Gua­te­ma­la. 38 años de la «Masa­cre de Las Dos Erres» /​/​La his­to­ria del niño que sobre­vi­vió a la muerte

Resu­men Lati­no­ame­ri­cano, 7 de diciem­bre de 2020.

El 6 de Diciem­bre de 1982, en el Muni­ci­pio gua­te­mal­te­co de La Liber­tad, Depar­ta­men­to de Petén, se comen­za­ba a escri­bir una de las pági­nas mas oscu­ras de la his­to­ria de Gua­te­ma­la, ese día se ini­cia­ba la «Masa­cre de Las Dos Erres».

La Con­tra revo­lu­ción Gua­te­mal­te­ca diri­gi­da y apo­ya­da por la CIA en 1954, aca­bó, anu­ló y des­ar­ti­cu­ló la mayo­ría de los decre­tos popu­la­res del depues­to gobierno de Juan Jaco­bo Árbenz Guz­mán. La mas noto­ria fue la anu­la­ción del decre­to 900 de refor­ma agra­ria que sig­ni­fi­có la pér­di­da de terre­nos por par­te de los cam­pe­si­nos y la vuel­ta de los Lati­fun­dios inefi­cien­tes y el con­trol de la pro­duc­ción por par­te de la tris­te­men­te famo­sa UFC, la zona de Petén fue la mas resis­ten­te a esta vuel­ta atras.

En 1976 las empre­sas Basic Resour­ces y She­nan­doah Oil encon­tra­ron petró­leo en la zona del Muni­ci­pio la Liber­tad, por ello soli­ci­ta­ron el apo­yo al gobierno, ante la impo­si­bi­li­dad de tener pre­sen­cia mili­tar en todo el terri­to­rio, para la con­flic­ti­va zona de Petén ejér­ci­to orga­ni­zó la Patru­lla de Auto­de­fen­sa Civil, un gru­po de segu­ri­dad para­mi­li­tar. En 1962 toda la resis­ten­cia gue­rri­lle­ra se aglu­ti­nó en la FAR (Fuer­zas Arma­das Rebel­des) que comen­za­ron a hacer­se fuer­tes jus­ta­men­te en Petén.

En Sep­tiem­bre de 1982 una fac­ción de FAR ase­si­nó a 17 mili­ta­res y les roba­ron un arse­nal en las pro­xi­mi­da­des de la comu­ni­dad de Las Dos Erres, por ello el alto man­do envió a una patru­lla para que se haga car­go del con­trol de la segu­ri­dad, los líde­res de la aldea se nega­ron ya que no hacía fal­ta pre­sen­cia mili­tar en su pací­fi­ca aldea. 

El 6 de Diciem­bre de 1982 varias patru­llas para­mi­li­ta­res dis­fra­za­dos de gue­rri­lle­ros rodea­ron la comu­ni­dad y la toma­ron con faci­li­dad ya que no hubo resis­ten­cia de nin­gún tipo, las 72 horas siguien­tes fue­ron las mas ver­gon­zo­sas de la his­to­ria de Gua­te­ma­la, diri­gi­dos por un pelo­tón espe­cial de Kai­bi­les (fuer­zas de éli­te del ejér­ci­to) comen­zó el regis­tro casa por casa. 

En pocas horas la aldea había sido requi­sa­da, no había armas ni nada que indi­ca­ra la pre­sen­cia ni ese día ni antes de un solo gue­rri­lle­ro. La decep­ción mili­tar se trans­for­mó en odio, unos 70 niños fue­ron eje­cu­ta­dos de inme­dia­to, las muje­res fue­ron vio­la­das duran­te mas de 48 horas has­ta que fue­ron ase­si­na­das, los hom­bres fue­ron tor­tu­ra­dos has­ta sucum­bir o ser fusi­la­dos, todos fue­ron ente­rra­dos en un pozo común, Las Dos Erres había deja­do de existir. 

En 1994, FAMDEGUA (Aso­cia­ción de Fami­lia­res Dete­ni­dos y Des­apa­re­ci­dos de Gua­te­ma­la), sin nin­gún apo­yo esta­tal, con­tra­tó al pres­ti­gio­so Equi­po Argen­tino de Antro­po­lo­gía Foren­se que logró encon­trar hue­sos de 167 cuer­pos solo en el pozo de agua de la aldea. Con la ayu­da de orga­nis­mos inter­na­cio­na­les FAMDEGUA logró iden­ti­fi­car a 18 de los 60 mili­ta­res impli­ca­dos, pese a una con­de­na ini­cial, la Cor­te de Cons­ti­tu­cio­na­li­dad Gua­te­mal­te­ca orde­nó la libe­ra­ción de los dete­ni­dos y la anu­la­ción del proceso. 

Debi­do a estas tra­bas solo 3 mili­ta­res fue­ron con­de­na­dos, Daniel Mar­tí­nez, Reyes Collin y Manuel Pop que pur­gan una pena de 6000 años cada uno.

Bus­can­do a Óscar: La his­to­ria del niño que sobre­vi­vió a la masa­cre de Dos Erres en Guatemala

Óscar Ramí­rez nun­ca supo que era una prue­ba vivien­te. Una de las tres que que­da­ron de la masa­cre que el Ejér­ci­to de Gua­te­ma­la lle­vó a cabo en la peque­ña aldea Dos Erres. Poco más de 250 per­so­nas vivían allí; solo tres sobre­vi­vie­ron al maca­bro mon­ta­je para hacer­lo pare­cer obra de la gue­rri­lla. Óscar era un niño de 3 años, 29 años des­pués, vivien­do en EE.UU., reci­bió un mail que decía que su padre no era el tenien­te quién él creía. Otro sobre­vi­vien­te, era sol­da­do cuan­do supo que quien lo crió ase­si­nó a su fami­lia. Esta es la estre­me­ce­do­ra his­to­ria de bús­que­da de jus­ti­cia que hoy estre­me­ce a todo el continente.

La lla­ma­da de Gua­te­ma­la puso a Óscar en guar­dia. “Unos fis­ca­les vinie­ron a bus­car­te”, le dije­ron fami­lia­res de su pue­blo. “Son gen­te influ­yen­te de Ciu­dad de Gua­te­ma­la. Quie­ren hablar contigo”.

