Ahí están de nuevo los franceses: de huelga, bloqueando el transporte, armando una buena por las calles, y todo simplemente porque el gobierno quiere elevar la edad de jubilación de los 60 años a los 62. Tienen que estar locos.
Supongo que esa es la forma en que se ve el actual movimiento de masas – o se muestra, por lo menos – en buena parte del mundo, y sobre todo en el mundo anglosajón.
Acaso lo primero que haya que decir respecto a las actuales huelgas masivas en Francia es que en realidad no tienen que ver realmente con «elevar la edad de jubilación de los 60 a los 62 años». Esto equivale a describir el libre mercado capitalista como una especie de puesto de limonada. Una simplificación propagandística de cuestiones muy complejas.
Les permite a los comentaristas arremeter contra puertas de par en par abiertas. Al fin y al cabo, observan sagazmente, la gente de otros países trabaja hasta los 65 años, de modo que ¿por qué van a librarse los franceses a los 62? La población envejece, y si no se eleva la edad de jubilación, el sistema de pensiones irá a la bancarrota teniendo que pagar las pensiones de tantos ancianos.
Sin embargo, el actual movimiento de protesta no tiene que ver con «elevar la edad de jubilación de los 60 a los 62». Se trata de mucho más.
Para empezar, este movimiento expresa la exasperación con el gobierno de Nicolas Sarkozy, que de forma descarada favorece a los superricos sobre la mayoría de la clase trabajadora de este país. Fue elegido con el lema, «Trabajar más para ganar más», y la realidad ha terminado siendo que se trabaja más para ganar menos. El ministro de Trabajo que introdujo la reforma, Eric Woerth, le consiguió a su mujer un empleo entre el personal de oficina de la mujer más rica de Francia, Liliane Bettencourt, heredera de L´Oréal, el gigante de los cosméticos, al mismo tiempo que como ministro a cargo del presupuesto hacía la vista gorda a sus abultadas evasiones fiscales.
Mientras las deducciones fiscales a los ricos ayudan a vaciar las arcas públicas, este gobierno hace lo que puede por echar abajo el conjunto del sistema de seguridad social surgido tras la Segunda Guerra Mundial con el pretexto de que «no nos lo podemos permitir».
La cuestión de las jubilaciones resulta bastante más compleja que la «edad de jubilación». La edad legal de jubilación significa la edad a la que puede uno jubilarse. Pero la pensión depende del número de años trabajados, o para ser más precisos, del número de cotisations del plan conjunto de pensiones. Con la excusa de «salvar al sistema de la bancarrota», el gobierno va elevando gradualmente el número de años de cotización de 40 a 43 años, dando indicios de que se ampliará aún más en el futuro.
A medida que se prolonga la educación y se empieza a trabajar más tarde, para tener una pensión completa la mayoría de la gente tendrá que trabajar hasta los 65 o los 67. Una «pensión completa» viene a estar en torno al 40% del salario en el momento de la jubilación.
Pero aun así, puede que no sea posible. Cada vez es más difícil encontrar empleos a tiempo completo y los patronos no necesariamente desean conservar empleados mayores. O bien la empresa desaparece y el trabajador de 58 años se encuentra permanentemente desempleado. Cada vez se vuelve más difícil trabajar a tiempo completo en un empleo asalariado durante más de cuarenta años, por mucho que uno quiera. De modo que en la práctica la reforma de Sarkozy-Woerth significa sencillamente reducir las pensiones.
Eso es, de hecho, lo que la Unión Europea ha recomendado a todos los estados miembros como medida económica, con la intención, como en el caso de la mayor parte de las actuales reformas, de reducir costes sociales en nombre de la «competitividad», queriendo decir competencia para atraer la inversión de capital.
