“Escla­vas del tem­plo” luchan por libe­rar­se en India- Ste­lla Paul

“Estoy marea­da. El taba­co me da dolor de cabe­za y náu­seas”, con­tó Nallu­ri Posha­ni, quien solo tie­ne 32 años, pero pare­ce una mujer de bas­tan­te más edad. IPS la entre­vis­tó mien­tras con des­tre­za fabri­ca­ba “bee­dis”, un ciga­rri­llo local, arro­di­lla­da en el sue­lo jun­to a una pila de taba­co y hojas.
Posha­ni no es una mujer común, es una jogi­ni, que podría tra­du­cir­se como “escla­va del tem­plo”. Es una de las miles de jóve­nes dalits, la más baja en el sis­te­ma de cas­tas hin­dú. Des­de muy peque­ñas las dedi­can a la dio­sa del pue­blo Yellam­ma, por­que se cree que su pre­sen­cia en el tem­plo ale­ja­rá a los malos espí­ri­tus y trae­rá pros­pe­ri­dad para todos.

Actual­men­te, no pue­de hacer otra cosa que fabri­car ciga­rri­llos, que ven­de a dos dóla­res las 1.000 uni­da­des y le deja unos 36 dóla­res al mes. “Oja­lá pudie­ra tener otro tra­ba­jo”, anheló.
Tenía solo cin­co años cuan­do pro­ta­go­ni­zó el ritual de dedicación.
Pri­me­ro la baña­ron, la vis­tie­ron como novia y la lle­va­ron al tem­plo don­de un sacer­do­te le ató un “tha­li”, un hilo sagra­do que sim­bo­li­za el matri­mo­nio, alre­de­dor del cue­llo. Lue­go la con­du­je­ron afue­ra don­de había una mul­ti­tud reu­ni­da, la suje­ta­ron para que la exa­mi­na­ran y la pro­cla­ma­ron nue­va jogini.
“Aho­ra las muje­res con­si­de­ran que el sis­te­ma jogi­ni es una vio­la­ción a los dere­chos huma­nos de la comu­ni­dad dalit»: Kola­mad­di Pari­ja­tam, acti­vis­ta del pobla­dor de Vellpoor.
Duran­te varios años vivió y tra­ba­jó en el tem­plo, pero al lle­gar a la puber­tad, los hom­bres del pue­blo, por lo gene­ral de cas­tas altas que en otro con­tex­to la hubie­ran con­si­de­ra­do “into­ca­ble” como a todos los dalits, la visi­ta­ban por la noche y man­te­nían rela­cio­nes sexua­les con ella.
Nun­ca fue una tra­ba­ja­do­ra sexual por­que nun­ca cobró o le paga­ron por sos­te­ner esas rela­cio­nes. Pero sí esta­ba ata­da al tem­plo, median­te ritua­les y la fir­me creen­cia de los luga­re­ños en sus pode­res sobrenaturales.

Solo la con­si­de­ra­ban más que una pros­ti­tu­ta duran­te los fes­ti­va­les reli­gio­sos, cuan­do bai­la­ba en tran­ce ofi­cian­do de médium a tra­vés del cual se expre­sa­ba la dio­sa Yellam­ma. Si no, la mayo­ría de sus casi tres déca­das de ser­vi­dum­bre estu­vie­ron teñi­das de vio­len­cia y fal­ta de respeto.

Actual­men­te, hay una fuer­te cam­pa­ña con­tra las jogi­nis en el pue­blo de Vell­poor, en la región de Niza­ma­bad en el sure­ño esta­do indio de Telan­ga­na, para prohi­bir esta prác­ti­ca cen­te­na­ria. Pero las muje­res como Posha­ni toda­vía no tie­nen mucho que celebrar.

Si bien está con­ten­ta de no tener más ata­du­ras sexua­les, no tie­ne cómo man­te­ner­se sin casa, ni tie­rras y una deu­da de 200.000 rupias (unos 3.000 dóla­res), que pidió pres­ta­dos a un usurero.

Visi­ble­men­te des­nu­tri­da, Posha­ni repre­sen­ta la situa­ción de muchas muje­res jogi­nis adul­tas que se encuen­tran explo­ta­das sexual­men­te, en la pobre­za, enfer­mas y solas.

Tra­di­ción o un sis­te­ma de explotación

Según cifras ofi­cia­les, hay unas 30.000 jogi­nis, tam­bién lla­ma­das dev­da­sis o matam­mas, en Telan­ga­na. Otras 20.000 viven en el vecino esta­do de Andh­ra Pra­desh. En ambos esta­dos, 90 por cien­to de las jogi­nis son dalits.

La pros­ti­tu­ción en los tem­plos está prohi­bi­da en Andh­ra Pra­desh des­de 1988. La Ley para la Abo­li­ción de las Jogi­ni cas­ti­ga la ini­cia­ción de una mujer en el sis­te­ma con penas de entre dos a tres años de cár­cel y una mul­ta de 3.000 rupias (unos 33 dólares).

