Que­ri­do Kurt Cobain- Rafael Narbona

Ape­nas te conoz­co, pero te sien­to cer­ca de mí. Los dos somos bipo­la­res, los dos hemos vivi­dos cer­ca­dos por las lla­ma­ra­das del sui­ci­dio, los dos nos ena­mo­ra­mos de la heroí­na, acep­tan­do la ser­vi­dum­bre de exis­tir para apa­ci­guar un abso­lu­to fugaz. Los dos hemos cono­ci­do la infe­li­ci­dad a una edad tem­pra­na, los dos comen­za­mos a esca­par­nos del mun­do con doce años, cuan­do adver­ti­mos que las pala­bras pue­den con­ver­tir­se en un río de luz.

Las pala­bras pusie­ron el infi­ni­to al alcan­ce de nues­tras manos y, con la impa­cien­cia de un aman­te que se des­nu­da por pri­me­ra vez, nos aden­tra­mos en ellas, anhe­lan­do la car­ne y el alma, el pla­cer y la ter­nu­ra. Pen­sa­mos que nos libra­ría­mos del dolor, pero las pala­bras no son hijas de la ter­nu­ra, sino de la cruel­dad. No lo des­cu­bri­mos en segui­da, pero aho­ra lo sabe­mos y nos hemos enre­da­do con la muer­te, soñan­do des­na­cer y con­tem­plar cómo nues­tros hue­sos se enfrían en una noche páli­da, sin memo­ria del tiem­po ni expec­ta­ti­va de un porvenir.

Pen­sa­mos que escri­bir sería como vol­ver a nacer, sin sos­pe­char que nacer no es algo her­mo­so, sino terri­ble. Escri­bir es apren­der que los afec­tos son tan frá­gi­les como la ilu­sión de un paraí­so inexis­ten­te. Escri­bir es como tocar una gui­ta­rra, con el temor de olvi­dar la siguien­te nota. Las pala­bras son cuer­das que tiem­blan en una vie­ja esta­ción de tren, estre­me­ci­das por el tac­to de una mano ham­brien­ta de no ser. Escri­bir es huir de la sole­dad. Escri­bir es pen­sar que el otro pue­de caer den­tro de ti y des­ci­frar lo que calla tu voz. Escri­bir es fra­ca­sar y no deplo­rar que el olvi­do extien­da sobre tu nom­bre una maña­na fría. Escri­bir es pasear por una pla­za en som­bra y sen­tir que la pie­dra pul­ve­ri­za tus ojos. Escri­bir es bus­car un rin­cón para morir.

Nacis­te cua­tro años más tar­de que yo. Eso nos per­mi­tió escu­char los mis­mos vini­los. El vini­lo es un atrio don­de el silen­cio se mez­cla con unos pasos. Es un soni­do imper­fec­to, pero ver­da­de­ro. El vini­lo es un men­di­go que mur­mu­ra algo inin­te­li­gi­ble, sin igno­rar que su tiem­po se aca­ba. Te ima­gino, que­ri­do Kurt Cobain, des­li­zan­do tus yemas por el filo de un dis­co de Led Zep­pe­lin, obser­van­do tu ros­tro refle­ja­do entre los sur­cos de una negru­ra, con aspec­to de cie­lo en las altas horas de la madru­ga­da, cuan­do los insom­nes se aso­man a un bal­cón y expe­ri­men­tan la ten­ta­ción de sal­tar al vacío. Te ima­gino sos­te­nien­do un bra­zo con agu­ja de dia­man­te, sobre­co­gi­do por la inmi­nen­cia de unas can­cio­nes que te ayu­da­rían a huir de las ceni­zas de una infan­cia des­di­cha­da. Nues­tra niñez se rom­pió a los nue­ve años. Nues­tros recuer­dos son un bos­que cal­ci­na­do que no cesa de humear, ocul­tan­do el sol con gran­des man­chas de som­bra. Te ima­gino escu­chan­do a AC/​DC. Yo ape­nas escu­ché a Bon Scott, ebrio de ira y deci­be­lios, expul­sa­do del cole­gio y de la Arma­da aus­tra­lia­na por sus pasio­nes auto­des­truc­ti­vas, pero su voz estri­den­te y pode­ro­sa es el gri­to de una gár­go­la que aúlla por sus hijos no naci­dos. Escu­cho su voz y sien­to que un ala­ri­do bro­ta de mis entra­ñas, pre­gun­tán­do­se por qué el tiem­po es una llu­via que nos borra poco a poco, sin dejar otro ras­tro que una nada rotu­ra­da por la pena y un sol roto flo­tan­do en un char­co de agua hela­da.

