Vene­zue­la. Luis Brit­to Gar­cía: Ava­ta­res del Quijote

Luis Brit­to Gar­cía /​Resu­men Lati­no­ame­ri­cano /​1 de mar­zo de 2020

1

No tie­ne el hom­bre más des­tino que la muer­te. Duran­te su efí­me­ra vida acu­mu­la enga­ños para disi­mu­lar­lo; la paté­ti­ca derro­ta de estos borra la úni­ca ilu­sión que lo ani­ma. Qui­zá ello expli­que la super­vi­ven­cia de la fábu­la sobre un anciano que se nie­ga a acep­tar la reali­dad del mun­do y mue­re cuan­do esta se le impo­ne. En tal sen­ti­do, el Qui­jo­te ha cabal­ga­do muchas veces, tan­tas como han alen­ta­do seres humanos.

2

Afir­ma Bor­ges que toda obra maes­tra crea sus pre­de­ce­so­res. Qui­zá el menos adver­ti­do entre los muchos que ani­ma el Inge­nio­so Hidal­go sea Celes­ti­na, teje­do­ra de esa nove­la de caba­lle­rías que es el amor. Muchas sali­das en su bus­ca ha de haber vivi­do la Tro­ta­con­ven­tos para des­en­ga­ñar­se de sus espe­jis­mos. No hay Dul­ci­nea que sobre­vi­va a una arru­ga. Para la vie­ja Con­que­ri­do­ra está reser­va­do el tor­men­to de ya no poder ins­pi­rar el amor que para otros con­cer­ta. Su ali­cien­te es la espe­ran­za de vivir un día más de acha­ques y des­abri­mien­tos; el de sus víc­ti­mas, per­pe­tuar en la des­cen­den­cia otra suma­to­ria de jor­na­das sin más con­clu­sión que el des­en­ga­ño. Ese día más que gana la vie­ja toda­vía no ha con­clui­do. En todo cre­púscu­lo revi­ve Celestina.

3

Des­pués de reci­bir tan­tas pali­zas recu­pe­ra Alon­so Qui­jano la razón y mue­re de cor­du­ra. Era una nece­si­dad lite­ra­ria: a nadie intere­sa­ba, y menos a su autor, un Inge­nio­so Hidal­go razo­na­ble. La locu­ra nos man­tie­ne vivos. Por eso el mun­do ago­ni­za pobla­do de cadá­ve­res vivien­tes que sólo exis­ten en razón de sus intere­ses. Seña­lé algu­na vez que el ver­da­de­ro Qui­jo­te fue San­cho, quien acom­pa­ñó a su alu­ci­na­do cama­ra­da a pesar de que su rea­lis­mo aldeano le impe­día ver gigan­tes en los moli­nos de vien­to y prin­ce­sas en las mozas del trato.

4

Aquí tene­mos dos siglos des­pués al peti­me­tre fan­ta­sio­so que se sue­ña crea­dor de mun­dos y arqui­tec­to de Repú­bli­cas Aéreas. Ni tan mal le va en sus estre­pi­to­sas sali­das: a san­gre y fue­go libe­ra lo que son hoy cin­co paí­ses, con la lógi­ca Ilus­tra­da inten­ta con­fe­de­rar con­ti­nen­tes, sólo para ver su obra des­trui­da por la gan­zúa del ladrón y la embos­ca­da del ase­sino. Los tres gran­des maja­de­ros del mun­do hemos sido Jesu­cris­to, el Qui­jo­te y yo, sen­ten­cia en su mise­ra­ble camas­tro de muer­te. Lo que ve disi­par­se no son qui­me­ras: ha movi­do en reali­dad mare­ja­das de hom­bres y derra­ma­do océa­nos san­grien­tos; ha derro­ta­do ejér­ci­tos for­mi­da­bles, regi­do comar­cas incon­men­su­ra­bles y ama­do muje­res que eran más que prin­ce­sas. La cul­mi­na­ción de su obra reque­ri­ría tra­tar a los dís­co­los con el mis­mo rigor con el que des­ba­ra­tó a sus enemi­gos. Cier­ta­men­te no ha per­di­do la razón: esta ha sido el alma del Pro­yec­to Ilus­tra­do que inten­tó impo­ner sobre la Cuar­ta Par­te del Mun­do. En la cima del Chim­bo­ra­zo el Padre de los Tiem­pos le advir­tió que nada son esos ins­tan­tes que los mor­ta­les lla­man siglos y mucho menos esa pelo­ta de barro que lla­man Tie­rra. No es en sus últi­mos ins­tan­tes que lo ava­sa­lla la Locu­ra de la Razón. Lo ha acom­pa­ña­do siem­pre: es el lega­do que nos deja.