Óscar Alfre­do Ramí­rez Cas­ta­ñe­da tenía mucho que per­der. A pesar de que vivía sin docu­men­tos en los Esta­dos Uni­dos, a sus 31 años había logra­do crear una vida esta­ble. Tenía dos empleos a tiem­po com­ple­to para man­te­ner a sus tres hijos y a su mujer, Nidia. Se habían esta­ble­ci­do en una casa peque­ña pero ale­gre en Fra­mingham, un barrio obre­ro de Boston.

Óscar gene­ral­men­te se esfor­za­ba por man­te­ner­se lejos de las auto­ri­da­des. Sin embar­go, lla­mó a la fis­cal de Ciu­dad de Gua­te­ma­la. Ella le dijo que que­ría hablar de un tema deli­ca­do sobre su niñez y de una masa­cre ocu­rri­da duran­te la gue­rra civil de Gua­te­ma­la. Pro­me­tió expli­car­lo todo en un correo electrónico.

Días des­pués, Óscar se sen­tó fren­te a su compu­tado­ra en su sala reple­ta de jugue­tes, tro­feos de escue­la, fotos de fami­lia, un cru­ci­fi­jo y recuer­dos de su país. Había lle­ga­do a casa tar­de, des­pués del tra­ba­jo. Nidia, con sie­te meses de emba­ra­zo, des­can­sa­ba en un sillón cer­cano. Los niños dor­mían arriba.

Los ojos ver­des de Óscar mira­ron la pan­ta­lla. El correo había lle­ga­do. Res­pi­ró pro­fun­do y dio clic.

“Usted no me cono­ce”, empe­za­ba la lar­ga misi­va que le cam­bia­ría la vida.

La fis­cal decía que esta­ba inves­ti­gan­do un epi­so­dio vio­len­to de la gue­rra, un caso que la había afec­ta­do pro­fun­da­men­te. En 1982, una patru­lla de coman­dos espe­cia­les había asal­ta­do el pue­blo de Dos Erres y había masa­cra­do a más de 250 hom­bres, muje­res y niños.

Dos niños peque­ños que sobre­vi­vie­ron fue­ron roba­dos por los coman­dos. Vein­ti­nue­ve años des­pués, quin­ce des­de que la fis­ca­lía había empe­za­do la bús­que­da de los ase­si­nos, la fis­cal había lle­ga­do a la con­clu­sión de que Óscar era uno de los dos niños secuestrados.

“Yo ten­go cono­ci­mien­to que usted fue muy que­ri­do y bien tra­ta­do por la fami­lia con quie­nes se crió. Yo espe­ro que des­pués de todo esto que le estoy con­tan­do, usted ten­ga la sufi­cien­te madu­rez para asi­mi­lar­lo de una mane­ra ade­cua­da. Yo lo hago de su cono­ci­mien­to en base al dere­cho a saber la ver­dad que tie­nen todas las per­so­nas víc­ti­mas de vio­la­cio­nes a los Dere­chos Huma­nos”, escri­bió la fiscal.

“El pun­to, Oscar Alfre­do, es que usted, aun­que no lo sabía, fue una víc­ti­ma de ese tris­te hecho que le comen­to, al igual que ese otro niño que le cuen­to que encon­tra­mos, así como los fami­lia­res de las per­so­nas que falle­cie­ron en ese lugar”.

Para enton­ces, Nidia leía por enci­ma de su hom­bro. La fis­cal dijo que podía acor­dar una prue­ba de ADN para con­fir­mar su teo­ría. Le ofre­ció un incen­ti­vo: ayu­dar a Óscar con su pro­ce­so migra­to­rio en los Esta­dos Unidos.

“Esta es una deci­sión que usted debe tomar”, acotó.

Óscar repa­só imá­ge­nes de su niñez rápi­da­men­te en su cabe­za. Se esfor­zó por rela­cio­nar las pala­bras de la fis­cal con sus pro­pios recuer­dos. No cono­ció a su madre, tam­po­co a su padre, quien nun­ca se casó. El tenien­te Óscar Ovi­dio Ramí­rez Ramos había muer­to en un acci­den­te cuan­do él ape­nas tenía cua­tro años. La abue­la de Óscar y sus tías lo habían cria­do incul­cán­do­le un pro­fun­do res­pe­to hacia su progenitor.

Según la fami­lia, el tenien­te había sido un héroe. Se gra­duó como el pri­me­ro en su cla­se, se con­vir­tió en un sol­da­do de éli­te y había gana­do meda­llas en com­ba­te. Óscar ate­so­ra­ba la boi­na mili­tar roja y su añe­jo álbum de fotos. Le gus­ta­ba hojear las imá­ge­nes que mos­tra­ban a un ofi­cial for­ni­do de son­ri­sa joven, en un tan­que, car­gan­do la bandera.

El sobre­nom­bre del tenien­te era un dimi­nu­ti­vo de Óscar: Coco­ri­co. Y Óscar se lla­ma­ba a sí mis­mo “Coco­ri­co Dos”.

Si las sos­pe­chas de la fis­cal eran correc­tas, Óscar no sabía quien era. No era el hijo de un hono­ra­ble sol­da­do. Era la víc­ti­ma de un secues­tro, un tro­feo de bata­lla, la prue­ba vivien­te de una masacre.

A pesar de lo abru­ma­dor de la reve­la­ción, Óscar tuvo que admi­tir que no era del todo una sor­pre­sa. Diez años antes, alguien le había envia­do un artícu­lo de un perió­di­co gua­te­mal­te­co sobre Dos Erres. Men­cio­na­ba su nom­bre y el supues­to rap­to. Pero su fami­lia en Gua­te­ma­la lo había con­ven­ci­do de que la idea era des­ca­be­lla­da, un mero inven­to de la izquierda.

Lejos de la cru­da reali­dad de Gua­te­ma­la, Óscar deci­dió olvi­dar­se de la his­to­ria. El país que había deja­do detrás era uno de los más deses­pe­ra­dos y vio­len­tos en todo el con­ti­nen­te ame­ri­cano. Alre­de­dor de 200 mil per­so­nas murie­ron en la gue­rra civil que ter­mi­nó en 1996. Los mili­ta­res, acu­sa­dos de geno­ci­dio, toda­vía con­ser­va­ban mucho poder.

