Era un e‑mail, y una petición: pásalo. El mensaje original venía remitido por Bety Cariño. Un breve encabezado daba cuenta de que «así las cosas… Hoy entraremos ingresando si la situación lo permite, al municipio autónomo de San Juan Copala. Les pedimos que estén pendientes». Pero la situación no lo permitió. Sobre todo, no lo permitió el gobierno. La caravana trataba de romper el cerco paramilitar que desde enero mantiene a la comunidad de San Juan Copala, en Oaxaca, sin luz, ni agua, sin médicos ni escuelas. Un desafío imperdonable, no menos que un delito para un país en el que desde hace 500 años se exige a la población mansedumbre ante la miseria, el genocidio, el expolio y la impunidad. Los paramilitares emboscaron la caravana y abrieron fuego. Bety fue asesinada, también un observador finlandés. Seis personas más, defensores y observadores de Derechos Humanos, permanecen desaparecidas. Otras más resultaron heridas.
Pero no busquen la noticia en los grandes medios; tampoco en los pequeños que igualmente esperan la debida recompensa a sus servicios. No busquen a Zapatero jactándose de los disidentes que conseguirá liberar merced a su eficaz política exterior para con el país en cuestión. Ni a Esperanza Aguirre deseando que los mexicanos recuperen la libertad que les es negada. México no le duele. No esperen ver agitadas mesas redondas, ni tertulianos vociferando sobre los derechos humanos y la falta de libertad. El hecho, cercado por un oportuno silencio, no ha alterado la fina sensibilidad de los demócratas españoles. ¿Se les ha agotado el espanto de tanto sufrir por Cuba, Venezuela, Bolivia…? ¿O hay lazos de sangre?