Cuando pregunté en mi casa qué eran las checas mi voz pareció hundirse en el fondo de un estupor al límite de la indignación. ¿Y quiénes son los rojos que cortan las lenguas? Insistí impaciente y curiosa. ¡Pero qué dice esta cría de cortar lenguas! Gritó mi padre dirigiéndose a mi ama con un gesto de enfado. Ambos se volvieron hacia mí y me miraron atónitos esperando una explicación que yo no llegaba a entender. Luego me callé y apreté los labios. Mi padre, algo arrepentido por su reacción, se acercó a mí y, con cariño, levantó mi barbilla y dijo: Vamos cuéntame qué te han dicho.
En aquel entonces yo tenía seis años. El uniforme me llegaba hasta los pies y aquel día estaba asustada. Lo que ocurrió forma parte de las escenas que se clavan en la memoria hasta convertirse en instantes imborrables, en vivencias fijas que, cuando una las recuerda, parecen ajenas a la vida, aisladas en una única foto y sin formar parte del pasado.
Estudié en un colegio de monjas y eran los tiempos duros del adoctrinamiento del franquismo y del catolicismo, de lo que Franco, en los años 50 bautizó como nacional catolicismo, para desmarcarse del nacional sindicalismo, un término utilizado por el fascismo falangista y que al finalizar la II Guerra Mundial, con la derrota de Hitler, se convirtió en algo políticamente incorrecto, debido a las connotaciones ideológicas con el nazismo y con Mussolini. Con ello, Franco sólo pretendió realizar un ligero lavado de cara de la dictadura franquista ante la comunidad internacional y, así, facilitar su reconocimiento. En 1953 firmó el Concordato con la Santa Sede y los Convenios económicos y sobre defensa con EEUU y, en 1955, ingresó en las Naciones Unidas. Aquel hecho supuso el espaldarazo final para la impunidad internacional de los crímenes franquistas y acabó con las esperanzas de libertad de todos los pueblos, hombres y mujeres que sufrían la represión en una España cruel y ficticia.
Cuando sucedían estos movimientos, tan poco loables para las democracias que decían constituir el mundo libre y tan determinante en el futuro de una Euskal Herria inexistente por decreto, yo me peleaba con las primeras letras del obligado castellano y me liaba con la existencia de un dios del que nunca había oído hablar. El Concordato con la Santa Sede otorgó a la Iglesia un poder desmedido en la educación y en las normas morales, llevando a las aulas la doctrina y la propaganda fascista contra cualquier idea de justicia social y de libertad individual o colectiva. El pensamiento único trazó una raya entre buenos y malos e introdujo en las aulas la humillación, el miedo y el silencio a ser lo que se era. A las malas se les enseñó a callar y a las buenas a sonreír y a jugar con la Mariquita Pérez.
Un día las monjas nos anunciaron una visita extraordinaria, la de un santo en vida que había sufrido el infierno atroz de las checas rusas. Con una solemnidad poco habitual, nos reunieron a todas las alumnas en el salón de actos. En el centro, sobre una pequeña tarima, colocaron un sillón y una monja nos presentó, emocionada, al santo en cuestión. Se trataba de un hombrecillo con sotana, delgado, de ojos vivaces, al que no se le entendía ni una palabra de lo que decía. Según nos explicó la monja, aquel santo, lo había dejado todo para luchar contra el comunismo en Rusia y, tras caer prisionero de las hordas soviéticas y encerrado en una checa, se había cortado la lengua para no renegar de Dios, ni de España. Después de elevar a rango de martirio la acción del sacerdote, nos colocaron en fila. El hombrecillo abrió la boca y, una por una, fuimos pasando por delante de él, para contemplar la boca sin lengua. Algunas, las más pequeñas, sobrecogidas por un instintivo pánico infantil, asustadas, apartamos la mirada. Fue inútil. Él mismo nos cogió de la mano, nos acercó a su rostro y con la otra mano nos señalaba el interior de su boca, con los ojos tan abiertos que parecía iban salirse de sus órbitas. Y todo por culpa de los rojos antiespañoles y de las checas rusas.