Aho­ra, el caso esta­ba arras­tran­do a Óscar al inte­rior de la lucha que Gua­te­ma­la libra­ba al enfren­tar­se con su pasa­do trá­gi­co. Si se rea­li­za­ba la prue­ba de ADN y los resul­ta­dos eran posi­ti­vos, su vida se trans­for­ma­ría de mane­ra peli­gro­sa. Se con­ver­ti­ría en una evi­den­cia de car­ne y hue­so en la bús­que­da de jus­ti­cia para las víc­ti­mas de Dos Erres. Ten­dría que acep­tar que su iden­ti­dad, su vida ente­ra, había esta­do basa­da en una men­ti­ra. Ade­más, se con­ver­ti­ría en un posi­ble obje­ti­vo de las fuer­zas pode­ro­sas que bus­ca­ban man­te­ner ente­rra­dos los secre­tos de Guatemala.

Los gua­te­mal­te­cos se encon­tra­ban en un dile­ma simi­lar. Esta­ban divi­di­dos acer­ca de cómo cas­ti­gar los crí­me­nes del pasa­do en una socie­dad reba­sa­da por la impu­ni­dad. Los ase­si­nos y tor­tu­ra­do­res uni­for­ma­dos de los ‘80 habían con­tri­bui­do a crear las mafias, la corrup­ción y el cri­men que azo­ta­ban a los peque­ños paí­ses de Cen­troa­mé­ri­ca. La inves­ti­ga­ción de Dos Erres era par­te de la bata­lla con­tra la impu­ni­dad, de la lucha por un mejor futu­ro. Pero las peque­ñas vic­to­rias tenían gran­des cos­tos poten­cia­les: repre­sa­lias y con­flic­tos políticos.

Al igual que su país, Óscar tenía que ele­gir si que­ría enfren­tar una ver­dad dolorosa.

“No somos perros para que nos maten»

El oto­ño de 1982 fue ten­so en Petén, una región al nor­te de Gua­te­ma­la, cer­ca de México.

Las tro­pas mili­ta­res en la zona com­ba­tían al gru­po gue­rri­lle­ro cono­ci­do como las Fuer­zas Arma­das Rebel­des (FAR). La cam­pa­ña de con­tra­in­sur­gen­cia era metó­di­ca y bru­tal. El dic­ta­dor Efraín Ríos Montt, un gene­ral que había toma­do el poder en mar­zo, des­pués de un Gol­pe de Esta­do, arra­sa­ba con pobla­dos rura­les sos­pe­cho­sos de alo­jar y pro­te­ger a los rebeldes.

Aun­que habían ocu­rri­do enfren­ta­mien­tos cer­ca de Dos Erres, la aldea esta­ba escon­di­da en un área remo­ta y sel­vá­ti­ca y era rela­ti­va­men­te tran­qui­la. Había sido fun­da­da ape­nas cua­tro años antes, median­te un pro­gra­ma de repar­to agra­rio del gobierno. A dife­ren­cia de las áreas don­de los rebel­des reclu­ta­ban agre­si­va­men­te entre los indí­ge­nas del país, los habi­tan­tes de Dos Erres eran prin­ci­pal­men­te ladi­nos (gua­te­mal­te­cos de ascen­den­cia blan­ca e indí­ge­na). Las sesen­ta fami­lias que vivían en este terreno muy fér­til, cul­ti­va­ban fri­jol, maíz y piñas. Los cami­nos no esta­ban pavi­men­ta­dos, pero había una escue­la y dos igle­sias, una cató­li­ca y otra evan­gé­li­ca. El nom­bre del pue­blo, Dos Erres, home­na­jea­ba a sus fun­da­do­res, Fede­ri­co Aquino Ruano y Mar­cos Reyes.

El encar­ga­do mili­tar de la región, el tenien­te Car­los Anto­nio Carías, pidió que los hom­bres de Dos Erres par­ti­ci­pa­ran en una patru­lla de auto­de­fen­sa civil arma­da de la base mili­tar ubi­ca­da en el pue­blo de Las Cru­ces, loca­li­za­do a unos 11 kiló­me­tros de dis­tan­cia. Los hom­bres de Dos Erres se resis­tían a hacer­lo, pre­fe­rían ser par­te de una patru­lla que pro­te­gie­ra a su comu­ni­dad. El tenien­te Carías tomó a mal esta posi­ción de los resi­den­tes. Se tor­nó agre­si­vo y acu­só a la gen­te de Dos Erres de refu­giar a gue­rri­lle­ros. Prohi­bió a los habi­tan­tes que par­ti­ci­pa­ran en las cere­mo­nias de jura­men­to a la ban­de­ra, y, como evi­den­cia de su supues­ta trai­ción, mos­tró a sus supe­rio­res un cos­tal de cose­cha ins­cri­to con las ini­cia­les FAR, ale­gan­do que se tra­ta­ba de la insig­nia gue­rri­lle­ra. En reali­dad, el cos­tal per­te­ne­cía al cofun­da­dor de la aldea, Ruano, y eran sus iniciales.

En octu­bre, el Ejér­ci­to sufrió una humi­llan­te derro­ta en la cual gue­rri­lle­ros mata­ron a un gru­po de sol­da­dos y roba­ron alre­de­dor de vein­te rifles. A prin­ci­pios de diciem­bre, inte­li­gen­cia mili­tar indi­có que las armas roba­das esta­ban en el área de Dos Erres. El Ejér­ci­to envió a sus coman­dos espe­cia­les, los Kai­bi­les, a recu­pe­rar las armas y a dar­les a los habi­tan­tes un castigo.

Los coman­dos repre­sen­ta­ban la pun­ta de lan­za de una ofen­si­va anti-gue­rri­llas que ya había reci­bi­do varias con­de­nas inter­na­cio­na­les. En la len­gua indí­ge­na Mam, Kai­bil sig­ni­fi­ca “aquél que tie­ne la fuer­za y la astu­cia de dos tigres”. Con un entre­na­mien­to noto­ria­men­te duro en téc­ni­cas de super­vi­ven­cia, con­tra­in­sur­gen­cia y gue­rra psi­co­ló­gi­ca, los Kai­bi­les eran con­si­de­ra­dos como las fuer­zas espe­cia­les más vio­len­tas de Lati­noa­mé­ri­ca. Su lema: “Si avan­zo, sígue­me; si me deten­go, apré­mia­me; si retro­ce­do, máta­me”.