Pero es un cas­ti­go dema­sia­do sua­ve para un deli­to tan atroz, obser­vó Gra­ce Nir­ma­la, una acti­vis­ta de Hyde­ra­bad, capi­tal com­par­ti­da por ambos estados.

“Las jogi­nis viven ale­ja­das de sus fami­lias y no tie­nen dere­chos”, expli­có Nir­ma­la, quien diri­ge la orga­ni­za­ción Ahs­ray (refu­gio) y hace 20 años se dedi­ca a res­ca­tar y reha­bi­li­tar a estas muje­res. “Su vida que­da total­men­te arrui­na­da y el cas­ti­go son un par de años de cár­cel o una mul­ta de unas pocas rupias”, subrayó.

La mayo­ría de los agen­tes de poli­cía ni siquie­ra cono­cen la ley, lo que difi­cul­ta la abo­li­ción de la prác­ti­ca, apuntó.

Las supers­ti­cio­nes tam­bién con­tri­bu­yen a man­te­ner la tra­di­ción, pues muchos luga­re­ños creen que las jogi­nis tie­nen pode­res divinos.

“Acos­tar­se con una jogi­ni es una for­ma de invo­car el poder sobre­na­tu­ral y agra­dar a la dio­sa”, expli­có Nir­ma­la. “En muchas fami­lias, cuan­do hay algo que les moles­ta, la espo­sa le pide a su mari­do que ten­ga rela­cio­nes con la jogi­ni para que el pro­ble­ma se vaya”, añadió.

Pero hay quie­nes atri­bu­yen esta prác­ti­ca al arrai­ga­do sis­te­ma de castas.

“El sis­te­ma jogi­ni no solo vio­la los dere­chos de las muje­res, tam­bién los dere­chos huma­nos por­que siem­pre es una mujer dalit la que se con­vier­te en jogi­ni, así como siem­pre son de las cas­tas domi­nan­tes los que ella sir­ve”, argu­yó Jyo­ti Nee­laiah, defen­so­ra de los dere­chos dalits en Hyderabad.

Todo el sis­te­ma es un “jue­go de poder” en el que los gru­pos socia­les domi­nan­tes opri­men a los más débi­les y mar­gi­na­dos de la socie­dad, insistió.

La acti­vis­ta Kola­mad­di Pari­ja­tam cues­tio­na la expli­ca­ción de varias orga­ni­za­cio­nes, e inclu­so de aca­dé­mi­cos, sobre que esta prác­ti­ca tie­ne pro­fun­das raí­ces cul­tu­ra­les y que debie­ra preservarse.

La comu­ni­dad dalit cons­ti­tu­ye 17 por cien­to de la pobla­ción del nue­vo esta­do de Telan­ga­na, por lo que muchas acti­vis­tas creen que Vell­poor es un buen lugar para enca­be­zar el movi­mien­to a favor de una refor­ma legal. Pari­ja­tam hace seis años que movi­li­za a las muje­res rura­les con­tra este sis­te­ma. Ha tra­ba­ja­do inclu­so en Vell­poor, don­de hay unas 30 joginis.

Moles­tas por la inca­pa­ci­dad de las auto­ri­da­des de fre­nar esta prác­ti­ca, las muje­res se con­vir­tie­ron en vigi­lan­tes en un inten­to por res­ca­tar a sus con­gé­ne­res de la cere­mo­nia de dedicación.

La poli­cía de a poco toma con­cien­cia de la ley gra­cias a la pre­sión de orga­ni­za­cio­nes civi­les. Pero el pro­ce­so es muy len­to y la mayor res­pon­sa­bi­li­dad recae sobre las acti­vis­tas que denun­cian las vio­la­cio­nes y se ase­gu­ran que los res­pon­sa­bles sean detenidos.

Las acti­vis­tas recla­man al gobierno que des­ti­ne recur­sos del Plan para el Com­po­nen­te Espe­cial ‑que ofre­ce apo­yo eco­nó­mi­co y social a las comu­ni­da­des mar­gi­na­das- a la reha­bi­li­ta­ción de las jogi­nis, quie­nes per­ma­ne­cen exclui­das de los pro­gra­mas de asistencia.

Nee­laiah hizo hin­ca­pié en que los hijos y las hijas de las jogi­nis corren el ries­go de sufrir abu­sos ver­ba­les y aco­so si se lle­ga a cono­cer la iden­ti­dad de sus madres. Las niñas están en una situa­ción par­ti­cu­lar­men­te vul­ne­ra­ble por­que pue­den ser víc­ti­mas de tra­ta u obli­ga­das a reem­pla­zar a su madre en el templo.

Tan­to Nee­laiah como Nir­ma­la tra­ba­jan para que los hijos y las hijas de las jogi­nis vayan a la escue­la, lo que, según ellas, es la mejor for­ma de protegerlos.

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