Deberíamos estar de acuerdo en que la Historia es, o puede llegar a ser, un arma de utilización masiva. Una herramienta de la conciencia o un lisérgico eficaz. Medio de propaganda o tóxico de control. Sobre todo cuando cae en manos del poder. Cuando el poder la ocupa, la toma por asalto. Haciendo de ella un aparejo para la manipulación de masas. El poder entonces utiliza la Historia a mansalva. Es decir, lleva a cabo un empleo inocuo del relato y la memoria, que llega a todas partes, sin ningún peligro para él. Y con un gran provecho a cambio. Se trata de que la Historia, en manos del poder, se convierte en un arma de penetración social e intelectual que alcanza una impunidad casi total. Es decir, el equivalente a no tener que dar cuentas sociales, ni responder por nada de lo que hace. Quedando además sin castigo. Pero alcanzando el efecto buscado, de adormidera colectiva. Un elemento mas de la narcolepsia colectiva en el capitalismo asistencial.
La educación en general, y la de la Historia en particular, está en manos del poder. Lo está a través de los modelos públicos de enseñanza. O de los conciertos y subvenciones satisfechos a la educación privada. Los presupuestos de los Estados cubren los déficits, entre lo que paga el alumno y lo que realmente cuesta su formación. Estamos acostumbrados a que, desde el poder político y mediante normas, reglamentos y decretos, se formen los contenidos de pensamiento o el conocimiento de los jóvenes. De forma dirigista y totalitaria, en función de lo que se justifica como interés general. O rentabilidad social. Pero que responde, en realidad, al modelo social capitalista, en que se formula. Tanto es así, que no solo se comprende, sino que también se exige esta intervención. Por muy autoritaria que pueda llegar a ser. Se supone que la formación oficial, controlada por ministerios, consejerías, diputaciones o concejalías diversas representa una ventaja general. Un favor que el poder hace a los ciudadanos incapaces de educarse y formarse, por sus propios medios.
Chesnaux en ¿Hacemos tabla rasa del pasado? (1977) escribió, entre otras cosas: «En las sociedades de clases, la historia forma parte de los instrumentos por medio de los cuales la clase dirigente mantiene su poder. El aparato del Estado trata de controlar el pasado, al nivel de la política práctica y al nivel de la ideología, a la vez». No es difícil estar de acuerdo con esta sencilla y clara advertencia del historiador francés que reparte ejemplos de lo dicho, en su texto, a izquierda y derecha. Y sigue afirmando: «el Estado, el poder, organizan el tiempo pasado en función de sus intereses políticos e ideológicos». Esto quiere decir que se produce una intervención, cuando menos apócrifa o algo mucho peor, de la clase política en la que tendría que ser investigación y enseñanza libre de la Historia. Y parece que esto siempre ha sido así. Desde que se tiene conocimiento de la existencia de cronistas e historiadores. Como dice Chesnaux, desde el antiguo Egipto o la China imperial, eran las dinastías quienes determinaban los cortes, los tiempos o la sustancia histórica, que debían de anotar los escribanos.
En la sociedad capitalista de clases, de los siglos XIX y XX, los gobiernos y el poder político representan a una o varias de estas clases. No como en la antigüedad o en los siglos feudales, en que el poder del Estado estaba ocupado directamente por las oligarquías y dinastías dominantes. En nuestra sociedad, el poder delega en sus intermediarios de la clase política, o en sus colchones sociológicos de clases medias, los modos de ejercer el poder. Pero los esquemas de intervención son muy similares a los de los grandes imperios del mundo Antiguo. Escribe Chesnaux, refiriéndose a estos: «La historia, redactada por comisiones oficiales de escribas o de mandarines, era un servicio del estado que presentaba el poder monárquico como la base de toda la máquina social». Incluso hasta el siglo XIX, este formato estaba vigente en la Europa pre-revolucionaria. Donde las distintas historias patrimoniales (luego nacionales) se disponían de acuerdo con los reinados providenciales de las dinastías. Haciéndolas descender, si fuese necesario, de cualquier personaje bíblico. La burguesía, después de derrocar a las monarquías y ocupar su poder, no cambió el formato. Por el contrario, se aprovechó de él todo lo que pudo. Afirma este historiador que «si el discurso histórico de la burguesía ascendente es en apariencia mas liberal, si aspira a una reflexión mas general sobre el curso de la historia, es porque la Antigüedad y la Edad Media son buenas para hacer resaltar por contraste los “tiempos modernos”, que realizan la dominación de la burguesía y le abren el porvenir».
