La expresión «derecho a existir» entró en mi conciencia en los años 1990, así como el concepto de una solución a dos Estados entró en el vocabulario colectivo. En cada debate en la universidad, cuando un sionista se quedaba sin argumentos, se invocaban estas tres palabras mágicas para interrumpir la conversación con un indignado: «¿estáis diciendo que Israel no tiene derecho a existir?».
Está claro, no se podía poner en duda el derecho de Israel a existir ‑era como negar el derecho fundamental de los judíos a tener… derechos, con toda la culpabilidad del Holocausto lanzada contra ti.
Salvo que yo no tengo nada que ver con el Holocausto ‑y los palestinos tampoco. El programa de limpieza étnica metódica en Europa respecto a su población judía ha sido empleada de manera totalmente cínica y oportunista para justificar la limpieza étnica de la nación árabe palestina. Ya me he sorprendido levantando los ojos al cielo al oír en la misma frase Holocausto e Israel.
Lo que me trastorna en esta era pos-«solución de dos Estados», es la audacia misma de la existencia de Israel.
Qué idea tan fantástica, esta noción que un grupo de extranjeros de otro continente pueda apropiarse de una nación existente y habitada ‑y convencer a la «comunidad internacional» que era justamente la cosa que se tenía que hacer. Podría reírme de tanta jeta si no fuera algo tan grave.
Más grave es la limpieza étnica masiva de la población palestina indígena llevada a cabo por los judíos perseguidos, apenas repuestos de su propia experiencia de limpieza étnica.
Pero lo que es realmente terrible es la manipulación psicológica de las masas al creer que los palestinos son peligrosos -«terroristas» determinados a «echar a los judíos al mar». Yo trabajo con las palabras, y el uso del lenguaje en la creación de percepciones me intriga. Esta práctica ‑muchas veces llamada «diplomacia pública»- se ha convertido en un útil indispensable en el mundo de la geopolítica. Las palabras, al fin y al cabo, son los bloques de construcción de nuestra psicología.
Cojamos por ejemplo la manera en la que hemos llegado a percibir el «litigio» israelo-palestino y las resoluciones a este conflicto, que continúa. Voy a utilizar ideas ya expresadas en otros artículos.
Estados Unidos e Israel han determinado el discurso mundial sobre esta cuestión, definiendo los parámetros estrictos que limitan cada vez más el contenido y la orientación´on del debate. Cualquier discusión fuera de estos parámetros, hasta hace poco, era considerada como irreal, improductiva e incluso subversiva.
La participación en el debate está reservada a los que suscriben estos grandes principios: aceptación de Israel, su hegemonía regional y su superioridad militar; aceptación de la lógica dudosa sobre la que se funda la reivindicación de Palestina por el Estado judío; y aceptación de cuales son los interlocutores, movimientos y gobiernos aceptables o no en cualquier solución al conflicto.
Palabras como paloma, halcón, militante, extremista, moderado, terrorista, islamo-fascista, negacionista, menaza existencial, mollah loco, determinan la participación en la solución ‑y son capaces de excluir otras instantáneamente.
Seguidamente, está el lenguaje que preserva «el derecho de Israel a existir» sin poner ninguna cuestión: todo lo que invoca al Holocausto, al antisemitismo y a los mitos sobre los derechos históricos de los judíos a la tierra legada por el Todo-Poderoso –como si Dios fuera un agente inmobiliario. Este lenguaje no intenta solamente impedir cualquier tipo de contestación de la conexión judía a Palestina, sino que además busca sobre todo castigar y marginalizar a los que atacan la legitimidad de esta experiencia colonial moderna.
Pero este pensamiento colectivo no llega a nada, no hace más que ocultar, distraer, desviar, esquivar y disminuir, y no nos encontramos más cerca de una solución satisfactoria… porque la premisa es falsa.
No hay ninguna solución a este problema. Es el tipo de crisis en la que se constata el fracaso, se ven los errores y se corrige. El problema es Israel. Es la última experiencia colonial de los tiempos modernos, una experiencia llevada a cabo en el mismo momento en que tales proyectos se hundían en todo el mundo.
No hay «conflicto israelo-palestino» ‑eso podría dar a entender que hay cierta igualdad en la potencia, el sufrimiento y elementos concretos negociables. Pero no existe la más mínima simetría en esta ecuación. Israel es el ocupante y el opresor. Los palestinos son los ocupados y oprimidos.
¿Qué se ha de negociar? Israel tiene todas las cartas en su mano. Pueden devolver tierra, bienes, derechos, pero incluso esto es un absurdo -¿qué se hace de lo que queda? ¿Por qué no devolver todas las tierras, todos los bienes y todos los derechos? ¿Por qué tendrían ellos el derecho de guardar nada? ¿En qué la apropiación de tierra y bienes antes de 1948 es fundamentalmente diferente de la apropiación de tierra y bienes después de esta fecha arbitraria de 1967?
