«La desconexión del juego financiero con la economía de las cosas o economía real, donde radica el empleo y el consumo» es para el autor una clave en el «pastel envenenado» de la crisis. Afirma que aceptar la moneda como «única mercancía voluptuosa» conllevará «lesiones profundas» del llamado mercado libre. Y apuesta por resituar el dinero como «símbolo de intercambio» y por que «la responsabilidad de la producción pase a las administradoras manos populares».
La Sra. Caroline Atkinson, responsable de Relaciones Externas del Fondo Monetario Internacional, acaba de hacer arriesgados juegos malabares con los conceptos económicos. Estos juegos son habituales en los jerarcas del Fondo, en los del Banco Mundial y en la Organización Internacional de Comercio. Se sirven para producir una convicción sobre sus afirmaciones de un extraño britamericano poblado de neologismos y manipulaciones idiomáticas. Pero al fin la realidad siempre acaba por dejar desnudo su discurso que es simplemente una atrabiliaria manipulación más por parte del poder existente.
La Sra. Atkinson, a fin de negar la quiebra general, ha diferenciado los problemas económicos que sufre España y los que padece Irlanda con el simplicísimo regate de decir que las dificultades irlandesas surgen de su sistema bancario y las de España brotan del desempleo y del inexistente crecimiento. La habilidad retórica es notoria y al parecer eficaz al haber sido convertida la economía en un puro juego numérico sustraído al conocimiento de la ciudadanía, cosa que no sucedía en tiempo de los grandes clásicos de la economía política, que era una ciencia moral y se explicaba con un lenguaje social muy comprensible.
Decir que los problemas de Irlanda brotan de su banca y que los de España surgen del inexistente crecimiento y del paro es decir prácticamente lo mismo. A mí me da igual que mi trozo de tarta provenga de distinta parte del pastel que el trozo de tarta del comensal que me sigue. Todo es el mismo pastel envenenado. Parece evidente que los problemas financieros de los bancos han aparecido porque ese juego financiero ha sido absolutamente desconectado de la economía real o economía de cosas, que es donde radica el empleo y el consumo.
Es más, el aceptar como una única mercancía voluptuosa la moneda, cuando en tiempos de la economía liberal-burguesa la moneda era un simple signo de intercambio, ha llevado a la pobreza de la inversión física real y, con ello, a la multiplicación del paro y a la reversión del crecimiento social. El trabajo ha desaparecido en consecuencia como un valor fundamental o se ha transformado en una pesada carga sobre las espaldas de quienes manipulan los números en la Bolsa y convierten los mercados en marco de puras especulaciones que están entre la piratería que practican los grandes poderes y el corso que permiten con su bandera los Estados. La realidad es esta y está retratada en los grandes economistas que florecieron desde David Ricardo al Sr. Marx, pasando actualmente por gente de la sabiduría del Sr. Schumpeter o del mismo Sr. Galbraith, que entre col y col de su epidérmica y cínica adhesión al sistema se ha referido siempre a la realidad de la producción de mercancías y a los problemas de la distribución y el consumo como los verdaderos y fundamentales hechos económicos. Estos ilustres varones subrayan siempre con rasgos enérgicos que el manejo desatentado de la moneda como origen y fin de sí misma conlleva una putrefacción inevitable de la economía real. Es más, la tendencia constante de los poderes públicos a emitir moneda sin mayor recato ‑por ejemplo, lo que está haciendo Estados Unidos en estos momentos- origina la enfermedad de la inflación, que produce la anorexia de la producción y el consumo. Al fin y al cabo, Estados Unidos con su abundante emisión de dólares por la Reserva Federal provoca una devaluación de hecho del billete verde que conlleva una lesión profunda en el equilibrio del llamado libre mercado, que ya no es ni libre ni, consecuentemente, mercado ¡Cuántas leyes deforman además ese mercado!
Hay que subrayar decentemente que la Banca española parece disfrutar de un cierto equilibrio en sus balances, pero esto lo logra merced a la práctica de solapar su gigantesco y real agujero mediante la sangría que produce en otros pueblos su piratería de activos líquidos mediante la compra de organizaciones bancarias ajenas que pasan por una serie de apuros.
Con ese asalto a los fondos exteriores la Banca española se permite mantener una suicida guerra de depósitos bien retribuidos aquí que acumulan masas dinerarias en sus arcas sin tener en cuenta que ese dinero le crea una realidad edematosa al no transitar hacia el préstamo. Claro que la Banca española sabe que los Gobiernos de Madrid acudirán en su auxilio tan pronto sean requeridos para inyectarles nuevas remesas que les permitan seguir con su juego interbancario y sus especulaciones bolsísticas sin otro horizonte que crear un poder cada vez más piramidal desconectado de la realidad productiva.
Un país como España, de pequeña y mediana empresa, no recibe el caudal crediticio mínimo y va quedándose exangüe, mientras los financieros sueñan con una multinacionalidad para unas escasas firmas que no producen ni empleo en el interior ni mucho menos crean un consumo regular, base que sustenta la economía toda. La Banca española procede con la voracidad del tiburón al devorar entidades de su misma especie y camina hacia la muerte de los dinosaurios, que no perecieron sino por la carencia de alimentación adecuada y suficiente para satisfacer su tremenda avidez. Dejémonos de jugar con figuras de meteoritos exteriores como fin de los grandes saurios, que perecieron tras un dramático autocanibalismo.
Ante este panorama, el sistema acude a enganchar su carreta quejumbrosa a la socialdemocracia ‑que facilita el falso recuerdo de lo que las masas cautivas creen aún socialismo- o a un conservadurismo autocrático que ha substituído los objetivos esenciales de la vida por preocupaciones de seguridad, globalización, tecnologías y guerras productivas que convierten al hombre actual en un vencido incapaz de hacerse cargo de su propia vida. Seducido por el analfabetismo que produce la imagen, tanto material como verbal, ese ciudadano ha dejado de ser tal para inclinarse sumisamente frente al altar en que los grandes sacerdotes ofician con lenguaje esotérico a los demonios del capitalismo.
Si consideramos la realidad desde tal punto, y habríamos de ser ciegos ‑lo somos, este es el drama- para no verlo así, habríamos de cambiar la óptica sobre la total institucionalidad vigente ‑clave cifrada de la dominación velada- por un modelo social en donde el dinero volviera a ser simplemente un símbolo de intercambio y la responsabilidad acerca de la vida pasase a las manos populares constituídas en administradoras de la producción que ellas protagonizan.
Masas que no pueden amanillarse con el dogma del mercado que se atribuyen y conducen las minorías explotadoras. Lamento hablar de explotadores y explotados, pero creo que la visión de la realidad no permite distinto tipo de lenguaje. Llámennos simples, pero hagamos la revolución que la sociedad necesita para que el asesinato vil de millones de seres, mediante la enfermedad, el hambre y las armas, no constituya lo «razonable» en la vida humana. Creo que el socialismo previsto por Marx está a la vuelta de la esquina como la gran necesidad. Incluso creo que lo que se estimó una equivocación marxiana ‑que la revolución se daría en los grandes países industrializados- recupera su valor.
El famoso eslabón débil de Lenin ‑la Rusia zarista y pobre- se entrevé ya, aunque sea vagorosamente, en la carne de esas grandes potencias que hoy recurren al arancel, al ámbito económico cerrado y a las nacionalizaciones encubiertas para protegerse del hambre y de las necesidades que estrangulan a buena parte de sus masas.
Con todas esas medidas tratan de oponerse a su respuesta violenta, a la que quiere exorcizarse mostrándoles constantemente el demonio del terrorismo.