El plan incluía encu­brir la iden­ti­dad de los inva­so­res. El 6 de diciem­bre de 1982, en una base en Petén, se for­mó un escua­drón de vein­te Kai­bi­les dis­fra­za­dos como gue­rri­lle­ros: con cami­se­tas ver­des, pan­ta­lo­nes de civil y bra­za­le­tes rojos. Cua­ren­ta efec­ti­vos uni­for­ma­dos que les acom­pa­ña­rían tenían órde­nes de apo­yar­les con un cer­co de segu­ri­dad y evi­tar que alguien entra­ra o salie­ra. De todo lo que suce­die­se en Dos Erres, se res­pon­sa­bi­li­za­ría a la izquierda.

Las tro­pas salie­ron a las 22:00 en dos camio­nes civi­les. Con­du­je­ron has­ta la media­no­che. Des­pués incur­sio­na­ron duran­te dos horas por la den­sa y húme­da sel­va. Eran guia­dos por un gue­rri­lle­ro cau­ti­vo obli­ga­do a par­ti­ci­par en la misión.

En las afue­ras de la aldea el escua­drón de ata­que se des­ple­gó como siem­pre: por gru­pos de asal­to, muni­cio­nes, apo­yo de com­ba­te, perí­me­tro y mandos.

El gru­po de man­do tenía un ope­ra­dor de radio que se comu­ni­ca­ría duran­te la ope­ra­ción con man­dos supe­rio­res situa­dos en otros luga­res. El gru­po de asal­to con­sis­tía en exper­tos en inte­rro­ga­ción, lucha y ase­si­na­to. Inclu­so sus mis­mos com­pa­ñe­ros en el escua­drón man­te­nían su dis­tan­cia con los miem­bros de este gru­po por con­si­de­rar­los psicópatas.

Los Kai­bi­les esco­gi­dos para esta misión secre­ta eran la éli­te de la éli­te. A los 28 años, el tenien­te Ramí­rez era el más expe­ri­men­ta­do de todos.

Cono­ci­do como Coco­ri­coEl Indio, Ramí­rez se había gra­dua­do como el mejor de su cla­se en 1975. Había gana­do una beca para entre­na­mien­to avan­za­do en la Escue­la de Lan­ce­ros, en Colom­bia, pero se había meti­do en pro­ble­mas por ir de fies­ta y mal­gas­tar fon­dos. Fue sus­pen­di­do del Ejér­ci­to por seis meses y peleó como mer­ce­na­rio en Nica­ra­gua en 1978, con las fuer­zas del dic­ta­dor Anas­ta­sio Somo­za Debay­le, un alia­do de los Esta­dos Uni­dos. Washing­ton refor­zó el rol de Gua­te­ma­la como un bas­tión estra­té­gi­co en la lucha con­tra el comu­nis­mo cuan­do los San­di­nis­tas derro­ta­ron a Somo­za el año siguien­te. Cre­ció el temor de que hubie­ra un efec­to domi­nó en la región.

Ramí­rez vol­vió a Gua­te­ma­la y se unió a una uni­dad de arti­lle­ría. Heri­do y con­de­co­ra­do en noviem­bre de 1981, comen­zó a par­ti­ci­par en ope­ra­cio­nes encu­bier­tas con­tra la gue­rri­lla, muchas veces ves­ti­do de civil. Se creó una repu­tación por su cruel­dad. Un com­pa­ñe­ro suyo lo con­si­de­ra­ba “un cri­mi­nal uni­for­ma­do”. Otros vete­ra­nos, en cam­bio, admi­ra­ban su habi­li­dad en el cam­po de bata­lla y la leal­tad a sus tropas.

Coco­ri­co era tam­bién un hijo entre­ga­do: le envia­ba men­sual­men­te dine­ro a su madre, quien se que­ja­ba fre­cuen­te­men­te de que el tenien­te seguía sol­te­ro y no le había dado un nieto.

Ramí­rez se con­vir­tió en ins­truc­tor en la escue­la de entre­na­mien­to Kai­bil, en Petén. En 1982, el régi­men de Ríos Montt cerró la escue­la y creó una patru­lla iti­ne­ran­te de ins­truc­to­res: tenien­tes, sar­gen­tos y cabos, todos hábi­les com­ba­tien­tes. Ramí­rez era el sub­co­man­dan­te de la uni­dad, la cual podía des­ple­gar­se rápi­da­men­te como una fuer­za de ata­que en las zonas de con­trol guerrillero.

El escua­drón inva­dió Dos Erres a las 2:00.

Los coman­dos derri­ba­ron puer­tas y saca­ron a las fami­lias de sus casas. Aun­que los sol­da­dos esta­ban pre­pa­ra­dos para un enfren­ta­mien­to, no hubo resis­ten­cia. No encon­tra­ron nin­guno de los rifles robados.

Lle­va­ron a los hom­bres a la escue­la, y a las muje­res y a los niños a una igle­sia. La vio­len­cia comen­zó antes del ama­ne­cer. César Ibá­ñez, uno de los sol­da­dos, escu­chó los gri­tos de las niñas pidien­do ayu­da. Varios sol­da­dos vie­ron al tenien­te César Adán Rosa­les Batres vio­lar a una niña de 10 años fren­te a su fami­lia. Imi­tan­do a su supe­rior, otros mili­ta­res empe­za­ron a vio­lar a muje­res y niñas.

Al medio­día, los Kai­bi­les orde­na­ron a las muje­res vio­len­ta­das que pre­pa­ra­ran comi­da en una peque­ña casa de ran­cho. Los sol­da­dos comie­ron en tur­nos de cin­co. Las jóve­nes llo­ra­ban mien­tras ser­vían comi­da a Ibá­ñez y a los demás. De regre­so a su pues­to, Ibá­ñez vio cómo un sar­gen­to lle­va­ba a una niña por un callejón.

El sar­gen­to le dijo que habían empe­za­do “a vacunar”.

Los mili­ta­res lle­va­ron a las per­so­nas una por una al cen­tro de la aldea, cer­ca de un pozo sin agua de 12 metros de pro­fun­di­dad. Favio Pin­zón Jerez, el coci­ne­ro del escua­drón, y otros sol­da­dos les ase­gu­ra­ron que todo esta­ría bien. Serían vacu­na­dos. Se tra­ta­ba de una medi­da de salud pre­ven­ti­va. No era nada para preocuparse.

