Durante años hemos sufrido en nuestros municipios una pelotera que se dio en llamar la guerra de las banderas. Metieron la vara alcaldes, jueces, medios de prensa, fuerzas policiales… Daba la impresión de que acabaría en un baño de sangre. Pero pasó. Luego, cada cierto tiempo, como serpiente de verano, la disputa reaparece, remueve algunos titulares y se disuelve.
Al abandonar su cargo, derrotado en las urnas, Odón Elorza, alcalde cosmopolita y constitucionalista, marchó muy tieso y encendido con la orden de que la española ondeara en la cúpula del ayuntamiento, dejando, como vulgarmente se dice, “el pabellón muy alto”. Luego nos vienen con el cuento chino de que los símbolos no son nada, que una bandera es un trapo, que no merece la pena luchar por ella, arriesgar la piel ni perder un minuto. Pero al final de aquella ruidosa polémica en todo edificio oficial se impuso, por narices, quieras que no, el pendón imperial de la piperpoto hispana. Queda claro lo que importa y, sobre todo, quién manda.
Para entender el valor y la fuerza de estos símbolos, que nos representan y en esa medida nos constituyen (dan cuerpo, identidad y significado al grupo que componemos), es importante conocer qué les da su sentido. Es decir, su contenido, el mensaje que en ellos se trasmite, por el que las gentes y pueblos se sienten identificados.
Entre nosotros, a medio camino entre la aculturación y el despiste, se percibe una cierta desorientación por la presencia ‑a veces mal entendida- de la bandera navarra frente a la ikurriña. Como si compitieran. Durante años, al impulso de la conciencia nacional despertada por Sabino Arana, se impuso la bizkaitarra. Ahora, sin embargo, cada vez más se extiende el uso de la navarra, y no como enseña provincial, sino como nacional. O estatal vasca, si así lo preferimos.
En efecto, la ikurriña es un producto de los hermanos Arana. Apenas tiene algo más de un siglo y, también es verdad, una dura guerra de resistencia (1936−37) en su memoria. O la clandestinidad durante la dictadura de Franco. Es nuestra, sin lugar a dudas. Pero su bagaje histórico es autonómico, con un recorrido real subsumido en la legalidad hispana.
Alguien me objetará que no es ése el significado que la ikurriña tiene para la comunidad abertzale. No lo niego. Pero una cosa es la aspiración que se le adjudica; y otra el valor real del patrimonio. Abandonar recursos valiosos para invertir en valores más precarios, de menor nivel, que además pretenden cumplir el mismo objetivo, no es muy inteligente. Ni razonable.
Sobre todo si un adversario retorcido recupera ese recurso desdeñado (la bandera nacional navarra, vasca) y lo adopta como propio. Lo utiliza para atacarnos, para desacreditarnos, para presentarse como defensor de sus valores, sentidos y contenidos. Para arrastrar muchas voluntades, que se sienten identificadas con ese símbolo. Es lo que ocurre, y no sabemos el regalo que le hacemos al “navarrerismo” al abandonar un signo que es nuestro, propio de la historia y la comunidad vasca.
La bandera navarra es el signo de un Estado. No es casualidad que tanto el Estado francés (hasta la revolución de 1789) como el español (hasta hoy) hayan mantenido el carbunclo de Navarra en su escudo oficial. En el primer plano. Tal es el valor de esa estatalidad. La bandera tiene muchos siglos de historia, un legado de reconocimiento internacional y patrimonio colectivo, de presencia en el mundo, y una carga de soberanía política que la coloca por encima de cualquier otra insignia nacional. Si no lo sabemos reconocer es por nuestra incultura política, no por el símbolo en sí, que lo vale.
Es la bandera histórica de la independencia vasca, la que ondeaba en Iruñea cuando llegó el ejército invasor en 1512. La describe Correa, el cronista personal del duque de Alba. Pero también, al ser el símbolo de la Navarra estatal, es el signo de la territorialidad, del proyecto político que unió históricamente los territorios vascos.
Esa bandera habla del Estado que fuimos, en el mundo real, en el que se defendió y existió una población vasca de modo oficial, con su lengua y nacionalidad. Un testimonio de lo que hemos sido, y queremos volver a ser.