No recuerdo exactamente la explicación de mi padre ante mis preguntas y mi temor. Probablemente fue la única razonable que se podía dar a una niña de seis años para apartarle de ideas y miedos absurdos. Sin embargo, en un afán de protección, hoy difícil de entender, obvió contarme que en ese mismo tiempo, y como otros muchos presos, mi abuelo, un rojo anarquista, enfermo de tuberculosis, agonizaba en las cárceles franquistas y que a otros familiares acababan de conmutarles la pena de muerte por cadena perpetua.
Cuando el invierno se aleja, los días de luz tienden al optimismo, a la confianza de mirar al futuro. Las palabras y las ideas dichas a destiempo se parecen a las nubes en un día de sol, sobrecogen y por un instante alteran el ritmo de la alegría, la seguridad del paso decidido. Recientemente sentí ese tipo de escalofrío. En una tertulia radiofónica, se discutió sobre la conveniencia o no de que las asociaciones de víctimas de ETA participen y colaboren con sus testimonios en el Plan de Convivencia Democrática y Desligitimación de la Violencia que el Gobierno de Lakua va a desarrollar en las aulas de Euskal Herria. De todo lo que escuché, lo que más impresionó fue la facilidad y también el cinismo con que algunos tertulianos y periodistas defendieron y hasta alabaron dicho plan con argumentos que se retrotraen a viejos modos del pasado, inaceptables en un Estado de derecho cuya obligación debe ser inculcar y educar, desde la igualdad, en aquellos valores humanos y sociales que otorguen a los hombres y mujeres del futuro el conocimiento, el criterio y la libertad necesarios para defender los derechos y obligaciones que como seres humanos y como pueblo les corresponden. Este principio, que como lega en materia educativa, se puede considerar una opinión personal, se sitúa en las antípodas de afirmaciones tan preocupantes como éstas: «A los alumnos hay que enseñarles quiénes son los buenos y quiénes los malos» o «el único modo de evitar el adoctrinamiento en la familia es que la escuela les muestre la otra realidad», es decir su realidad. La única realidad que el PSOE y el PP desean imponer tras violentar la voluntad popular en unas elecciones fraudulentas, donde se prohibió el voto a un importante sector de la población (no lo olvidemos), haciendo con ello tabla rasa del derecho a ser de Euskal Herria.
Estas dos afirmaciones son suficientes para invalidar cualquier discurso que se autoproclame democrático. El adoctrinamiento político del pensamiento único ya lo utilizó Hitler en la escuela y en los medios de comunicación y la formación en el espíritu nacional español fue desde julio de 1943 y hasta principios de los 70, una de las asignaturas obligatorias en la universidad y también en la enseñanza primaria y secundaria. Según el Plan de Estudios de marzo de 1944, los primeros conceptos que debía asimilar el alumno se reducían a dos textos muy claros: la esencia de lo español y lo antiespañol en la historia. Un claro antecedente, de lo que el Gobierno de Patxi López denomina «normalización democrática» y que constituye el principal objetivo del Plan de Convivencia Democrática y Desligitimación de la Violencia. Porque, a pesar de su adaptación a las nuevas formas políticas (fascismo constitucional, según Miguel Castells) el Gobierno español, igual que todos sus predecesores, se empecina en cometer el mismo error. Negar el conflicto político que desde hace siglos mantiene con Euskal Herria, haciendo oídos sordos a los beneficios y soluciones del diálogo político.
A veces tengo la sensación de que el pasado vuelve disfrazado de modernidad moralizante, que el pensamiento único revive en la tolerancia intolerante y que la democracia se vende al pasado porque quizás le da pánico no dar respuestas al presente y no saber construir el futuro.
Para ilustrar su historia, el santón de la lengua cortada se hacía acompañar de un seminarista, encargado de mostrar los dibujos de las checas donde contaban que los «rojos» encerraban a los buenos de la película. Hoy, en lugar de checas rusas van a reconstruir zulos vascos. El objetivo sigue siendo el mismo. Adoctrinar en favor de España y en contra de Euskal Herria.
En aquella época no sabía que eran las checas ni quiénes los rojos, pero recuerdo que los ojos, la mirada desorbitada y la boca sin lengua de aquel hombrecillo me aterrorizaron más que el hombre del saco y el sacamantecas juntos, tal vez por eso cuando descubrí que yo era roja me alegré y respiré tranquila.