Gil­ber­to Jor­dán fue el pri­me­ro en derra­mar san­gre. Car­gó a un bebé, lo lle­vó has­ta el pozo y lo arro­jó hacia su muer­te. Jor­dán llo­ró cuan­do mató al niño. Sin embar­go, con la ayu­da de Manuel Pop Sun, otro sol­da­do, siguió arro­jan­do niños al pozo.

A los adul­tos les ven­da­ron los ojos y los hicie­ron arro­di­llar­se, uno a uno. Los inte­rro­ga­ban acer­ca de los rifles y los nom­bres de los líde­res gue­rri­lle­ros. Cuan­do los habi­tan­tes pro­tes­ta­ban que no sabían nada, los sol­da­dos les gol­pea­ban en la cabe­za con un mazo, un mar­ti­llo de metal. Lue­go, los arro­ja­ban al pozo.

“¡Mal­di­tos!”, gri­ta­ban las víc­ti­mas a sus ejecutores.

Ibá­ñez tiró a una mujer al pozo. Pin­zón, el coci­ne­ro, siguió lle­van­do allí a las vic­ti­mas, jun­to al sub-tenien­te Jor­ge Vini­cio Sosa Oran­tes. Cuan­do el pozo esta­ba medio lleno, un hom­bre que cayó enci­ma de la pila de cadá­ve­res pero seguía vivo, logró qui­tar­se la ven­da de los ojos:

-¡Máten­me! ‑les dijo a los militares.

-¡Tu madre! ‑con­tes­tó Sosa.

-¡La tuya, hijo de la gran puta! ‑gri­tó el hom­bre en respuesta.

Pin­zón obser­va­ba. Sosa se enfu­re­ció, le dis­pa­ró al hom­bre y para ase­gu­rar­se, lan­zó una gra­na­da al inte­rior del pozo. Unas horas más tar­de, los cuer­pos se desbordaban.

La masa­cre con­ti­nuó en otras par­tes del pue­blo. Salo­mé Arman­do Gómez Her­nán­dez, de 11 años, vivía en otra aldea cer­ca de Dos Erres. Esa maña­na tem­prano, había via­ja­do a caba­llo con su her­mano de 22 años para com­prar medi­ci­na en Las Cru­ces. Cuan­do lle­ga­ron a Dos Erres alre­de­dor de las 10:00 para visi­tar a un tío, los mili­ta­res metie­ron a Gómez Her­nán­dez a la igle­sia jun­to a las muje­res y los niños. A tra­vés de los tablo­nes, vio cómo los sol­da­dos gol­pea­ban y dis­pa­ra­ban a la gen­te. Su her­mano y su tío fue­ron asesinados.

Por la tar­de, los asal­tan­tes jun­ta­ron alre­de­dor de cin­cuen­ta muje­res y niños y los lle­va­ron cami­nan­do hacia las mon­ta­ñas. Gómez Her­nán­dez se puso al fren­te de la fila, sabien­do que se diri­gían a su muer­te. Los demás tam­bién lo sabían.

“No somos perros para que nos maten en el mon­te. Sabe­mos que nos van a matar, ¿por qué no lo hacen aquí mis­mo?”, dijo una mujer.

Un sol­da­do se abrió paso vio­len­ta­men­te entre los pri­sio­ne­ros has­ta lle­gar a la mujer y jalar­la del cabe­llo. Gómez Her­nán­dez vio la opor­tu­ni­dad de esca­par y huyó. El eco de los dis­pa­ros sona­ba tras él. Se escon­dió entre la male­za y escuchó.

Uno a uno los sol­da­dos mata­ron a los pri­sio­ne­ros. Gómez Her­nán­dez escu­chó los gemi­dos de la gen­te ago­ni­zan­do. Un niño lla­ma­ba a su mama. Los mili­ta­res eje­cu­ta­ron a los peque­ños con los rifles. A cada uno, un tiro. Fue­ron entre cua­ren­ta y cin­cuen­ta dis­pa­ros en total.

Al caer la noche, en el pue­blo sólo que­da­ban cadá­ve­res, ani­ma­les y sol­da­dos. El escua­drón se res­guar­dó esa noche en las casas aban­do­na­das. Llo­vía. Gómez Her­nán­dez pudo vol­ver al pue­blo, con tra­ba­jo, tro­pe­zán­do­se entre la oscu­ri­dad y el lodo. Pasó entre los cuer­pos de sus veci­nos espar­ci­dos por las calles y cami­nos. Escon­di­do entre el pas­to alto, escu­chó risas.

“Ya los ter­mi­na­mos, muchá. Y vamos a seguir bus­can­do”, dijo un militar.

Gómez Her­nán­dez final­men­te regre­só a Las Cruces.

Cin­co pri­sio­ne­ros más sobre­vi­vie­ron a la matan­za de los Kai­bi­les. Tres muje­res ado­les­cen­tes y dos niños peque­ños apa­ren­te­men­te habían logra­do escon­der­se en algún lugar. Al poner­se el sol, fue­ron hacia el cen­tro de la aldea. Los sol­da­dos los lle­va­ron a una casa que habían con­ver­ti­do en el pues­to de man­do. Los tenien­tes deci­die­ron no matar inme­dia­ta­men­te a los recién llegados.

La maña­na del 8 de diciem­bre, el escua­drón se diri­gió hacia las mon­ta­ñas sel­vá­ti­cas con los nue­vos pri­sio­ne­ros. Vis­tie­ron con uni­for­mes mili­ta­res a las ado­les­cen­tes. El tenien­te Ramí­rez se hizo car­go del peque­ño de tres años. El pana­de­ro del escua­drón, San­tos López Alon­zo, se lle­vó al niño de cin­co años. Esa noche, tres ofi­cia­les arras­tra­ron a las jóve­nes entre la male­za y las vio­la­ron. A la maña­na siguien­te las estran­gu­la­ron y las fusilaron.

Per­do­na­ron las vidas de ambos niños por­que tenían piel blan­ca y ojos ver­des, atri­bu­tos bien valo­ra­dos en una socie­dad estra­ti­fi­ca­da por divi­sio­nes raciales.

El tenien­te Ramí­rez le dijo a Pin­zón y al res­to que lle­va­ría al niño más peque­ño a su pue­blo, Zaca­pa, situa­do al este del país. Lo ves­ti­ría al esti­lo de la región: “Como un vaque­ro: botas vaque­ras, pan­ta­lo­nes y una camisa”.