Los trabajadores menos cualificados, que en lugar de proseguir sus estudios, hayan podido entrar en la población activa jóvenes, digamos a los dieciocho años, habrán estado inscritos en un plan durante cuarenta y dos años a la edad de 60 si consiguen, desde luego, seguir con empleo durante todo ese periodo. Las estadísticas muestran que su esperanza de vida es relativamente breve, de modo que necesitan dejar de trabajar pronto si quieren disfrutar de alguna clase de jubilación.
El sistema francés se basa en la solidaridad entre generaciones, en el sentido de que las cotizaciones de los trabajadores de hoy se destinan a pagar las pensiones de la gente hoy jubilada. El gobierno ha intentado sutilmente enfrentar a una generación contra otra, arguyendo que es necesario proteger el futuro de la juventud de hoy, que paga por los pensionistas del baby boom. Por lo tanto resulta extremadamente significativo que esta semana los estudiantes universitarios y de instituto se unieran al movimiento huelguístico de protesta. Esta solidaridad intergeneracional es un serio golpe al gobierno.
Los jóvenes son mucho más radicales incluso que los viejos sindicalistas. Son muy conscientes de la creciente dificultad de hacerse una carrera. La tendencia es que el personal cualificado entre en el mercado de trabajo cada vez más tarde, después de haber pasado por años de enseñanza. Con la dificultad de encontrar un puesto de trabajo estable, a tiempo completo, muchos dependen de sus padres hasta los 30 años. Es cuestión de simple aritmética darse cuenta de que en este caso no habrá jubilación plena hasta la edad de 70 años.
Productividad y desindustrialización
Como es ya práctica habitual, los autores de las reformas neoliberales las presentan no como elección sino como necesidad. No hay alternativa. Debemos competir en el mercado global. O seguís nuestra vía o vamos a la quiebra. Y esta reforma la dictó esencialmente la Unión Europea, en un informe de 2003, al concluir que hacer trabajar más a la gente era necesario para recortar los costes de las pensiones.
Estos dictados impiden cualquier discusión de los dos factores básicos que subyacen al problema de las pensiones: productividad y desindustrialización.
Jean-Luc Mélenchon, antiguo miembro del Partido Socialista que encabeza el Partido de la Izquierda [Parti de Gauche] relativamente nuevo, es casi el único dirigente político en apuntar que aun cuando haya menos trabajadores que contribuyan a los planes de pensiones, la diferencia puede compensarse con un aumento de la productividad. Desde luego, la productividad del trabajador francés está entre las más altas del mundo (es mayor que la de Alemania, por ejemplo). Además, aunque Francia tenga la segunda esperanza de vida más alta de Europa, también tiene la tasa de natalidad es más elevada. Y aunque sean menos los que tienen empleo, debido al paro, la riqueza que producen debería ser suficiente para mantener los niveles de las pensiones.
Ajá, pero he aquí el truco: durante décadas, conforme la productividad sube, los salarios se estancan. Los beneficios del aumento de la productividad se desvían al sector financiero. La hinchazón del sector financiero y el estancamiento del poder adquisitivo ha conducido a la crisis financiera, y el gobierno ha conservado el desequilibrio rescatando a los despilfarradores financieros.
Así que, lógicamente, conservar el sistema de pensiones exige básicamente elevar los salarios para que reflejen la mayor productividad: un cambio de política de verdadera envergadura.
Pero existe otro problema crucial ligado a la cuestión de las pensiones: la desindustrialización. Con el fin de mantener los elevados beneficios drenados por el sector financiero y evitar pagar salaros más altos, una industria tras otra ha desplazado su producción a países de trabajo barato. Las empresas rentables cierran mientras el capital sigue buscando beneficios aún mayores.
¿Es esto simplemente resultado inevitable del ascenso de las nuevas potencias industriales de Asia? ¿Es inevitable una rebaja de los niveles de vida de Occidente debido a su ascenso en Oriente?
