí com­pran pero poco, para lle­var. Com­pran los que siguen tra­ba­jan­do y pasan en sus carros, no vie­ne casi gen­te cami­nan­do”, dice Cris­tian mien­tras atien­de al úni­co clien­te que apa­re­ce­rá en varios minutos.

La ven­ta se hace veloz, imper­so­nal. No hay plá­ti­ca, ni la más míni­ma, y Cris­tian que­da otra vez solo en su pues­to que es peque­ño pero muy bien mon­ta­do. Una estruc­tu­ra de ace­ro inoxi­da­ble que bri­lla de tan lim­pia. Una mesa y pos­tes que sos­tie­nen un techo de lona roja, más otra mesa con gran­des ollas, tam­bién relu­cien­tes. Hay vasos, ser­vi­lle­tas y cubier­tos dese­cha­bles jun­to a un gran bote de alcohol en gel.

En ese míni­mo pero per­fec­to mini res­tau­ran­te, Cris­tian ven­de tama­les de rajas (chi­le), mole y sal­sa ver­de (con pollo); y ato­le, que es una bebi­da calien­te y den­sa de maíz con sabo­res cacao, vai­ni­lla y cane­la, entre otros, aun­que aho­ra la diver­si­dad está redu­ci­da. Antes ven­dían unos 2,500 pesos mexi­ca­nos por día ‑al cam­bio de hoy unos 100 dólares‑, aho­ra jun­tan menos de la mitad. Cris­tian es emplea­do, el due­ño tie­ne dos pues­tos que son sus­ten­to de 10 per­so­nas. Se ven­de poco y se gana menos, dice, “pero noso­tros vivi­mos de esto. Si no sali­mos a ven­der, no come­mos. Es nues­tro úni­co ingre­so y, mucho o poco, es algo”.

Tie­ne 24 años, cami­se­ta de fút­bol y gorra. Cejas tupi­das, como sus pes­ta­ñas. Lle­va seis años ven­dien­do tama­les, ha sido su úni­co tra­ba­jo des­de que ter­mi­nó la escue­la. A las 10:35 levan­ta el pues­to. No ganó lo que nece­si­ta pero al menos ven­dió todos los tama­les que traía.

Se va el tama­le­ro y vuel­ve el silen­cio a su esqui­na, sigue expan­dién­do­se el silen­cio. Escu­cho paja­ri­tos en estos días extra­ños de una ciu­dad mons­truo pero siguen fal­tan­do pues­tos, olo­res, sabo­res. Qui­sie­ra ama­ne­cer de esta pan­de­mia y encon­trar comi­da de ver­dad, no tan­to super­mer­ca­do. Des­per­tar y que el maíz siga aquí.

Fotos: Miguel Tovar Fuen­te: Kaos en la red

Itu­rria /​Fuen­te

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