Días des­pués, un heli­cóp­te­ro ate­rri­zó en una lla­nu­ra. Esta­ba ahí para reco­ger a Pedro Pimen­tel Ríos para su siguien­te misión. Iba rum­bo a Pana­má para ser­vir como ins­truc­tor en la Escue­la de las Amé­ri­cas, la base mili­tar de los Esta­dos Uni­dos don­de se entre­na­ron a muchos mili­ta­res lati­no­ame­ri­ca­nos impli­ca­dos en atro­ci­da­des. Los niños fue­ron subi­dos al heli­cóp­te­ro y lle­va­dos a la base Kaibil.

En la sel­va la patru­lla iba a pie. Seguían las indi­ca­cio­nes del gue­rri­lle­ro guía que esta­ba ata­do a una lar­ga cuer­da. Las pro­vi­sio­nes ya esca­sea­ban. Mien­tras se encon­tra­ban sen­ta­dos alre­de­dor de una foga­ta, el tenien­te Ramí­rez le dijo a un subor­di­na­do, Fredy Sama­yoa Tobar, que tenía ganas de comer carne.

-¿De dón­de se supo­ne que voy a sacar la car­ne? ‑pre­gun­tó Samayoa.

-Cor­ta un peda­zo de ese guía y tráe­me­lo ‑con­tes­tó Ramírez.

Sama­yoa tomó su bayo­ne­ta y le cor­tó unos trein­ta cen­tí­me­tros de la espal­da al guía. Y le lle­vó el peda­zo al teniente.

-Oh no, no, no, tie­nes que eje­cu­tar­lo, está sufrien­do ‑le dijo Ramírez.

El sol­da­do mató al guía. El tenien­te no se comió la carne.

El coman­do lle­gó cer­ca del pue­blo de Bethel, don­de encon­tra­ron una tien­da y roba­ron cer­ve­za, ciga­rri­llos y agua. Se encon­tra­ron tam­bién con unos cam­pe­si­nos, a los que decapitaron.

Cuan­do el escua­drón regre­só a la base, más de 250 per­so­nas habían muer­to. Los Kai­bi­les lla­ma­ron a la misión “Ope­ra­ción Cha­pea­do­ra”. Habían “poda­do” a todo aquél que se había pues­to en su camino.

Cua­tro días des­pués de la masa­cre, el tenien­te Carías, coman­dan­te en Las Cru­ces, lle­vó tro­pas en camio­nes y trac­to­res a Dos Erres. Saquea­ron los vehícu­los, pro­pie­da­des y roba­ron a los ani­ma­les. Lue­go que­ma­ron la aldea.

Carías se encon­tró con los ate­rro­ri­za­dos fami­lia­res de los des­apa­re­ci­dos. Algu­nos estu­vie­ron lejos de Dos Erres ese día, otros vivían en pue­blos cer­ca­nos. Acu­só a la gue­rri­lla del incidente.

Quién hicie­ra dema­sia­das pre­gun­tas, ame­na­zó Carías, moriría.

PRUEBA VIVIENTE

Tras unas pocas sema­nas, la emba­ja­da esta­dou­ni­den­se en Gua­te­ma­la se había ente­ra­do de lo suce­di­do en Dos Erres.

Una “fuen­te con­fia­ble” les había dicho a los ofi­cia­les de la emba­ja­da que sol­da­dos dis­fra­za­dos de rebel­des habían ase­si­na­do a más de 200 per­so­nas. Era el últi­mo de una serie de repor­tes reci­bi­dos en los que se cul­pa­ba a los mili­ta­res por las masa­cres al inte­rior del país. El 30 de diciem­bre tres ofi­cia­les esta­dou­ni­den­ses fue­ron a Las Cru­ces, y las entre­vis­tas rea­li­za­das a los loca­les levan­ta­ron más sospechas.

El equi­po sobre­vo­ló Dos Erres en heli­cóp­te­ro. El pilo­to de la Fuer­za Aérea de Gua­te­ma­la se negó a ate­rri­zar, pero las casas que­ma­das y los cam­pos aban­do­na­dos eran una evi­den­cia sufi­cien­te­men­te cla­ra de que se habían come­ti­do atro­ci­da­des. En un cable diplo­má­ti­co excep­cio­nal­men­te sin­ce­ro envia­do a Washing­ton, los diplo­má­ti­cos ase­gu­ra­ron que “lo más pro­ba­ble es que la enti­dad res­pon­sa­ble de este inci­den­te sea el Ejér­ci­to de Gua­te­ma­la”.

El gobierno esta­dou­ni­den­se man­tu­vo el secre­to has­ta 1998. No se tomó nin­gu­na medi­da con­tra el Ejér­ci­to ni el escua­drón Kai­bil. Los Esta­dos Uni­dos con­ti­nua­ron apo­yan­do a los gobier­nos repre­so­res pero anti-comu­nis­tas de Centroamérica.

Ten­drían que pasar cator­ce años has­ta que alguien inten­ta­ra hacer jus­ti­cia por Dos Erres. En 1996, des­pués de más de tres déca­das de gue­rra civil, las hos­ti­li­da­des cesa­ron con un tra­ta­do de paz entre los rebel­des y mili­ta­res de Gua­te­ma­la. Ambos ban­dos acor­da­ron una amnis­tía que excul­pa­ba a los com­ba­tien­tes, pero per­mi­tía juz­gar las atrocidades.

Exis­tía, sin embar­go, una duda con­si­de­ra­ble sobre si el nue­vo gobierno sería capaz de lle­var a jui­cio esos casos. Los per­pe­tra­do­res de algu­nos de los peo­res crí­me­nes de gue­rra man­te­nían su poder en las Fuer­zas Arma­das o en mafias del cri­men orga­ni­za­do que cre­cie­ron rápi­da­men­te. Los cár­te­les de dro­ga reclu­ta­ron ex Kai­bi­les como sica­rios e instructores.

La inves­ti­ga­do­ra que se enfren­tó a este peli­gro­so encar­go fue Sara Rome­ro.

Rome­ro era una mujer peque­ña y tran­qui­la al expre­sar­se. Pare­cía más una ofi­ci­nis­ta o una pro­fe­so­ra que una lucha­do­ra con­tra el cri­men de pri­me­ra línea. A sus 35 años era una fis­cal nova­ta. Se había gra­dua­do en la escue­la de leyes el año ante­rior y había sido asig­na­da a una comi­sión espe­cial de dere­chos huma­nos en la Ciu­dad de Gua­te­ma­la. Aun­que los crí­me­nes de gue­rra habían que­da­do sin resol­ver duran­te años, esta­ba deci­di­da a con­ti­nuar las inves­ti­ga­cio­nes sin impor­tar­le los obs­tácu­los. De otra for­ma, pen­sa­ba, la impu­ni­dad segui­ría enquis­ta­da en la socie­dad guatemalteca.

