Eus­kal Herria y la liber­tad – Iña­ki Egaña

El pasa­do sába­do asis­tí emo­cio­na­do a la sali­da de la mayor mani­fes­ta­ción de las que he par­ti­ci­pa­do en mi vida. Pro­ba­ble­men­te la mayor y hago la pre­ci­sión por­que las mate­má­ti­cas no son mi fuer­te. He pasa­do ya el medio siglo, por lo que creo que algo ya he vis­to para poder comparar.

Y digo emo­cio­na­do por­que, apre­ta­do en la ace­ra, obser­vé dis­cu­rrir duran­te los pri­me­ros minu­tos a cen­te­na­res de fami­lia­res, padres y madres en su mayo­ría, de pre­sos vas­cos, dis­per­sa­dos en cár­ce­les espa­ño­las, fran­ce­sas y algu­na que otra más leja­na. Fami­lia­res con el pelo cano en la mayo­ría de los casos, alguno apo­ya­do en el bas­tón para poder avan­zar, en el últi­mo tra­mo de su vida, sin duda. Ata­via­dos con pañue­los soli­da­rios, algu­na iku­rri­ña y la foto prohi­bi­da de su hijo en la car­te­ra del corazón.

Fami­lia­res que dis­cu­rrían en silen­cio entre el aplau­so ince­san­te, por un ins­tan­te eterno, tan sopor­ta­ble que a más de uno se le hume­de­ció la meji­lla. Fami­lia­res a los que, yo tam­bién con el pelo cano, reco­no­cí en oca­sio­nes. Vie­jos lucha­do­res, sin­di­ca­lis­tas, anti­fran­quis­tas, mili­tan­tes vario­pin­tos… a quie­nes a la con­go­ja pri­me­ra les había sus­ti­tui­do ya hace tiem­po, el orgu­llo por sus hijos, la admi­ra­ción por sus hijas, pre­sos hoy en maz­mo­rras infa­mes. San­gre de su sangre.

Recuer­do que hace mucho, nada menos que 35 años, escu­ché por vez pri­me­ra una can­ción que per­pe­tua­ba a Eus­ta­kio Men­di­za­bal, Txi­kia, el mito de nues­tra gene­ra­ción que mata­ron un día de abril de 1973. Supe más tar­de que el pro­pio Men­di­za­bal antes que gue­rri­lle­ro fue poe­ta y que dejó algu­nas fra­ses her­mo­sas: «Oh, eus­kal gaz­te­di berri, herri zaha­rren uda­be­rri». Recuer­dos del recuerdo.

Esa can­ción sobre nues­tro Txi­kia la escri­bió Teles­fo­ro Mon­zon, a quien la gue­rra había expul­sa­do a Fran­cia, Marrue­cos, Sene­gal y Méxi­co, has­ta que vino a dejar­nos tam­bién su ins­pi­ra­ción y com­pro­mi­so des­de Doni­ba­ne Lohi­zu­ne. Jun­to al cura de Sokoa, Pia­rres Lar­za­bal, creó aquel orga­nis­mo de aco­gi­da Anai Artea, poe­sía en medio de la tra­ge­dia, y escri­bió como nadie: «Men­di­za­bal, Sase­ta­ren hurre­na, biak txi­ki, biz­kor eta lerden».

Lo digo con humil­dad. No supe enton­ces quién era Sase­ta, Cán­di­do, has­ta que el pro­pio Mon­zón me lo expli­có en el rece­so de unas con­fe­ren­cias que, clan­des­ti­nas para los que lle­gá­ba­mos del sur, se orga­ni­za­ron en el Museo Vas­co de Baio­na. Sase­ta era el mito de la gene­ra­ción de mi abue­lo, el coman­dan­te en jefe de las Mili­cias Vas­cas que murió en Astu­rias en 1937 defen­dien­do, para­do­jas de la vida, la inde­pen­den­cia de los vascos.

Me resar­cí de aque­lla incul­tu­ra juve­nil en octu­bre de 2008, bien tar­de a pesar de todo, cuan­do en un vado del camino de una pobla­ción astu­ria­na que no apa­re­ce ni en el mapa, recu­pe­ra­mos el cuer­po de Sase­ta, jun­to a su esti­lo­grá­fi­ca y su meche­ro de fuma­dor inco­rre­gi­ble, y repa­tria­mos, con toda la solem­ni­dad de des­me­mo­ria­dos empe­der­ni­dos, sus res­tos, a los que dimos sepul­tu­ra don­de nació su fami­lia, en Hondarribia.

