Vene­zue­la. Mi villano favo­ri­to (Opi­nión)

Por Caro­la Chá­vez. Resu­men Lati­no­ame­ri­cano, 19 de julio de 2020.

«Entien­do por qué fue Dios­da­do el villano del cuen­to que muchos, tirán­do­nos­la de más cha­vis­tas que Chá­vez, com­pra­mos como conejos»

Ven­go del lugar aquel don­de Dios­da­do era malo, el villano due­ño de todo, el enre­da­dor, el bichi­to que: “Chá­vez, date cuen­ta, te están enga­ñan­do”. El tipo con ojos de tigre, de tigre malu­co, siem­pre malu­co, cui­dao y te res­ba­las que te jodo. Dios­da­do Cabe­llo, el tipo del que todos los bue­nos cha­vis­tas debía­mos desconfiar.

Caí de para­cai­dis­ta un día, des­de mi lugar de des­con­fian­zas y cer­te­zas terri­bles, a la Cam­pa­ña Per­fec­ta de 2012, con Chá­vez cer­qui­ta y con él, todos sus com­pa­ñe­ros más cer­ca­nos. Des­de ahí los podía ver en vivo y direc­to, detrás de las cáma­ras, extra­ño pri­vi­le­gio, rega­lo de la vida para una miro­na curio­sa como yo.

En cam­pa­ña no hay mucho tiem­po para poses y menos en aque­lla que fue una bata­lla enor­me, con tan­tos fren­tes abier­tos, peli­gro­sos, dolo­ro­sos… Ahí o te subías o te enca­ra­ma­bas, no había cómo ocul­tar las cos­tu­ras. Ahí empe­cé a enten­der tan­tas cosas, ahí empe­cé a enten­der y a cono­cer a Diosdado.

El pri­me­ro en lle­gar y el últi­mo en irse: recuer­do cuan­do lle­ga­mos a Yari­ta­gua, a las ocho de la maña­na, Chá­vez esta­ría allá a gol­pe de cin­co de la tar­de. A esa hora tem­pra­ne­ra lle­ga­mos noso­tros, la avan­za­da del equi­po de Pren­sa Pre­si­den­cial, y yo de aso­ma­da. Había mucha gen­te en la calle, toda Yari­ta­gua ya esta­ba espe­ran­do a Chá­vez. Ya había un gen­tío fren­te a una tari­ma que ape­nas empe­za­ban a levan­tar unos cuan­tos com­pa­ñe­ros. Entre ellos, sudan­do ya de maña­ni­ta, esta­ba Diosdado.

Dios­da­do revi­sa­ba la estruc­tu­ra, pro­ba­ba el soni­do, pen­dien­te de cada deta­lle, no para­ba. Suda­do, colo­ra­do, con­ten­to, pare­ce una maqui­ni­ta incan­sa­ble, has­ta que el sol le recuer­da que tie­ne sed y bus­ca agua y bebe y mira hacia la mul­ti­tud que ya al medio­día aba­rro­ta­ba la ave­ni­da has­ta los teque­te­ques y su sed le dice que ellos tam­bién deben estar sedien­tos. Enton­ces Dios­da­do man­da —por­que sabe man­dar Dios­da­do― que trai­gan agua, que la repar­tan por todos lados, has­ta allá lejí­si­mos al final de la ave­ni­da, seña­la con el dedo apun­tan­do al infinito.

Con bra­zo beis­bo­le­ro Dios­da­do pichó unas bote­lli­tas a los que esta­ban más cer­ca de la tari­ma. Enton­ces todo fue una fies­ta: atra­par la bote­lli­ta de Dios­da­do, más que cal­mar la sed, lle­na­ba el alma. Cada bote­lli­ta era fes­te­ja­da y com­par­ti­da. Dios­da­do apun­ta­ba a que lle­ga­ran a los niños que lo mira­ban emo­cio­na­dos. Era Dios­da­do, el de Chá­vez, el que sale en la tele­vi­sión, allí con ellos, cal­man­do la sed.

Fal­ta­ban horas toda­vía para que lle­ga­ra Chá­vez y ya no cabía ni un alfi­ler. Enton­ces el cie­lo azul de Yari­ta­gua se puso gris oscu­ro y cayó un palo de agua de esos que ponen a la gen­te a correr, pero nadie corrió, solo Dios­da­do, a revi­sar que no se moja­ran los cables del soni­do, a ver que el gen­tío que espe­ra­ba a Chá­vez estu­vie­ra bien, que no se fue­ra. Fue enton­ces cuan­do vi lo impo­si­ble: Dios­da­do, en la ori­lli­ta de la tari­ma, fren­te a la mul­ti­tud, bai­lan­do, invi­tán­do­nos a todos a bai­lar. Y todos bai­la­mos bajo la llu­via yara­cu­ya­na, cul­pe Diosdado.