Tal vez. Sin embargo, si desplazar la producción industrial termina por hacer bajar el poder adquisitivo de Occidente, eso lo sufrirán entonces las exportaciones chinas. La misma China está dando los primeros pasos para fortalecer su mercado interior. El «crecimiento orientado a la exportación» no puede ser la estrategia de todos. La prosperidad mundial depende en realidad de fortalecer tanto la producción interna como los mercados interiores. Pero esto exige la clase de política industrial deliberada que prohíben las burocracias de la globalización: la Organización Mundial del Trabajo y la Unión Europea. Operan con el dogma de la «ventaja comparativa» y la «libre competencia». Sobre la base del libre comercio, China se enfrenta actualmente a sanciones por promover su propia industria de energía solar, vitalmente necesaria para acabar con la mortal contaminación del aire que asola a ese país. Se trata la economía como un gran juego en el que seguir las «reglas del libre mercado» es más importante que el medio ambiente o las necesidades básicas de los seres humanos.
Sólo los financieros pueden salir ganando en este juego. Y si pierden, pues, bueno, consiguen de los gobiernos serviles más fichas para otro juego.
¿Punto muerto?
¿En qué acabara todo?
Debería acabar en algo así como una revolución democrática: una completa puesta a punto de la política económica. Pero hay razones muy poderosas para que esto no suceda.
Para empezar, no hay dirección política en Francia dispuesta y capacitada para dirigir un movimiento verdaderamente radical. Mélenchon es el que más se acerca, pero su partido es nuevo y su base aún es reducida. La izquierda radical se ve maniatada por su sectarismo crónico. Y hay una gran confusión entre la gente que se rebela sin programas ni líderes claros.
Los dirigentes sindicales son bien conscientes de que los empleados pierden un día de salario cada vez que van a la huelga, y lo cierto es que andan siempre inquietos tratando de encontrar modos de terminar una huelga. Los estudiantes son los únicos que no sufren esa limitación. Los sindicalistas y los dirigentes del Partido Socialista no piden nada más drástico que la apertura de negociaciones con el gobierno sobre los detalles de la reforma. Si Sarkozy no fuera tan tozudo, es una concesión que podría hacer el gobierno y que podría devolver la tranquilidad sin cambiar tantísimo.
Sería necesaria la milagrosa aparición de nuevos dirigentes para llevar adelante el movimiento.
Pero aunque esto sucediera, hay un obstáculo aún más formidable para un cambio básico: la Unión Europea. La UE, edificada sobre los sueños populares de una pacífica y próspera Europa unida, se ha convertido en un mecanismo de control social y económico en nombre del capital y especialmente del capital financiero. Además, está ligada a una poderosa alianza militar, la OTAN.
Abandonada a sus propios medios, Francia podría experimentar con un sistema económico más socialmente justo. Pero la UE está ahí precisamente para impedir esos experimentos.
Actitudes anglosajonas
El 19 de octubre, el canal de la televisión internacional francesa France 24 programó un debate sobre las huelgas entre cuatro observadores no franceses. Una mujer portuguesa y un hombre de la India parecían tratar de comprender, con moderado éxito, lo que está sucediendo. Por contraposición, los dos anglo-norteamericanos (el corresponsal en París de la revista Time y Stephen Clarke, autor de 1000 Years of Annoying the French) se divirtieron demostrando su autosatisfecha incapacidad para entender el país sobre el que se ganan la vida escribiendo.
Su rauda y feliz explicación: «Los franceses están siempre de huelga por diversión, porque lo disfrutan».
Un poco más tarde, el moderador mostró una breve entrevista con un estudiante de instituto que ofrecía comentarios serios sobre la cuestión de las pensiones. ¿Hizo esto vacilar a los anglosajones?
La respuesta fue instantánea. ¡Qué triste ver a un joven de dieciocho años pensando en las pensiones cuando debería estar pensando en chicas!
De modo que ya sea por divertirse, ya sea en lugar de divertirse, los franceses resultan absurdos para los anglo-norteamericanos acostumbrados a decirle a todo el mundo lo que ha de hacer.
Sin Permiso