Se le asig­nó el caso de Dos Erres. Hubo cien­tos de masa­cres duran­te el con­flic­to y Nacio­nes Uni­das con­clu­yó que el Ejér­ci­to fue res­pon­sa­ble de al menos el 93 % de las muer­tes. Ade­más la ONU decla­ró que los ase­si­na­tos sis­te­má­ti­cos de indí­ge­nas podrían lle­gar a ser un genocidio.

Rome­ro tenía poca infor­ma­ción. Los mili­ta­res insis­tían que el caso de Dos Erres había sido obra de la gue­rri­lla. Gra­cias a la decla­ra­ción de Gómez Her­nán­dez (vea la decla­ra­ción), el sobre­vi­vien­te que tenía 11 años duran­te la masa­cre, la fis­cal supo que el Ejér­ci­to había teni­do algo que ver. Pero aún nece­si­ta­ba más pruebas.

Des­pués de un tra­yec­to de ocho horas en auto­bús a la región en el nor­te del país, Sara Rome­ro lle­gó a la esce­na del cri­men. Un man­to de silen­cio cubría las rui­nas. Entre­vis­tó a sobre­vi­vien­tes que estu­vie­ron fue­ra de la aldea el día de la masa­cre. La mayo­ría tenía mie­do de hablar. Susu­rra­ban que temían la ira del tenien­te Carías, quien toda­vía seguía como coman­dan­te en Las Cru­ces. Sos­pe­cha­ban que él había orques­ta­do el ata­que al haber­se enfren­ta­do con los habi­tan­tes de Dos Erres.

Rome­ro se dio cuen­ta que era difí­cil recons­truir has­ta los hechos más ele­men­ta­les, como la iden­ti­fi­ca­ción de las víc­ti­mas. Para rea­li­zar un cen­so, pidió a la que fue maes­tra de la escue­la de Dos Erres, una lis­ta de todos los niños y fami­lia­res que pudie­ra recordar.

Sin víc­ti­mas con­fir­ma­das ni tes­ti­gos sóli­dos, Rome­ro nun­ca podría resol­ver el caso. Pero encon­tró a una alia­da: Aura Ele­na Far­fán.

De aspec­to digno, Far­fán tenía el pelo gris y un carác­ter tan dul­ce como infle­xi­ble. Lide­ra­ba una aso­cia­ción de dere­chos huma­nos en Ciu­dad de Gua­te­ma­la para víc­ti­mas del con­flic­to. A pesar de las ame­na­zas, había inter­pues­to una deman­da cri­mi­nal res­pon­sa­bi­li­zan­do al Ejér­ci­to de la masa­cre en Dos Erres. En 1994, había lle­va­do con ella a un equi­po volun­ta­rio de antro­pó­lo­gos foren­ses argen­ti­nos para exhu­mar los res­tos. (Ver acta de defun­ción de N.N.)

Los argen­ti­nos –con habi­li­da­des afi­na­das inves­ti­gan­do su pro­pia “gue­rra sucia” — tra­ba­ja­ron rápi­da­men­te y en con­di­cio­nes ries­go­sas. El bata­llón en Las Cru­ces los aco­só siguién­do­les y tocan­do músi­ca mili­tar a muy alto volu­men. La exhu­ma­ción extra­jo e iden­ti­fi­có los res­tos de cer­ca de 62 per­so­nas, muchos de ellos bebes y niños.

Far­fán pudo con­se­guir un gran logro para la fis­ca­lía. A menu­do daba entre­vis­tas en la radio del Petén, don­de invi­ta­ba a que los tes­ti­gos se invo­lu­cra­ran en el caso. Des­pués de una de esas trans­mi­sio­nes, repre­sen­tan­tes de Nacio­nes Uni­das le avi­sa­ron que un ex sol­da­do que­ría hablar sobre Dos Erres. Via­jó a la casa del hom­bre, don­de se pre­sen­tó dis­fra­za­da con len­tes oscu­ros, un som­bre­ro rojo y un chal. Una repre­sen­tan­te espa­ño­la de la ONU seguía sus pasos para protegerla.

La puer­ta se abrió. Allí esta­ba Favio Pin­zón Jerez, el ex coci­ne­ro robus­to y con bigo­te del escua­drón Kai­bil, desa­yu­nan­do con sus hijos. Des­pués de su sor­pre­sa ini­cial, reci­bió a Farfán.

Pin­zón le con­tó que había deja­do el Ejér­ci­to y aho­ra tra­ba­ja­ba como cho­fer en un hos­pi­tal. Nun­ca logró ser Kai­bil de ver­dad. No aguan­tó el duro pro­ce­so de entre­na­mien­to. Por ser un humil­de coci­ne­ro fue mal­tra­ta­do por el res­to de sol­da­dos de la patru­lla Kai­bil. Era el esla­bón débil en el códi­go de silen­cio de los gue­rre­ros. Dos Erres era un fan­tas­ma que le perseguía.

-Que­ría hablar con usted por­que esto que ten­go aquí en el cora­zón, ya no lo aguan­to más ‑le dijo Pin­zón a Farfán.

Le con­tó la his­to­ria de la masa­cre y le dio los nom­bres de cada miem­bro del escua­drón. La con­ver­sa­ción duró horas. Far­fán se sin­tió abru­ma­da, con una mez­cla de dis­gus­to y gra­ti­tud. Fue inca­paz de estre­char la mano del sol­da­do, aun­que vio que su arre­pen­ti­mien­to pare­cía sincero.

Poco des­pués, Pin­zón le pre­sen­tó a Far­fán otro vete­rano: César Ibá­ñez. La acti­vis­ta con­ven­ció a los dos hom­bres de tes­ti­fi­car ante Sara Rome­ro. Con­ta­ron sus his­to­rias fría­men­te, sin aso­mo de emo­ción. Habría sido impo­si­ble cono­cer los deta­lles de la masa­cre si los dos hom­bres no hubie­ran habla­do, por lo que se les con­ce­dió inmu­ni­dad y fue­ron reubi­ca­dos como tes­ti­gos pro­te­gi­dos.