5

En tan­ta tra­ge­dia abra­mos un inter­va­lo risue­ño. Alphon­se Dau­det, a quien ima­gi­na­mos como fran­ce­so­te rubi­cun­do y bon vivant, sue­ña a Tar­ta­rín de Taras­cón, un meri­dio­nal insó­li­to con alma de Qui­jo­te y cuer­po de San­cho, que en un solo per­so­na­je resu­me todas las con­tra­dic­cio­nes del dúo ibé­ri­co. Sus sali­das resul­tan fan­fa­rro­na­das: caza en Áfri­ca sin aba­lear otra pre­sa que un humil­de pollino que debe pagar­le a su due­ño; esca­la los Alpes para encon­trar en la cima un hotel turís­ti­co; inten­ta fun­dar en una isla la colo­nia Port Taras­cón sólo para ser des­alo­ja­do por los ingle­ses. Como Napo­león, mue­re en el exi­lio, soñan­do haza­ñas, Impe­rios, tartarinadas.

6

Umber­to D es un insig­ni­fi­can­te maes­tro jubi­la­do a quien empu­ja a la indi­gen­cia una pen­sión cada vez más insig­ni­fi­can­te. Su locu­ra es el deco­ro: vis­te reca­ta­do tra­je de tres pie­zas; sólo ante el ham­bre tra­ta de ven­der sus libros de tex­to; inten­ta pedir limos­na exten­dien­do tem­blo­ro­sa mano y la ver­güen­za lo hace reti­rar­la fin­gien­do que tra­ta­ba de sen­tir si llo­vía. Lo úni­co que lo ata a la vida es su res­pon­sa­bi­li­dad hacia el perri­to Flick, al cual res­ca­ta de inmi­se­ri­cor­des perre­ras y bus­ca en vano aco­mo­do en incos­tea­bles casas de cui­da­do. Como Qui­jano, no abri­ga ilu­sio­nes sobre un mun­do de opor­tu­nis­tas, chi­cas que no saben cuál es el padre de su hijo y niños que corren ilu­sos hacia la vida como si se tra­ta­ra de un par­que de diver­sio­nes. Jue­ga, Flick, supli­ca al perri­to para dis­traer­lo de la defi­ni­ti­va pér­di­da de la espe­ran­za. Juega.

«No hay Dul­ci­nea que sobre­vi­va a una arruga”.

7

Qué decir del mar­qués de Bra­do­mín, vie­jo, feo y man­co que aún tra­ta de ena­mo­rar, y de Cal­ve­ro, que se esfuer­za en vol­ver a las tablas para disua­dir de su reso­lu­ción a una mucha­cha sui­ci­da. Tan infi­ni­tas como las encar­na­cio­nes del Inge­nio­so Hidal­go son las de Dul­ci­nea, fan­tas­ma que nos impi­de des­mon­tar de Rocinante.

“El coro­nel no tie­ne quien le escri­ba. Tam­po­co quien le otor­gue una mise­ra­ble pen­sión por ser­vi­cios heroicos”.

8

Este era un vie­jo que zar­pó cien días para pes­car sin atra­par un pez. Su mujer había muer­to, los demás pes­ca­do­res lo evi­ta­ban por­que lo creían víc­ti­ma de la mala suer­te, ni siquie­ra el niño que lle­va­ba como gru­me­te lo acom­pa­ña cuan­do por fin engan­cha al pez agu­ja colo­sal que prue­ba que toda­vía es pes­ca­dor, que a todo marino lo des­po­ja del fru­to de su tra­ba­jo el car­du­men de tibu­ro­nes que se pren­de de su este­la. Al vie­jo sólo le que­da el amor por la mag­ní­fi­ca bes­tia que mató para demos­trar­se que toda­vía esta­ba vivo. Le con­ta­rá esta his­to­ria a un escri­tor quien, como apro­ve­cha­do tibu­rón, le saca­rá un pre­mio Nobel y dine­ro para com­prar­se una mag­ní­fi­ca esco­pe­ta con la cual se vola­rá los sesos.

9

El coro­nel no tie­ne quien le escri­ba. Tam­po­co quien le otor­gue una mise­ra­ble pen­sión por ser­vi­cios heroi­cos. Su hijo fue ase­si­na­do por el gobierno; ape­nas le que­da un reloj vie­jo que no ven­de por fal­sa ver­güen­za y un gallo tan feo que se le pare­ce y que qui­zá gana­rá una incier­ta pelea den­tro de meses. No se enga­ña el coro­nel sobre la atro­ci­dad de un mun­do don­de la indus­tria de las auto­ri­da­des es el ase­si­na­to: su luci­dez con­sis­te en afe­rrar­se a una espe­ran­za que sabe falsa.

10

Nues­tra patria es la derro­ta. Ven­cer­la es el úni­co triun­fo que no peca de trivial.

ÚN*

Itu­rria /​Fuen­te

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