Asis­tí enton­ces a los home­na­jes que el Ayun­ta­mien­to de Ger­ni­ka, icono de las liber­ta­des vas­cas y de la per­ver­sión del enemi­go, y el de Hon­da­rri­bia ofre­cie­ron al recuer­do del coman­dan­te repa­tria­do y, sobre todo, a su fami­lia. Y entre dis­cur­so y dis­cur­so, aco­gí con sus­pi­ca­cia las pala­bras del dipu­tado gene­ral de Gipuz­koa, Mar­kel Olano: «los de enton­ces eran guda­ris, los de aho­ra son terro­ris­tas». Hubo abu­cheos entre el públi­co y sere­ni­dad en la familia.

Olano con­tra­de­cía a Teles­fo­ro Mon­zón: Sase­ta era un héroe, Men­di­za­bal un delin­cuen­te. A los héroes poe­sía y coro­na de lau­rel, a los delin­cuen­tes el infierno. Unos meses antes su par­ti­do polí­ti­co había sido sal­pi­ca­do con un nue­vo tema de corrup­ción: el direc­tor gene­ral de la Hacien­da Foral, vecino de Irun, jun­to a Hon­da­rri­bia, había vacia­do las arcas públi­cas para lle­nar sus bol­si­llos pri­va­dos. Pero bueno, me dirán que eso es otra his­to­ria. Tie­nen razón.

Supe enton­ces que Joxe Men­di­za­bal el padre de Txi­kia, el delin­cuen­te, había sido guda­ri en la gue­rra de 1936 y que pos­te­rior­men­te fue inter­na­do en las cár­ce­les de Fran­co. Y, a medi­da que fui pasan­do las pági­nas de nues­tra his­to­ria más recien­te, mi asom­bro siguió en aumen­to. En Bur­gos juz­ga­ron a Itziar Aiz­pu­rua, cuyo padre tam­bién había hecho la gue­rra, guda­ri, y que ter­mi­nó deam­bu­lan­do, como un paria, por los cam­pos de con­cen­tra­ción inven­ta­dos por gene­ra­les espa­ño­les en Cuba y en el Rif. Supe de dece­nas de casos similares.

Y no ten­go la cer­te­za abso­lu­ta, por­que la mis­ma no exis­te en mate­ria algu­na, pero sí la con­vic­ción de que los resis­ten­tes, mili­tan­tes polí­ti­cos y volun­ta­rios que des­de hace 75 años defien­den la iden­ti­dad vas­ca se han regi­do por ideas simi­la­res, la defen­sa de su patria. Lo han hecho con pasión, con vehe­men­cia, con un com­pro­mi­so digno de elo­gio, inde­pen­dien­te­men­te de las vías adoptadas.

Trai­go un par de ejem­plos. En el año 1960, apro­xi­ma­da­men­te, el régi­men fran­quis­ta espa­ñol ini­ció una cam­pa­ña para acer­car turis­tas extran­je­ros y lograr atraer divi­sa extran­je­ra a sus arcas del Esta­do. Espa­ña era uno de los paí­ses más pobres de Euro­pa, con varios millo­nes de emi­gran­tes repar­ti­dos por el mundo.

Des­pués de pro­mo­cio­nar la cos­ta medi­te­rrá­nea, las auto­ri­da­des fran­quis­tas se dedi­ca­ron a ensal­zar las esen­cias de algu­nos otros terri­to­rios. Enton­ces le lle­gó al turno a Nafa­rroa, que expor­ta­ba pro­duc­tos de la huer­ta, sobre todo pimien­tos. El fotó­gra­fo hizo una ins­tan­tá­nea de una calle de Lodo­sa, en Nafa­rroa, en la que se veía a un niño peque­ño con pan­ta­lo­nes cor­tos jun­to a una seño­ra ancia­na, ves­ti­da de negro. En el fon­do se apre­cia­ban diver­sas facha­das de las que col­ga­ban cien­tos de pimien­tos rojos, secán­do­se. De aque­lla foto­gra­fía sur­gió un car­tel con el títu­lo «Lodo­sa, Espa­ña» que fue repar­ti­do por agen­cias de via­je de Europa.

