PI17/09/10 Se cuenta una historia sobre un hombre que hizo testamento. Dividió generosamente sus bienes, los distribuyó entre sus familiares, recompensó a sus amigos y no se olvidó de sus sirvientes.
Terminó con un breve párrafo: «Si fallezco, este testamento queda anulado y sin efecto».
Mucho me temo que un párrafo similar se acabe añadiendo al “acuerdo marco” que Benjamin Netanyahu se ha comprometido a firmar en el plazo de un año tras honestas y fructíferas negociaciones con la Autoridad Palestina desarrolladas con la mediación de Hillary Clinton a la mayor gloria del presidente Barack Obama.
Al cabo de 12 meses habrá un acuerdo sobre un marco perfecto. Todos los «temas centrales» quedarán resueltos: creación del Estado palestino, fronteras sobre la base de la Línea Verde, división de Jerusalén entre dos capitales, medidas de seguridad, asentamientos, refugiados, reparto del agua. Todo. Y luego, la víspera de la impresionante ceremonia de firma en el césped de la Casa Blanca, Netanyahu pedirá que se añada un breve párrafo: «En el momento en que se inicien las negociaciones para el tratado de paz permanente este acuerdo será nulo de pleno derecho».
Un “acuerdo marco” no es un tratado de paz: es lo contrario de un tratado de paz. Un tratado de paz es un acuerdo final. Contiene los detalles de los compromisos que se han logrado tras largas y agotadoras negociaciones. Ninguna de las dos partes quedará completamente satisfecha con los resultados, pero cada una sabrá que ha logrado mucho y que puede vivir con ello.
Tras la firma vendrá el momento de aplicar el acuerdo. Dado que todos los detalles han sido elaborados en el propio tratado, no habrá más controversia salvo algunos tecnicismos insignificantes que serán resueltos por el árbitro estadounidense.
Un acuerdo marco es todo lo contrario. Deja abiertos todos los detalles. Cada párrafo del acuerdo permite al menos una docena de interpretaciones diferentes, ya que el acuerdo trata de sortear diferencias fundamentales mediante compromisos verbales.
Se puede afirmar que las negociaciones para un acuerdo marco no son más que el prólogo de las verdaderas negociaciones, un pasillo que conduce al salón.
Si un acuerdo marco se alcanza en el plazo de un año —¡bienaventurados los crédulos!— las verdaderas negociaciones para el tratado final pueden durar cinco años, diez años, cien años, doscientos años. Pregúntenle a Yitzhak Shamir.
¿Qué cómo lo sé? Ya he presenciado antes esta función.
La «Declaración de Principios» de Oslo, que fue firmada hace 17 años menos dos días, fue un acuerdo marco.
Entonces lo tildaron de acuerdo histórico, y con razón. La solemne ceremonia en el jardín de la Casa Blanca estaba completamente justificada.
Su importancia derivaba del acontecimiento que lo precedió el 10 de septiembre (que casualmente coincidió con mi cumpleaños), cuando el líder del movimiento de liberación palestino reconoció formalmente al Estado de Israel y el Primer Ministro de Israel reconoció formalmente la existencia del pueblo palestino y su movimiento de liberación. (Aquí conviene observar que el acuerdo de Oslo de 1993 se fraguó a espaldas de los estadounidenses, igual que la iniciativa de Sadat de 1977 se gestó a espaldas de los estadounidenses. En ambos casos se hizo historia sin la participación de EEUU y, de hecho, temiéndola.
Anwar Sadat decidió realizar su vuelo sin precedentes a Jerusalén sin que el embajador estadounidense en El Cairo lo supiera, y los negociadores de Oslo se cuidaron mucho de mantener en secreto sus actividades. La participación norteamericana no comenzó hasta muy tarde en el proceso, cuando ya había un hecho consumado).
¿Qué ocurrió después de que las dos partes firmaran el marco de Oslo con fondo de trompetas? Se iniciaron las negociaciones.
Negociaciones sobre todos los detalles.
Hubo controversia sobre todos los detalles.
Por ejemplo: el acuerdo decía que entre Cisjordania y la Franja de Gaza se abrirían cuatro «pasos seguros». Israel cumplió esta cláusula del siguiente modo: a lo largo de las vías propuestas los israelíes instalaron llamativas señales de tráfico con el siguiente mensaje escrito en los tres idiomas: «A Gaza». Esas señales, ya oxidadas, aún se pueden ver aquí y allá. ¿Y los pasajes de tránsito? Los israelíes nunca los abrieron.
Otro ejemplo: tras arduas negociaciones Cisjordania fue dividida en tres zonas: A, B y C (desde que Julio César comenzara su libro sobre la conquista de la Galia con las palabras: «La Galia se divide en tres partes», los hombres de Estado no han sabido resistirse a la tentación de dividir cada territorio en tres partes).
La Zona A fue entregada a la Autoridad Palestina, que se constituyó como tal en virtud del acuerdo. El ejército israelí la invade sólo de vez en cuando. La Zona B está formalmente gobernada por la Autoridad Palestina, pero en la práctica es Israel quien la controla. La Zona C, la más grande, se mantuvo firmemente en manos de Israel, que actúa en ella como le place: expropia tierras, construye asentamientos, muros y vallas, y también carreteras para uso exclusivo de los judíos. Por otra parte, se declaró que Israel se retiraría («replegaría») en tres etapas.