La estructura del pasado, que elaboran los historiadores por encargo de la burguesía, traza un recorrido del atraso al progreso que desembocaba en la propia justificación de la toma del poder por la clase ascendente y, afirma Chesnaux, «aseguraba su perennidad». Esta es la línea de control, que se ha reproducido sin ir mas lejos en la Comunidad Autónoma Vasca prácticamente desde sus inicios autonómicos. En los años ochenta. Y que se ha culminado recientemente, con un movimiento de grave y abierta injerencia en la enseñanza de la Historia. Coincidiendo con la desaparición de ETA, en lugar de dejar que los historiadores y las entidades públicas o privadas ejercieran una plena libertad y autonomía. Abriendo un debate sobre el relato histórico y su enseñanza. El Gobierno Vasco ha decidido intervenir la Historia. Tomarla por asalto y fijar los límites, conceptos y contenidos de su trayectoria. En las instituciones y centros públicos, que están bajo sus órdenes. Incorporándola, por decreto, a la enseñanza oficial en los términos que se han elaborado desde el poder político.
Para ello, la Consejería de Educación ha encargado a varias instituciones oficiales la redacción de una unidad didáctica, que será impartida a partir del curso 2019 – 2020. Con el nombre de Herenegun, pretende abordar lo que llama Memoria reciente (1960−2018). Una mezcla de dimensiones: éticas e históricas, basada en documentales y textos periodísticos previos. Antes emitidos en la televisión gubernamental vascongada. Con la iniciativa, aprobación y subvención del Gobierno Vasco, esta unidad didáctica se propone abordar la historia de ETA. Contando con la colaboración del staf oficial de catedráticos de Historia, será propuesta como enseñanza en las entidades de la CAV. Aunque, con unas limitaciones intrínsecas tan evidentes, como las que ya señalan las propias fechas elegidas. O el perfil anti-independentista confeso, del único historiador (Juan P. Fusi) elegido para el intento. Contado con esto, su resultado difícilmente podrá ser «histórico».
Iba a escribir que me ha llamado la atención que nadie, en la Historia oficial vasca, haya protestado por esta injerencia escandalosa, en la libertad de enseñanza. Pero, en realidad, lo sorprendente hubiera sido lo contrario. Es decir, que alguien desde su puesto de catedrático funcionario, a sueldo del presupuesto vascongado, hubiera protestado por esta intervención, impensable hace unos años. El que desde un puesto de mando político se diga a los responsables de la enseñanza de la Historia qué deben programar, qué tener en cuenta, qué enseñar… Es decir, qué es la Historia y cómo la deben de mostrar… Es tan vergonzoso, que alguna vez alguien tendría que arrepentirse y decirlo en público, por no haber frenado esta imposición intervencionista. Algo que se ha cocinado, al margen de los profesores o historiadores, atendiendo solo a los criterios de los grupos políticos y a las presiones de las asociaciones de víctimas. Las universidades comparsas vascongadas no solo han aceptado la intromisión. Incluso han colaborado constructivamente. De buen grado, y mejor subvención, los llamados «agentes académicos y universitarios vascos» (se agradece lo de agentes): UPV/EHU, Deusto, Mondragón, Kristau Eskola, etc., no han pestañeado porque alguien les diga lo que tienen que hacer o decir. Si esto no es un adelanto de la muerte de la Historia, se le parece mucho.
