Recor­dan­do a Bolí­var, el Gue­rri­lle­ro- Fran­cis­co Gar­zón Valarezo

Es medio día del calu­ro­so 17 de diciem­bre de 1830 en San­ta Mar­ta, el sol irra­dia sus res­plan­do­res bru­ta­les sobre las aguas rebel­des de la bahía. Hay una hacien­da y en la hacien­da un casa y en la casa varias alco­bas y en la prin­ci­pal ago­ni­za Simón Bolí­var. Mira el hori­zon­te radian­te y dis­tin­gue el per­fil azul del Cari­be, ima­gi­na ver la silue­ta de Cuba y Puer­to Rico, aún en poder espa­ñol. Recuer­da a Repú­bli­ca Domi­ni­ca­na, la isla que le pidió ser par­te de la Gran Colombia.

Tie­ne ape­nas 47 años y va a morir como un men­di­go, con una cami­sa pres­ta­da y aba­ti­do al saber que los sol­da­dos de su guar­dia hicie­ron una “vaca” para com­prar las tablas de su ataúd. La for­tu­na opu­len­ta que here­dó, 300 millo­nes de dóla­res al valor actual, la pro­di­gó en la revolución.

Días atrás escri­bió un bello teso­ro, el poé­ti­co adiós a Fanny Du Villard, uno de sus ardien­tes amo­res a quien apo­da­ba “pri­ma” por­que los unía un lejano paren­tes­co y con quien habría teni­do un hijo lla­ma­do Euge­nio. Apren­dió a escri­bir refi­na­do de su maes­tro Andrés Bello, y cul­ti­vó el habla ele­gan­te en su estan­cia en Euro­pa en los años del Roman­ti­cis­mo. Tam­bién asi­mi­ló el len­gua­je des­ver­gon­za­do de sus sol­da­dos que lo apo­da­ron en secre­to “culo eˈfie­rro” pues en sus años de gue­rra habría de cabal­gar 64.000 kiló­me­tros. Reco­rría por las noches el cam­pa­men­to en tiem­pos de cam­pa­ña para con­ver­sar con la mili­cia, jugar bara­ja, can­tar y reír con ellos.

La proeza mili­tar y polí­ti­ca de Bolí­var no tie­ne cote­ja en la his­to­ria de Amé­ri­ca. Ini­ció su gue­rra de gue­rri­llas con un “ejér­ci­to” de ape­nas 200 sol­da­dos, la mayo­ría escla­vos libe­ra­dos de sus hacien­das, sin uni­for­me, des­cal­zo y des­ar­ma­do que se for­mó y cre­ció con el tiem­po y que en el camino de la gue­rra enfren­tó a 40.000 sol­da­dos del ejér­ci­to español.

Nos ense­ña­ron que fue un ora­dor ful­mi­nan­te, que su estra­te­gia de ata­car por sor­pre­sa a los rea­lis­tas aún se estu­dia en las aca­de­mias mili­ta­res del mun­do, que fue irre­duc­ti­ble en sus idea­les. Cuan­do en 1825 el Con­gre­so peruano lleno de adu­lo­nes le otor­gó el títu­lo de dic­ta­dor les obje­tó: “Yo no pue­do, seño­res admi­tir un Poder que repug­na a mi con­cien­cia, tam­po­co los legis­la­do­res pue­den con­ce­der una auto­ri­dad que el pue­blo les ha con­fia­do solo para repre­sen­tar su soberanía”.

Qué dirán los míse­ros que se decla­ran sus segui­do­res en cono­ci­mien­to de esta refle­xión y que aspi­ran a reelec­cio­nes infi­ni­tas, que dirán los laca­yos que aco­li­tan estas repulsas.

Otra face­ta de Bolí­var fue su pasión por la natu­ra­le­za. Ami­go del natu­ris­ta Ale­xan­der Von Hum­bolt y cono­ce­dor de sus inves­ti­ga­cio­nes cien­tí­fi­cas le dijo: “Por más de tres­cien­tos años los con­quis­ta­do­res han esta­do cie­gos ante la ver­da­de­ra opu­len­cia de nues­tras tie­rras y ha hecho fal­ta que lle­gue usted, des­cu­bri­dor cien­tí­fi­co de Amé­ri­ca, para deve­lar esos secre­tos”. Y esos secre­tos no eran ni el petró­leo ni las minas, era la abun­dan­cia exu­be­ran­te de las selvas.

Lo que nun­ca nos dije­ron de Bolí­var es que fue un gue­rri­lle­ro, un alza­do, un rebel­de insu­rrec­to por­que estas pala­bras no cal­zan en el len­gua­je de los monar­cas crio­llos de ayer y de hoy. Si Bolí­var vivie­ra nues­tros tiem­pos los dés­po­tas le dirían que es un terro­ris­ta, eco­lo­gis­ta infan­til, tira­pie­dras, le arma­rían empre­sas cri­mi­na­les de difa­ma­ción y bus­ca­rían per­se­guir­lo y ence­rrar­lo, por eso pre­fie­ren aco­mo­dar­le títu­los de “Liber­ta­dor, Padre de cin­co nacio­nes, Sol de Amé­ri­ca”, por­que son títu­los insí­pi­dos y des­co­no­cen la par­ti­ci­pa­ción del pue­blo en la gue­rra revolucionaria.

Bolí­var murió hace 184 años, pero su alien­to vive en la lucha de las masas y coman­da­rá la triun­fal bata­lla final por­que los patrio­tas aún des­pués de muer­tos siguen derro­tan­do monar­cas. Su alma gue­rri­lle­ra ascen­dió a las nubes en Palo­mo, el albo cor­cel que le rega­ló Manue­li­ta Sáenz y cabal­ga siem­pre con su ardien­te mira­da pues­ta en la liber­tad de América.

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