Los inves­ti­ga­do­res habían encon­tra­do obs­tácu­los y ame­na­zas por par­te del Ejér­ci­to des­de un prin­ci­pio. Aho­ra con­ta­ban con tes­ti­mo­nios de pri­me­ra mano que impli­ca­ban a la patru­lla Kai­bil en el crimen.

Había una nue­va línea de inves­ti­ga­ción: el robo de los dos niños por el tenien­te Ramí­rez y San­tos López Alon­zo, el ex pana­de­ro de la unidad.

Rome­ro pen­só que encon­trar a los dos mucha­chos era un pun­to crí­ti­co, un mila­gro. Debían cono­cer la ver­dad: vivían con las per­so­nas que habían ase­si­na­do a sus padres. Nin­gu­na otra atro­ci­dad de dere­chos huma­nos regis­tra­da con­ta­ba con este tipo de evidencia.

En 1999, Sara Rome­ro y otro fis­cal fue­ron a casa del pana­de­ro López Alon­zo, cer­ca de la ciu­dad de Retalhu­leu. Su ofi­ci­na con­ta­ba con tan pocos recur­sos que no había apo­yo poli­cia­co ni armas. Rome­ro tenía sus reser­vas por tener que enfren­tar­se a este mili­tar con acu­sa­cio­nes tan gra­ves. Sabía que los Kai­bi­les se jac­ta­ban de ser con­si­de­ra­dos máqui­nas de matar.

Cuan­do vio al sol­da­do sen­ta­do en la entra­da de su modes­ta casa, todos sus mie­dos des­apa­re­cie­ron. “Se le ve un hom­bre sen­ci­llo, un cam­pe­sino humil­de”, pensó.

Las fotos fami­lia­res en casa de López Alon­zo con­fir­ma­ron sus sos­pe­chas de que esta­ba en el lugar indi­ca­do. Era un maya de piel oscu­ra y cin­co de sus hijos se pare­cían a él. El sex­to chi­co, lla­ma­do Rami­ro, tenía piel blan­ca y ojos ver­des.

-Mi hijo mayor tie­ne una his­to­ria muy tris­te ‑le dijo López Alon­zo a la fiscal.

Con­fe­só que tras la masa­cre se había que­da­do con Rami­ro y lo había teni­do vivien­do en la escue­la mili­tar por tres meses. Tra­jo el niño a casa y a su espo­sa le con­tó que había sido aban­do­na­do (vea par­ti­da fal­sa de naci­mien­to de Rami­ro). López Alon­zo dijo que había enlis­ta­do a Rami­ro, ya con 22 años, en el Ejér­ci­to. Se negó a reve­lar la ubi­ca­ción del chi­co. Cuan­do la ofi­ci­na de la fis­cal empe­zó a inda­gar, el Minis­te­rio de Defen­sa le pre­gun­tó a Rami­ro si tenía algún pro­ble­ma con la ley. En vez de coope­rar, el Minis­te­rio le movió de una base a otra.

Los inves­ti­ga­do­res esta­ban preo­cu­pa­dos de que Rami­ro se encon­tra­ra en un gra­ve peli­gro si los mili­ta­res se ente­ra­ban de que era prue­ba vivien­te de una atro­ci­dad. Even­tual­men­te, los fis­ca­les lo encon­tra­ron y se lo lle­va­ron. Rami­ro les con­tó que tenía recuer­dos de la masa­cre y del ase­si­na­to de su familia.

La fami­lia Alon­zo lo había tra­ta­do mal, decla­ró, lo gol­pea­ban y lo usa­ban casi como su escla­vo. Duran­te un epi­so­dio de ira, López Alon­zo, borra­cho, le dis­pa­ró con un rifle. Las auto­ri­da­des le con­ven­cie­ron de que aban­do­na­ra las Fuer­zas Arma­das y le ofre­cie­ron asi­lo polí­ti­co en Canadá.

La bús­que­da del otro joven fracasó.

Los fis­ca­les ave­ri­gua­ron que el nom­bre del chi­co era Óscar Alfre­do Ramí­rez Cas­ta­ñe­da. Su pre­sun­to rap­tor, el tenien­te Óscar Ovi­dio Ramí­rez Ramos, había muer­to ocho meses des­pués de la masa­cre cuan­do dor­mía sobre un camión que trans­por­ta­ba made­ra para cons­truir una casa. Murió ins­tan­tá­nea­men­te cuan­do el camión volcó.

Una her­ma­na del tenien­te fue inte­rro­ga­da en Zaca­pa en 1999 y con­fe­só que Ramí­rez había traí­do el niño a casa a prin­ci­pios de 1983, ale­gan­do que Óscar era el hijo que había teni­do con una mujer fue­ra del matri­mo­nio. Los fis­ca­les encon­tra­ron un acta de naci­mien­to pero nin­gu­na evi­den­cia de que la madre real­men­te hubie­ra exis­ti­do. La her­ma­na admi­tió que había oído que el niño era de Dos Erres.

Óscar había deja­do el país para ir a Esta­dos Uni­dos. Como su fami­lia no que­ría ayu­dar en la inves­ti­ga­ción, Sara Rome­ro se vio obli­ga­da a can­ce­lar la búsqueda.

En el inter­tan­to, los inves­ti­ga­do­res avan­za­ron en otras pis­tas. Habían iden­ti­fi­ca­do a varios eje­cu­to­res del escua­drón Kai­bil. En el 2000, un juez decre­tó órde­nes de arres­to para 17 sos­pe­cho­sos de la masacre.

En medio de la reali­dad sofo­can­te de Gua­te­ma­la, los resul­ta­dos eran decep­cio­nan­tes. La poli­cía no logra­ba lle­var a cabo los arres­tos. Los abo­ga­dos de la defen­sa bom­bar­dea­ron al tri­bu­nal con docu­men­tos y ape­la­ron a la Cor­te Supre­ma. El ale­ga­to de la con­tra­par­te fue que sus clien­tes esta­ban pro­te­gi­dos por leyes de amnis­tía, argu­men­tos inexac­tos que estan­ca­ban las investigaciones.

Sara Rome­ro se estre­lló con el poder del Ejér­ci­to. Pare­cía que la jus­ti­cia se le esca­pa­ba, como lo había hecho Óscar.

Fuen­te: ciper​chi​le​.cl

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