Sin embargo, la vocación interventora y voluntad de injerencia, del poder público y de los ejecutivos vascongados, en la Historia vasca, no es ni mucho menos algo nuevo. Ya en 1987, el gobierno autonómico de Jose A. Ardanza quiso recordar el treinta aniversario del I Congreso Mundial Vasco (1957). Este Congreso, patrocinado por el Gobierno Vasco en el exilio, se celebró en París, sin demasiado éxito intelectual ni político. En aquella oportunidad, siendo lehendakari Jose A. Aguirre, la ocasión se revistió de un angustioso tinte político. Tratando de ser una llamada de socorro a las potencias vencedoras de la guerra mundial. Intención que, sin embargo, pasó desapercibida en el contubernio que para entonces se estaba preparando, entre el régimen de Franco y los intereses anglo-yanquis instalados en varias multinacionales, en el nuevo régimen franquista.
A pesar de la poca gracia que tuvo aquel menguado encuentro parisino, en esta segunda ocasión de 1987, el Gobierno Vasco se propuso rescatar el intento. O lavar su imagen con apoyo, propaganda y bendiciones oficiales. Intentando adornar la recién estrenada autonomía. En las comunicaciones y convocatorias, remitidas por el Gobierno Vasco, se aseguraba que este II Congreso serviría para «propiciar el debate científico y social». Al que «más de mil expertos internacionales» habrían sido invitados. Para tratar «al más alto nivel, temas de especial relevancia para Euskadi, en Ciencias Exactas, Naturales, de Ingeniería y Médicas; Arte, Humanidades y Ciencias Sociales; Ciencias Económicas, Jurídicas y Políticas»… Es decir, según la delirante versión del propio gobierno de la autonomía vasca, «un acontecimiento científico y social que hará historia, en este País. Y en todo el mundo»
No es necesario emplear mucho tiempo para demostrar que todo el alboroto optimista de la propaganda gubernamental apenas se cumplió. No es que nadie se acuerde de «aquello», ni de los universales frutos que produjo. Es que ya en la época fue criticado severamente. Será suficiente con citar un pequeño artículo, que conservo, de Jose Antonio Egido «Takolo» (Egin, 12 de septiembre de 1987) en el que daba cuenta adecuada de estas pretensiones. El Congreso trataba, como he dicho, de coger el testigo de París, en el que aseguraba Egido, «el nacionalismo burgués levantó acta de la derrota y de su impotencia radical». Podíamos añadir algo más que anecdótico. Aquel Congreso de 1957, además, sirvió para la presentación pública oficial, de un pequeño grupo de estudiantes vascos (EKIN), que pronto se iban a convertir (con la fundación de ETA) en el verdadero asunto mundial vasco. Es curioso, o algo más, que fuesen invitados quienes, poco después, serían proscritos de lesa patria por el mismo partido organizador. Sería porque los de EKIN eran unos inofensivos, aunque alborotados, universitarios. Mientras su evolución natural (ETA) estaba armada por más que palabras. Retomando la lucha armada y las viejas reivindicaciones independentistas, que el Gobierno Vasco había abandonado, para siempre, en su rendición de las playas de Santoña. En junio de 1937.
Ya antes de iniciarse este Congreso de 1987, Takolo afinaba la crítica. Planteaba numerosas dudas sobre si aquel evento, tan costoso y alejado de la realidad cotidiana vasca, iba a servir para algo verdaderamente científico, social, económico, histórico, etc. Para empezar, este autor denunciaba la autoría y organización del Congreso, obra de una pequeña minoría burocrática. Controlada, en efecto, por Lakua. Que, además, habría asignado las tareas organizativas a «personas dudosamente representativas». De este modo, el comité burocrático habría probado su escasa sensibilidad vasca (lo de mundial es todavía mas dudoso) poniendo el futuro de nuestra sociedad en manos, y letras, de ciertas «figuras» de probada animadversión a los intereses nacionales vascos. Entre ellos, Caro Baroja, Fernando Savater o Mario Onaindia. O, en el caso de la Historia, Antonio Elorza. Adversario confeso del nacionalismo vasco.
Todo ello bien pudiera simbolizarse en el trabajo sombrío y antiindependentista, del entonces cerebro cultural vascongado. El político sotista Joseba Arregi que, mientras preparaba un monumental e inservible dispendio del dinero público con una supuesta razón histórica, habría negado ese mismo año la más mínima ayuda o colaboración oficial para los actos populares conmemorativos del bombardeo de Gernika (1937). Aunque no solo por el probado antinacionalismo del partido, que monopoliza las poltronas de Lakua, Takolo también criticaba el oportunismo del PNV. Cuando intentaba hacernos creer que, recurriendo a estas carísimas algaradas de «expertos», se podían solucionar al modo autonómico los problemas cotidianos. Que no quería afrontar de otro modo.