Ese día empe­cé a ver los ojos de aquel tigre con otros ojos, aun­que mi nece­dad me hacía seguir bus­can­do algún indi­cio, aun­que fue­ra chi­qui­ti­co, de aquel Dios­da­do ambi­cio­so, tram­po­so, y has­ta dés­po­ta, que nos habían ven­di­do y que muchos había­mos com­pra­do. Y mien­tras más bus­ca­ba, menos encon­tra­ba y mien­tras menos encon­tra­ba, más lo quería.

Todo de leji­tos, man­te­nien­do las dis­tan­cias de la des­con­fian­za, creo. Él me salu­da­ba sim­pá­ti­co y seguía de lar­go. Tenía mil cosas que hacer. Yo lo salu­da­ba y seguía en lo mío, pero sin dejar de estar pen­dien­te de lo que él hacía. Y así lle­gó el final vic­to­rio­so de la cam­pa­ña y no nos despedimos.

Meses des­pués nos vol­vi­mos a encon­trar en otra cam­pa­ña, esta vez una difi­ci­lí­si­ma, por dolo­ro­sa. Chá­vez se había ido y, ple­nos como la luna lle­na, está­ba­mos en cam­pa­ña con Nico­lás. Y otra vez los vi lle­gar, esta vez a Por­la­mar, en aquel camión, aho­ra con Nico­lás al fren­te y Dios­da­do igua­li­to, ade­lan­te, sobre el para­cho­ques, evi­tan­do que la mul­ti­tud se arre­mo­li­na­ra peli­gro­sa­men­te cer­ca del camión y de sus ruedas.

Mien­tras baja­ban del camión y subían a la tari­ma, me tocó dar unas decla­ra­cio­nes para la tele, así que no pude salu­dar­los cuan­do subie­ron. Ter­mi­né de hablar y me di la vuel­ta y ahí esta­ba Dios­da­do que, por su reac­ción, supe que no espe­ra­ba ver­me ahí. ¡Caro­la! ―dijo como si le hubie­ran saca­do el aire y me abra­zó durí­si­mo sin decir una pala­bra más. Yo lo abra­cé igual de duro y me puse a llo­rar, por­que tenía tan­tos recuer­dos tan recien­tes, todos albo­ro­ta­dos: ahí está­ba­mos todos los que Chá­vez había jun­ta­do, pero Chá­vez ya no estaba.

Llo­ré con hipi­dos no sé cuán­to tiem­po, has­ta que Dios­da­do me sol­tó, puso sus manos en mis hom­bros, como hacen los mili­ta­res ―¡plaf, plaf!, dos gol­pe­ci­tos―, me miró a los ojos con sus ojos tam­bién lle­nos de lágri­mas. Si toda­vía yo hubie­ra pre­ten­di­do seguir con la pajua­ta­da con­tra Dios­da­do, esas lágri­mas defi­ni­ti­va­men­te lo habrían evitado.

Des­de enton­ces somos ami­gos con­cep­tua­les, como decía mi gene­ral Torri­jos, ami­gos de ideas, de luchas de gran­des bata­llas, y de las que más nos acer­can: bata­lli­tas dia­rias, silen­cio­sas, boni­tas, huma­nas, enor­mes bata­llas peque­ñas que mar­can vidas.

Des­de enton­ces, y con el paso de todos estos años tan difí­ci­les, enten­dí tan­tas cosas. Entien­do por qué fue Dios­da­do el villano del cuen­to que muchos, tirán­do­nos­la de más cha­vis­tas que Chá­vez, com­pra­mos como cone­jos. Dios­da­do es fun­da­men­tal. Dios­da­do es un pilar y tum­bar­lo era hacer­nos mucho daño.

Nos hacía­mos daño y él ahí, tran­qui­lo, fir­me, en el mis­mo sitio, segu­ro de que la ver­dad siem­pre se impo­ne, y se impuso.

Y esa ver­dad me rega­ló un ami­go entra­ña­ble, un líder fun­da­men­tal, un her­mano mío y de todos… Dios­da­do, “el villano”. Mi villano favorito.

* Fuen­te: VTV

Itu­rria /​Fuen­te

Artikulua gustoko al duzu? / ¿Te ha gustado este artículo?

Twitter
Facebook
Telegram

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *