Hace pocos días se cumplió un nuevo aniversario ‑el número 65- de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki. Lo que pocos saben o pocos quieren recordar es que el 8 de agosto de 1945, dos días después del lanzamiento de la primera bomba atómica y pocas horas antes del lanzamiento de la segunda, las potencias ya victoriosas de la segunda guerra mundial firmaron los acuerdos que establecían un tribunal internacional encargado de juzgar los crímenes cometidos durante la contienda. Lo que pocos saben o pocos quieren recordar es que el famoso tribunal de Nuremberg, acto fundacional del derecho internacional moderno, prohibió la guerra -”crimen supremo que concentra en sí todos los otros crímenes”- al mismo tiempo que legalizaba los bombardeos. En sus conclusiones, en efecto, la sentencia de Nuremberg declaró inocentes a aliados y alemanes por igual, “puesto que los bombardeos aéreos de ciudades y fábricas se han convertido en práctica habitual y reconocida por todas las naciones”. El modelo Auschwitz, el de los perdedores, se convertía así en el colofón de la barbarie humana y en una estremecedora advertencia para las futuras generaciones; mientras que el modelo Hiroshima, el de los vencedores, pasó a convertirse en “practica rutinaria” y “derecho consuetudinario”.
Desde entonces está prohibida la guerra y están permitidos los bombardeos. Antes de 1914, el escritor francés Marcel Proust hablaba de los aviones como de los “ojos” de la Humanidad. Se volaba para ver, no para bombardear. Pero hay ciertos ángulos de visión, ciertos rangos de la mirada, que imponen inmediatamente, como una tentación irresistible, el deseo de destruir lo que se capta visualmente. La prohibición de mirar ciertos objetos, la prohibición de mirar desde ciertos objetos (el ojo de la cerradura o la mirilla del avión) es hoy una cuestión de supervivencia no sólo moral sino material. El modelo Auschwitz ‑con sus terribles campos de exterminio horizontal- es después de todo humanamente familiar y quizás por eso nos resulta tan fácil escandalizarnos frente a él y rechazarlo. Si, por el contrario, aceptamos con mansedumbre y naturalidad el modelo Hiroshima ‑el exterminio vertical desde el aire- no es sólo porque forme parte de “la justicia de los vencedores”: es que tiene algo de inimaginable, de irrepresentable, de extraterrestre; está tan fuera de toda medida antropológica que suspende cualquier forma de reacción.
El bombardeo aéreo, en efecto, reúne dos características “incomprensibles” para un ser humano. La primera tiene que ver con el hecho de que ni siquiera “deshumaniza” a sus víctimas antes de matarlas o para justificar su muerte: sus víctimas no son “enemigos” o “animales inferiores” u “obstáculos” sino simples “residuos”. Los cadáveres y las ruinas no han tenido una existencia individual (ni siquiera bajo la forma de un número tatuado en la muñeca) antes de ser “fabricados” desde el B‑52. No han sido ni juzgados ni condenados; tampoco despreciados. Son desde el principio sólo “restos”.
La segunda característica del bombardeo es que, si produce “restos”, no permite establecer ningún vínculo entre ellos y la fuente lejana, celeste e inalcanzable, que los ha causado. Las víctimas sólo pueden alzar el puño en medio de los escombros, como ante la ira de Dios; por su parte los verdugos, encerrados en sus cápsulas de cristal, o cómodamente sentados delante del ordenador, no pueden experimentar ningún sentimiento ‑tampoco odio- por esas existencias que se inclinan y desaparecen bajo un gesto de su dedo. No pueden mirarlas sin que desaparezcan y se las mira precisamente para eso, pero esta desaparición no entraña ninguna emoción ni ninguna tragedia; la acompaña, si acaso, el placer de “no dejar ningún cabo suelto”, la satisfacción de “tachar” todos los puntos que van compareciendo ante nuestros ojos.
Pues bien, curiosamente el modelo del bombardeo aéreo es el que mejor explica la consistencia moral y los efectos materiales del consumo capitalista.
El capitalismo, lo hemos escrito otras veces, no se define por su capacidad para producir riqueza sino para destruirla. Si se recuerda que el 90% de las mercancías que se producen hoy en el mundo dentro de seis meses estarán en la basura se comprende enseguida que el capitalismo no fabrica mesas, coches, ordenadores y lavadoras sino “residuos”, igual que las bombas, y que el ser humano que se empeña ‑durante seis meses- en usarlos como si fueran mesas, coches, ordenadores y lavadoras es él mismo “residual” frente al objetivo económico de sustituirlas lo antes posible por otras. Para el capitalismo, como para el B‑52, las cosas y los hombres son desde el principio “restos” y su verdadero producto ‑ni televisores ni frigoríficos- es la “basura”.
Todos los días, por ejemplo, llegan de Europa miles de aparatos electrónicos desechados a un barrio de Accra (Ghana) conocido como Sodoma. Allí, miles de menores que no han usado en su vida un ordenador, queman y destripan las carcasas en busca de piezas de metal, absorbiendo durante horas de trabajo infernal más de 60 sustancias tóxicas. Lo mismo ocurre en Karachi (Pakistán), donde 20.000 jóvenes, algunos menores de diez años, muchos de ellos refugiados afganos, reciclan la basura electrónica procedente de Occidente, Dubai o Singapur, manipulando plomo, cadmio o antimonio, materiales que destruyen al mismo tiempo la salud de los niños, la tierra y el río Lyari. El 70% de la basura electrónica del mundo acaba en muladares de Asia, en los que las condiciones de trabajo y la contaminación ambiental convierten la vida misma de la gente en abyectamente “residual”.
Pero el consumo capitalista se caracteriza también por su dificultad para establecer vínculos mentales entre una mirada, un gesto del dedo, un trabajo bien hecho o un placer banal y un paisaje de ruinas, a miles de kilómetros del supermercado, en el que están muriendo niños a los que no odiamos; niños que, al contrario, cuando nos los muestran por la televisión, nos enternecen y nos aturden de compasión. Como el piloto del bombardero, vemos el mundo en las vitrinas de las tiendas y en las pantallas del ordenador y somos antropológicamente incapaces de imaginar ahí ningún efecto negativo o destructivo. Los muertos, las ruinas, los hambrientos, son sólo los “restos” o “residuos” de nuestros placeres más inocentes.
Desde nuestros placeres no podemos imaginarnos a Mohamed Khan, de ocho años de edad, quemando un ordenador en Karachi como tampoco desde el sufrimiento de Mohamed Khan puede imaginarse el uso que hacemos los occidentales del ordenador. ¿Por ejemplo? Más de 24 millones de páginas de Internet son de contenido pornográfico (el 12%) y cada segundo 28.258 internautas están viendo pornografía. Cuarenta millones de estadounidenses visitan regularmente estas páginas web, con un volumen de negocio de 2.350 millones de euros al año (más de 4.000 en todo el mundo). El 25% de las búsquedas en la red y el 35% de las descargas son de carácter pornográfico y todos los días se registran 116.000 búsquedas con el rótulo “pornografía infantil”. El 20% de los hombres reconoce ver pornografía mientras está en el trabajo y la edad media en la que un niño estadounidense comienza a frecuentar páginas de contenido sexual es de 11 años.
Mucho más pornográfica que la pornografía misma es la relación inimaginable entre los que miran el ordenador en Utah o Madrid y los que los queman en Ghana y Karachi.
Desde 1945, sí, está prohibida la guerra y están permitidos los bombardeos..