Se trataba de que unos cientos de especialistas, encerrados en sus ebúrneas torres académicas y universitarias, de dieta y kilometraje, no eran capaces de pensar el problema humano (ni por supuesto el vasco) en su totalidad. Especialistas que, por lo demás, estaban más ocupados en no molestar al sistema que les alimentaba, que en ofrecer soluciones prácticas pero revolucionarias. Los grandes problemas, tan grandes como abstractas eran las soluciones, que prometía abordar el Congreso, resultarían ser un fiasco para los intereses populares. A cuyo servicio se dedicaron, muy pocos, de los participantes o invitados de lujo. Egido opinaba que si se trataba de construir el futuro, en el caso vasco «conquistar la soberanía popular y nacional», el PNV no tenía que rendir ningún homenaje ni pleitesía a la ciencia. Aquello no era otra cosa que un ejercicio más del elitismo académico, al que estábamos (y estamos) acostumbrados. Que no servía más que para alejar, separar o aislar a los ciudadanos y contribuyentes de los supuestos poseedores de la cultura y la ciencia. Para este autor, en todo caso, el pomposo II Congreso Mundial Vasco no iba a modificar las variables del problema vasco. Ni en lo político, ni en lo social, ni en lo económico. Resultando ser, finalmente, una suma que daba cero. Que pronto se olvidó, con más pena que otra cosa. Y de la que nadie se acuerda hoy.
En este marco deplorable, el Congreso de Historia sería uno más. Desde mi punto de vista y, por ser el objeto de este trabajo, lo que quiero señalar es la ausencia de cualquier preocupación didáctica social. O, siquiera, de cualquier especulación sobre la utilidad política y nacional de la Historia. No ya para solucionar (?) cualquier cuestión vasca. Ni mucho menos mundial. Fueron (fuimos) mas de ochocientos participantes (alumnos, catedráticos, profesores, doctores…) los que presentaron sus ponencias y comunicaciones. Divididas en una treintena de ellos, para las ponencias y más de ciento ochenta, para las segundas. Todas debida y académicamente clasificadas en los tradicionales segmentos de la Historia: Antigua, Media, Moderna y Contemporánea.
La conferencia inaugural fue encargada a Caro Baroja (don Julio). Pero como era habitual en este, y cuadraba con quien había asegurado no «entender nada de lo que pasaba en el País Vasco», en el último momento declinó tal honor. Que fue transmitido a Antonio Elorza. Un catedrático de la Complutense madrileña, quien por su parte, centraría su intervención en una especie de búsqueda de la conciencia vasca, a través de la historiografía. Elorza, tratando de estar a la altura política de lo que prometen estos fallidos Congresos vascos, llegó incluso a afirmar, en plena euforia por la abundancia de trabajos y la expectación subvencionada del Congreso, que había un vínculo entre los nuevos estudios de la historia de Euskadi y su construcción nacional como pueblo.
En el forcejeo por el reconocimiento exterior de esta lucha. Este catedrático «madrileño», incluso señaló que fue el archiolvidado y expulsado del partido, Eli Gallastegi, el primero que transcendió y buscó un reconocimiento internacional para las aspiraciones nacionales vascas. Es decir la famosa internacionalización de lo vasco, como problema y petición de socorro urbi et orbi. Reconociendo en este político vasco de los años 20 y 30, marginado por la dirección sotista del partido, el primer precedente de la proyección internacional del problema vasco. Abriéndose así, un ciclo que se malograría, ya bajo control autonómico, precisamente en el I Congreso Mundial de París. Aunque todo fuese, en última instancia, un inocente intento «para desbordar el marco del Estado y encontrar un apoyo a las reivindicaciones nacionales en el cuadro de la política europea».
