¿Existe el patriarcado o ya ha desaparecido? ¿Es propio únicamente de países lejanos o de épocas remotas de la Historia? La antropología ha definido el patriarcado como un sistema de organización social en el que los puestos clave de poder (político, económico, religioso y militar) se encuentran, exclusiva o mayoritariamente, en manos de varones. Ateniéndose a esta caracterización, se ha concluido que todas las sociedades humanas conocidas, del pasado y del presente, son patriarcales. Se trata de una organización histórica de gran antigüedad que llega hasta nuestros días. En efecto, consideremos uno a uno los aspectos del poder a los que se refiere esta definición y veremos que somos incapaces de dar un solo ejemplo que no corresponda a ella. Sobre la causa de esta universalidad del patriarcado existen variadas hipótesis.
Como bien nos recuerda Celia Amorós en La gran diferencia y sus pequeñas consecuencias… para las luchas de las mujeres (Cátedra, 2005), el patriarcado no es una esencia, sino un sistema metaestable de dominación ejercido por los individuos que, al mismo tiempo, son troquelados por él. Todos formamos parte de él y estamos forjados por él pero eso no nos exime de la responsabilidad de intentar distanciarnos críticamente de sus estructuras y actuar ética y políticamente contra sus bases y sus efectos. Que el patriarcado sea metaestable significa que sus formas se van adaptando a los distintos tipos históricos de organización económica y social, preservándose en mayor o menor medida, sin embargo, su carácter de sistema de ejercicio del poder y de distribución del reconocimiento entre los pares. Respecto de esto último, agregaré un sencillo ejemplo: todas las semanas me sigue asombrando la abrumadora dosis de reconocimiento intelectual y artístico que adjudican los suplementos literarios de todos los periódicos a creadores consagrados y noveles frente a la exigua ración otorgada a las creadoras de cualquier rango. Es evidente que, del siglo XVIII a nuestra época, no ha cambiado demasiado la percepción del “genio” como eminentemente viril.
Reflexionando sobre el patriarcado y los obstáculos que pone al reconocimiento del genio en una mujer, en su libro La política de las mujeres (Cátedra, 1997), Amelia Valcárcel subraya justamente que el acceso a la igualdad pasa tanto por la democracia paritaria y el empleo femenino como por el reconocimiento de la individualidad y del mérito en las mujeres y que un buen comienzo es la práctica de la solidaridad entre las mismas mujeres (excepto en el caso de que ésta implicara apoyo a medidas o ideologías contrarias a la emancipación). En Malas (Aguilar, 2002), Carmen Alborch ha examinado, a la luz de numerosos ejemplos, la rivalidad entre mujeres y los obstáculos para la solidaridad, dificultades relacionadas con la falta de autoconciencia de pertenecer a un colectivo históricamente discriminado. Descubrir la trama de la red socio-cultural en la que vivimos y de la que hemos extraído elementos para la constitución de nuestra propia identidad no es tarea sencilla.
La desaparición de los elementos coercitivos tanto en el plano de la ley como en el de las costumbres se debe fundamentalmente a las luchas del feminismo. Con ello me refiero tanto a su primera manifestación masiva con el sufragismo que conquistó el derecho al voto, como a la “segunda ola” de los sesenta-setenta del siglo XX, con su profunda transformación de las relaciones afectivo-sexuales, y a las investigaciones académicas, grupos locales y políticas de acción positiva de ámbito nacional e internacional que existen actualmente. Muchas son las tareas pendientes y una de ellas, como señala Alicia Miyares en Democracia feminista (Cátedra, 2003) es reconocer y asumir que el feminismo es una teoría que ha de vertebrar la práctica política.
La consideración de la violencia contra las mujeres, antaño considerada parte del orden natural de las cosas, como un grave delito relacionado con el sexismo es un paso fundamental para terminar con una tradición que no reconoce la autonomía a la mitad de los seres humanos. Que muchos de los asesinatos de mujeres sean realizados por hombres que no aceptan la ruptura de la pareja es significativo. “La maté porque era mía”, concepción subyacente a estos crímenes, es una de las expresiones más trágicas del orden patriarcal o sistema estratificado de género. Por ésta y otras asignaturas pendientes como la gran desigualdad en el acceso a los recursos y al reconocimiento, no puede decirse como han hecho algunas pensadoras de la diferencia sexual, que “el patriarcado ha muerto porque ya no existe en la mente de las mujeres”.
En las últimas décadas, se ha tendido a reemplazar el término patriarcado por el de sistema de género (o de sexo-género). Esta sustitución ha sido y es discutida en los ámbitos de pensamiento feminista con diversas y fundamentadas razones que no puedo aquí desarrollar por razones de espacio. Para muchas personas, entre las que me incluyo, el concepto de género como construcción cultural de las identidades y relaciones de sexo puede ser de utilidad para la comprensión de la organización jerárquica patriarcal si no se abandona el talante crítico feminista que pone de relieve la persistente desigualdad entre los sexos. La reacción indignada de tantos articulistas y literatos ante la generalización del uso de este término me ha reforzado en tal convicción. Un conocido lingüista propuso “sexo” y “naturaleza” como términos adecuados en lugar de “género”. El 13 de mayo de 2004, la Real Academia Española llegó a emitir un informe instando al gobierno a utilizar, en la denominación de la ley integral en curso de preparación, la expresión “violencia doméstica” en vez de “violencia de género”. Creo que a esta fuerte resistencia a aceptar un término que apunta al carácter estructural, cultural, histórico y sistemático de la organización patriarcal puede aplicarse el concepto de Pierre Bourdieu de violencia simbólica como mecanismo que dificulta la lucha cognitiva tendente a alcanzar la autoconciencia y la autonomía de un grupo oprimido. En nombre de las normas lingüísticas, se obstaculiza el uso de instrumentos conceptuales capaces de desafiar la relación de subordinación. Se priva, así, de significantes y significados adecuados a quienes intentan transformar las relaciones sociales. “Género” queda excluido del lenguaje por ser “una mala traducción del inglés” gender y “patriarcado” en el diccionario de la Real Academia no alude más que a una “organización social primitiva” en la que la autoridad recaía en el varón jefe de cada familia, o al “gobierno o autoridad de un patriarca”. A su vez, “patriarca” es definido como “persona (sic) que por su edad y sabiduría ejerce autoridad en una familia o en una colectividad”. Ni rastros de la reelaboración feminista y de su fuerte impacto en las ciencias sociales contemporáneas. ¿Simple casualidad? Quizás debamos pensar que no lo es, sobre todo cuando todavía el término “feminista” es utilizado como un insulto contra los que creen que la igualdad entre los sexos es un legado y una promesa del pensamiento democrático.