El éxi­to ape­nas miti­gó tu dolor. Nir­va­na no era rock-alter­na­ti­vo. Nir­va­na no era grun­ge. Nir­va­na era el pro­yec­to de sumer­gir­se en una ava­lan­cha de soni­dos para no escu­char el rui­do del mun­do. Nir­va­na sig­ni­fi­ca libe­ra­ción, extin­ción del deseo, paz inte­rior, pero no encon­tras­te nada de eso, sino horri­pi­lan­tes alu­ci­na­cio­nes que pre­ten­dían recluir­te en un cuar­to ama­ri­llo. Te com­pa­ras­te con Fran­ces Far­mer, la actriz inmo­la­da por Holly­wood, que no tole­ró su resis­ten­cia a ser arci­lla y celo­fán, sim­ple mate­ria bajo unos focos con la avi­dez de un dios anti­guo, recla­man­do nue­vos sacri­fi­cios. Con la men­te ani­qui­la­da por infi­ni­tos elec­tro­cho­ques y lar­gas estan­cias en mani­co­mios, Fran­ces murió una y otra vez. Su muer­te aún no ha ter­mi­na­do, pues la muer­te es una caí­da inter­mi­na­ble, don­de la vida nos habi­ta para no sen­tir la sole­dad de estar en el lími­te de lo incon­ce­bi­ble. Lla­mas­te Fran­ces a tu úni­ca hija y anun­cias­te que la ven­gan­za de Fran­ces Far­mer acon­te­ce­ría en Seattle. Te casas­te con una mujer que vació cal­de­ros negros en tu cora­zón. Des­cu­bris­te que se pue­de amar sin moti­vo. Des­cu­bris­te que el amor está ene­mis­ta­do con la razón. Des­cu­bris­te que el amor es como esca­lar por el fue­go, acep­tan­do arder en una hogue­ra de nau­fra­gios y men­ti­ras. Des­pués lle­gó la heroí­na, que trans­for­mó la noche en una lar­ga vigi­lia y el día en una noche pri­sio­ne­ra de la ansie­dad y el mie­do. La heroí­na es una flor de almen­dro que via­ja por tus venas, alum­bran­do pavo­ro­sas visio­nes. La heroí­na es como hacer el amor con el silen­cio y sen­tir que unas pier­nas de nie­ve jue­gan con tu espal­da, susu­rrán­do­te al oído que no te ale­jes jamás.

Te sui­ci­das­te con 27 años, siguien­do el ras­tro de Jimi Hen­drix, Janis Joplin, Brian Jones y Jim Morri­son. Dejas­te una nota de des­pe­di­da, hablan­do de tus sen­ti­mien­tos de cul­pa­bi­li­dad y de tu inca­pa­ci­dad de ilu­sio­nar­te por las cosas. La músi­ca ya no logra­ba encen­der tu ambi­ción de subir a un esce­na­rio y sen­tir el afec­to de la gen­te. Te preo­cu­pa­ban los otros, pero el amor se mez­cla­ba con la tris­te­za y el odio. Odia­bas que los demás pudie­ran rela­cio­nar­se entre sí, sin la nece­si­dad de agra­dar y el mie­do de ser recha­za­dos. Te defi­nías como una cria­tu­ra luná­ti­ca y volu­ble. Admi­tías que se te había aca­ba­do la pasión y que pre­fe­rías arder a que­mar­te poco a poco. No voy a men­tir. Des­cu­brí tu músi­ca tar­de. El rock se había muer­to para mí en los ochen­ta, pero aho­ra noto tu pro­xi­mi­dad. Nos ha reu­ni­do la melan­co­lía, la vela de una qui­me­ra que se hun­dió en una noche de insom­nio, el anhe­lo de ser que­ri­do y el temor de no con­se­guir­lo, el amor a las pala­bras y el deseo de ser som­bra. Nues­tras vidas son un sue­ño que hier­ve entre espu­mas. Nues­tra muer­te es el aire que se ador­me­ce en las altu­ras. Que­ri­do Kurt Cobain, te escri­bo por­que sé que la muer­te no nos sal­va­rá. La muer­te es una tar­de roja que jue­ga con nues­tras ilu­sio­nes, fin­gien­do que es posi­ble morir y no sen­tir el dolor del mun­do. La muer­te no es un mis­te­rio, sino una lum­bre que se ali­men­ta de nues­tro has­tío. Algún día nos encon­tra­re­mos y nues­tros ojos dibu­ja­rán pai­sa­jes con pája­ros de fue­go y ríos de ceni­za.

RAFAEL NARBONA

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