La Etapa 1 se ejecutó, y lo mismo se hizo —más o menos— con la etapa 2. La Etapa 3, la más importante, ni siquiera se inició.
Algunas disposiciones han dado lugar a situaciones bufas. Por ejemplo, no hubo acuerdo sobre si el título oficial de Yasser Arafat sería sólo de «chairman», como exigía Israel, o de «presidente», como exigían los palestinos.
A falta de acuerdo se dispuso que en las tres lenguas se lo llamaría «rais», un término árabe que expresa tanto la idea de “chairman” como la de “presidente”. La semana pasada Netanyahu se dirigió a Abu Mazen llamándolo «Presidente Abbas».
O el largo debate sobre el pasaporte palestino. Israel exigía que fuera solamente un «documento de viaje», mientras que los palestinos exigían que fuera un «pasaporte» a todos los efectos, como corresponde a un Estado real. ¡Finalmente se acordó que en su parte superior dijera «documento de viaje» y en la parte inferior «pasaporte»!
Israel aceptó la creación de una Autoridad Palestina. Los palestinos querían llamarla «Autoridad Nacional Palestina». Israel se negó. Cuando los palestinos, contrariamente a lo acordado, imprimieron sellos que contenían la palabra «nacional», tuvieron que destruirlos e imprimir otros nuevos.
Según el acuerdo de Oslo, las negociaciones sobre las cuestiones centrales —fronteras, Jerusalén, refugiados, asentamientos, etc.— debían comenzar en 1994 y terminar con un tratado de paz permanente en un plazo de cinco años.
Las negociaciones no terminaron en 1999 porque nunca comenzaron. ¿Por qué? Muy sencillo: sin un acuerdo final real el conflicto prosiguió en toda su furia. Israel construyó asentamientos a un ritmo frenético para crear «hechos sobre el terreno» antes de la apertura de las negociaciones reales.
Los palestinos iniciaron ataques violentos para acelerar la salida de los israelíes, convencidos de que «Israel sólo entiende el lenguaje de la fuerza».
El diablo, que como todo el mundo sabe está en los detalles, se vengó de los que aplazaron la tarea de pulir los detalles. Cada detalle se convirtió en una mina en el camino hacia la paz.
Esa es la naturaleza de un acuerdo marco: permite negociar sobre cada cuestión concreta una y otra vez, empezando cada vez desde el principio. Los negociadores israelíes aprovecharon esa posibilidad hasta la saciedad: cada «concesión» israelí fue vendida una y otra vez en las sucesivas negociaciones.
Primero en las negociaciones para la «Declaración de Principios», luego en las negociaciones de los acuerdos provisionales; sin duda se las vamos a volver a vender por tercera, cuarta y quinta vez en las negociaciones de los acuerdos permanentes. Y cada vez se las cobraremos caro.
¿Significa esto que una declaración de principios es inútil?
Yo no diría eso. En diplomacia las declaraciones son importantes aunque no estén acompañadas de actos inmediatos. Resurgen una y otra vez. Las palabras que se han pronunciado no puede ser desdichas, aunque solo sean palabras. El genio no puede ser devuelto a la botella.
Cuando el gobierno de Israel reconoció al pueblo palestino le dio la puntilla a un argumento que había dominado la propaganda sionista desde hace casi cien años: que el pueblo palestino ni existe ni ha existido jamás. «No existe tal cosa», como dijo en repetidas ocasiones la (lamentablemente) inolvidable Golda Meir.
Cuando los palestinos reconocieron el Estado de Israel este hecho provocó en la percepción del mundo árabe una revolución irreversible.
Cuando el líder de la derecha israelí reconoce ante el mundo entero la solución de «dos Estados para dos pueblos», dibuja una línea desde la que no hay vuelta atrás. Incluso si lo dice sin creerse realmente sus propias palabras sino solamente como una treta para salir del paso, las palabras tienen vida propia. Se han convertido en un hecho político: a partir de ahora ningún gobierno israelí puede volverse atrás.
Por eso la extrema derecha tenía razón cuando recientemente acusó a Netanyahu de poner en práctica —¡vade retro!— el “diseño Uri Avnery”. Su intención no es hacerme un cumplido, sino condenar a Netanyahu. Es como acusar al Papa de actuar al servicio de los ayatolás.
Si finalmente Netanyahu se viera obligado a firmar un “acuerdo marco” o una “plataforma de acuerdo” que estipulara la creación de un Estado palestino con las fronteras del 4 de junio de 1967, con su capital en Jerusalén Oriental y con limitados intercambios de territorio, tal cosa marcaría la dirección de todos los procesos diplomáticos en el futuro. Sin embargo, no creo que vaya a firmar algo así, e incluso si lo hiciera tampoco sería garantía de que lo fuera a cumplir.
Así pues, insisto: no debería haber acuerdo sobre un proceso diseñado para abocar a una «declaración de principios» o un «acuerdo marco».
Debería haber —aquí y ahora!— negociaciones para un tratado de paz total y definitivo.
El diablo se esconde en los acuerdos marco. Dios vive —si lo hace en algún sitio— en los tratados de paz.
Fuente: rebelion.org