A continuación se abrió aquella amplia reunión de cronistas vascos. Que bien mirado, treinta años después no parece haber dado los jugosos frutos que se autoprometía Elorza, en su apertura. Tampoco la revisión generacional e historiográfica, que anunciaba aquel aluvión del 87, ha dado resultados demasiado memorables. En otros aspectos, aparte del ornato de algunos nombres, que se prestaron al cotillón organizado desde Lakua. Apenas podemos recordar, el invisible papel de los muchos novatos que llegábamos al mismo circo, en búsqueda de ampliar nuestro curriculum. Con el indiscreto objetivo de colarnos en cualquier prestigiosa lista académica. Pero no de descubrir algo sustancial al núcleo de la explicación histórica. Ni discutir siquiera, sobre herramientas y mimbres teórico-ideológicos que explicaran al mundo, desde un Congreso Mundial, para qué servía exactamente la Historia. O, al menos, aquella Historia. Cuyo único futuro verdadero era la desaparición. Que tenía que ver con las cuestiones vascas. O si, de verdad, la cuestión vasca era un asunto mundial. Como parecía querer decir el pomposo nombre, bajo el que se cobijaron aquellos dos fallidos intentos.
Fruto de aquellos días de diciembre de 1987, se editaron siete tomos, con todo el pomposo contenido de ponencias y comunicaciones. Casi todas ellas del tipo conocido como «historicistas» y «positivistas». Donde faltaban, además, biografías o monografías de algunos nombres imprescindibles. Inexcusables, en la Historia nacional vasca. Se formuló, entonces, un paradigma historiográfico más bien decimonónico. Que trataba asuntos muy concretos, muy en detalle y muy investigados. O celebrados, en su inocuidad. Contados, pesados y medidos. Casi todos, relacionados con las tesis doctorales o trabajos en curso de sus autores. Entre los que sorprendía, no hubiera ni uno solo dedicado a la obra política de Sabino Arana. Evidentemente (no podía ser menos) tampoco había ninguna mención a ETA. Mucho menos, alguno de ellos intentaba elevarse sobre el recuento nominal histórico, para tratar asuntos de metodología, teoría general o simplemente abordar la función y expresión social o política de la Historia. Que tanto interesaba entonces. Y que, tan poco interesa ahora.
Lo cierto es que, ya entonces, había muy poco fervor real por la Historia. Precisamente en un pueblo que, dadas sus condiciones políticas, necesitaría más que nadie algún tipo de justificación, información y conocimiento del pasado histórico. A través del cual pudiera entender, comprender y explicarse qué hechos históricos, y cómo se desarrollaron, han desembocado en su presente actual. Políticamente dependiente de España y socialmente rechazable. Pero, como decimos, había y hay muy poco interés en la Historia. En su estudio, su conocimiento y su divulgación pública o política. Los asistentes a cualquier acto historiográfico son escasos. Los lectores de libros de Historia tampoco abundan. Y, a pesar de que se edita, e incluso se compra Historia, se lee muy poco. Normalmente las librerías del país, ocupan sus escaparates anunciando las novelas de éxito, los autores de moda o libros con recetas de cocina. Y han comercializado su gestión en favor de la literatura de evasión, de toda la vida.
Sin embargo, a pesar de todo, hay un especie de respeto reverencial hacia la poca Historia que tenemos. Dicen que despreciamos todo lo que ignoramos. Pero, en el caso de la Historia, nadie se atreve a negar o refutar en público la necesidad de tener una Historia propia. De transmitirla, enseñarla y subvencionarla en las instituciones públicas. Los líderes políticos, que protagonizan la mayor parte de nuestra vida, intoxican nuestros criterios políticos y culturales o manejan nuestros impuestos, aseguran que la Historia es importante y necesaria. Los historiadores, que viven de ello, parecen (dicen) creérselo. Pero entre el público, que es donde estas cosas cuentan, se les ignora ampliamente. Cualquier político mediocre, un deportista mediano, tienen más audiencia pública, más propaganda y más reconocimiento social que todos los catedráticos de Historia juntos. Creo que es lo más parecido, al final de la Historia.
Josemari Lorenzo Espinosa, Historiador por libre