¿En qué son diferentes los colonialistas de antes de 1948 de los que han colonizado y se han instalado después de 1967?
Permítan que me corrija: los palestinos tienen una carta en sus manos que hace salivar a Israel ‑la gran reivindicación en la mesa de negociación que parece contener todo lo otro. Israel aspira al reconocimiento a su «derecho de existir».
Pero Israel existe ya, ¿no?
En realidad, lo que Israel teme más que nada es su «deslegitimación». Detrás de lo aparente hay un Estado construido sobre mitos y narraciones, protegido únicamente por un gigante militar, por miles de millones de dólares de ayuda de Estados Unidos y por el veto en el Consejo de Seguridad de la ONU. No hay nada más entre este Estado y su desmantelamiento. Sin estas tres cosas, los israelíes no vivirían en una entidad que se ha convertido en «el lugar más peligroso del mundo para los judíos».
Si se quita el discurso y el barniz de la propaganda, se verá rápidamente que Israel no tiene ni las bases de un Estado normal. Después de 64 años no tiene fronteras. Después de seis decenios, no ha estado nunca tan aislado. Después de medio siglo, necesita un ejército gigantesco simplemente para impedir que los palestinos entren a pie a sus casas.
Israel es una experiencia fracasada. Está conectado a una máquina que mantiene sus constantes vitales. Si se desenchufan estos tres tubos es un cadáver, sobreviviendo únicamente en la mente de algunos extranjeros que se han equivocado gravemente pensando que podían lograr el milagro del siglo.
La cosa más importante que podemos hacer en la óptica de un solo Estado es desembarazarnos rápidamente del viejo lenguaje. De todas maneras nada era verdad ‑no era más que el lenguaje empleado en un «juego» particular.
Desarrollemos un nuevo vocabulario de posibilidades, el nuevo Estado será el nacimiento de una gran reconciliación de la humanidad: musulmanes, cristianos y judíos vivirán juntos en Palestina como lo hicieron anteriormente.
Los detractores pueden irse, lejos. Nuestra paciencia disminuye como la tela de las tiendas de campaña en los campos del purgatorio en donde viven los palestinos desde hace tres generaciones.
Estos refugiados explotados por todo el mundo tienen derecho a bellos pisos ‑como esos que tienen piscina en la planta baja y un pequeño jardín de palmeras en el exterior del hall de entrada. Porque la indemnización que se les debe por esta experiencia occidental fracasada será siempre insuficiente.
Y no, nadie odia a los judíos. Este es el último argumento que les queda y con el que nos gritan ‑es el último cortafuego para proteger este Frankenstein israelí. No me interesa para nada escribir las habituales frases para probar que no odio a los judíos. Es imposible de comprobar y francamente el argumento no es más que una coartada. Si los judíos que no han vivido el Holocausto sienten todavía el dolor, que se arreglen con los alemanes. Que les exijan una parte importante de tierras en Alemania ‑y que tengan suerte.
En cuanto a los antisemitas que se les hace la boca agua en cuanto ven un artículo que ataca Israel, que se vayan a tomar viento, vosotros sois parte del problema.
Los israelíes que no quieran compartir Palestina como ciudadanos iguales con la población palestina indígena, los que no querrán renunciar a lo que pidieron a la población palestina que renunciara hace 64 años, que cojan su segundo pasaporte y que vuelvan a sus casas. Los que se queden lo mejor que pueden hacer es adoptar una actitud positiva. Los palestinos han mostrado su capacidad a perdonar. El nivel de la carnicería que han sufrido de la parte de sus opresores ‑sin respuesta comparable- demuestra una retención y una fe importantes.
Será menos la muerte de un Estado judío que la desaparición de los últimos vestigios del colonialismo moderno. Será solamente un rito, todo irá bien. En este momento particular del siglo XXI, somos todos, universalmente, palestinos, y corregir esta injusticia constituirá un test de nuestra humanidad colectiva, y persona no tiene el derecho de quedarse con los brazos cruzados.
Israel no tiene derecho a existir. Romped esta barrera mental y decid: «Israel no tiene derecho a existir». Saborearlo, tuistearlo, enviadlo por Facebook, y hacedlo sin pensarlo dos veces. La deslegitimación ya está ahí, no tengáis miedo.
Palestina será menos dolorosa de lo que nunca ha sido Israel.
Sharmine NARWANI
4 de agosto de 2014
Traducido por Boltxe kolektiboa de la versión francesa de Grand Soir.