Está cogiendo mucho cuerpo una iniciativa alumbrada en Gran Bretaña que propugna el arresto de Benedicto XVI como responsable de «crímenes contra la humanidad». Leo que un grupo de abogados ligados a la defensa de los derechos humanos prepara una acusación formal contra el mismísimo Papa de Roma, por su presunto encubrimiento de abusos sexuales a menores por parte de un generoso número de sacerdotes católicos. Fuerte, ¿verdad? En otros tiempos, por mucho menos que esto se encendían de inmediato inmensas hogueras purificadoras y se declaraban sangrientas guerras santas. Aunque la idea, hay que reconocerlo, es tremendamente efectista, en su génesis encontramos a mentes muy bien amuebladas. Una de ellas es la de Richard Dawkins, etólogo, zoólogo, teórico evolutivo y escritor de divulgación científica que ocupa la «cátedra Charles Simonyi de Difusión de la Ciencia» en la Universidad de Oxford. Otra pertenece a Christopher Hitchens, escritor y periodista que durante veinte años escribió en el semanario estadounidense «The Nation». No hablamos de orates que claman por las calles el fin de mundo, ni de lunáticos que advierten a voz en grito contra el uso de los lavavajillas en domingo.
En realidad, dudo que la iniciativa pretenda literalmente que el bueno de Benedicto pase una temporada a pan y agua entre rejas. Tengo para mí que Dawkins, Hitchens y compañía persiguen, más bien, llamar la atención sobre las mentiras que sostienen la religión, las falsedades que encierran sus dogmas y, de paso, poner de relieve que en este Occidente tan aseadamente democrático, no todos somos iguales ante la ley.
Sea como fuere, una de las principales cuestiones legales radica en determinar si el Papa tiene derecho a inmunidad diplomática, no como infalible representante de Dios en la Tierra, no, sino como jefe de Estado de un Vaticano al que, no lo olvidemos, siempre se le ha negado un asiento en Naciones Unidas. Eso sí, la ONU le concede un estatus especial de «observador» en virtud del cual puede firmar acuerdos y tratados. Uno de ellos, la Convención de los Derechos de los Niños. Cruel ironía.