Hace poco he sabi­do que el niño de aque­lla foto era Fer­mín Beni­to Mar­tí­nez Ber­ga­ra, un mili­tan­te de ETA que actual­men­te cum­ple con­de­na en una pri­sión fran­ce­sa. Pero lo extra­or­di­na­rio no es la para­do­ja que encie­rra la foto­gra­fía, sino que la ancia­na que apa­re­ce en la mis­ma es la abue­la del niño, viu­da del últi­mo alcal­de repu­bli­cano de Lodo­sa, fusi­la­do en 1936 por las tro­pas de Fran­co por el úni­co deli­to de per­ma­ne­cer leal a los prin­ci­pios demo­crá­ti­cos de la Repú­bli­ca. Abue­lo y nie­to uni­dos por la historia.

Es sabi­do que el pri­mer muer­to de ETA se lla­ma­ba Txa­bi Etxe­ba­rrie­ta y era de Bil­bo. Murió acri­bi­lla­do en un con­trol de la Guar­dia Civil apos­ta­do en la carre­te­ra de Tolo­sa a Bida­nia, en Gipuz­koa. La muer­te de este joven mili­tan­te que con ape­nas 23 años se había con­ver­ti­do en una refe­ren­cia del com­pro­mi­so para plan­tar fren­te a la dic­ta­du­ra fue una con­mo­ción, no sólo para los que le habían cono­ci­do, sino tam­bién para todos aque­llos a quie­nes les resul­ta­ba total­men­te ajeno.

La orga­ni­za­ción arma­da que él mis­mo se había encar­ga­do de dise­ñar en su aspec­to ideo­ló­gi­co, se lamen­tó de su des­apa­ri­ción físi­ca, seña­lan­do que Etxe­ba­rrie­ta era el pri­mer muer­to de una nue­va eta­pa en la lucha de libe­ra­ción y que, en esta trá­gi­ca cro­no­lo­gía, toma­ba el rele­vo de Txo­min Leta­men­di, un vie­jo resis­ten­te de la gue­rra civil que a los 49 años fue dete­ni­do y tor­tu­ra­do. Pudie­ron optar por cien­tos de ejem­plos pero, casua­li­da­des, eli­gie­ron aquél. La muer­te de Leta­men­di acon­te­ció en 1950, y lle­gó a con­se­cuen­cia de las torturas.

Bas­tan­tes años des­pués de la muer­te de Txo­min Leta­men­di, su hijo, del mis­mo nom­bre y naci­do en Cara­cas, don­de se había exi­lia­do la fami­lia tras la gue­rra civil, era dete­ni­do en Bil­bo, acu­sa­do de ser de ETA, jun­to a otros como Jokin Goros­ti­di, Mario Onain­dia o Teo Uriar­te. Los hom­bres que fue­ron juz­ga­dos en el lla­ma­do Pro­ce­so de Bur­gos. Un pro­ce­so que, recuer­den, encen­dió a Euro­pa con­tra Fran­co. Era, enton­ces, 1969. Salió en liber­tad y en abril de 1975 fue nue­va­men­te encar­ce­la­do. Pasó por los mis­mos cala­bo­zos que su padre. Con mejor suer­te. Tam­bién fue tor­tu­ra­do, pero sobrevivió.

Años más tar­de, en 1992, el nie­to de Txo­min Leta­men­di, refu­gia­do en Fran­cia, fue dete­ni­do por la Poli­cía y lle­va­do a pri­sión en París. Tres gene­ra­cio­nes. La pri­me­ra de resis­ten­tes, la segun­da de mili­tan­tes de ETA duran­te el fran­quis­mo. La ter­ce­ra de volun­ta­rios de ETA en democracia.

Muchas líneas, muchas ramas, muchas cami­nos abier­tos y ya des­bro­za­dos hace tiem­po. Así que ante tan­to tras­torno, ¿alguien me podría mar­car los lími­tes entre la poe­sía y la pro­sa? Espe­ro con impaciencia.

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