La cade­na de man­do – Iña­ki Egaña

Hace unos días hemos recor­da­do en Donos­tia el 197 ani­ver­sa­rio de la que­ma de la ciu­dad por una hor­da de sol­da­dos ingle­ses ebrios que, diri­gi­dos por gene­ra­les ilus­tres de salo­nes y clu­bes del Lon­dres chic, hicie­ron bue­na la orden de un faná­ti­co mili­tar espa­ñol, Javier Cas­ta­ños, que ven­gó de esa mane­ra su ani­mad­ver­sión hacia todo lo vas­co. Los ingle­ses no tuvie­ron que tomar cla­ses espe­cia­les para saquear y vio­lar a su anto­jo, ya que lle­ga­ban del sub­con­ti­nen­te hin­dú don­de habían saquea­do y vio­la­do a su anto­jo. Un ejér­ci­to colo­nial de exter­mi­nio, racis­ta, con mayor pedi­grí que la Wehrmacht.

Lo injus­to de la his­to­ria ha que­da­do refle­ja­do en este epi­so­dio, de mane­ra pal­ma­ria, don­de los ver­du­gos han sido recor­da­dos con vehe­men­cia a tra­vés de monu­men­tos en West­mins­ter, calles en Por­tu­ga­le­te e inclu­so un cemen­te­rio en Donos­tia, en el que repo­san los res­tos de aque­llos ingle­ses y de los que les pre­ce­die­ron defen­dien­do la cau­sa libe­ral en la Pri­me­ra Gue­rra Car­lis­ta, como si una cuer­da exten­sa qui­sie­ra des­te­rrar lo efí­me­ro de la vida y su recuerdo.

Las muje­res y las niñas que fue­ron vio­la­das y sus vien­tres atra­ve­sa­dos por bayo­ne­tas empa­pa­das en ron ni siquie­ra tuvie­ron un nom­bre. El juez que hizo de tes­ti­go de aque­llos hechos no se atre­vió a trans­cri­bir su ape­lli­do por temor a man­ci­llar el recuer­do de sus padres o, lle­ga­do el caso, de sus hijos. No hay peor humi­lla­ción que per­der la hones­ti­dad de seme­jan­te manera.

En una ciu­dad prác­ti­ca­men­te des­ha­bi­ta­da, la úni­ca calle que se sal­vó es la que en la actua­li­dad lle­va el nom­bre del día de la tra­ge­dia, 31 de Agos­to. Poco más de 30 casas, cua­tro igle­sias y una cár­cel, muni­ci­pal como las de aque­lla épo­ca. Las igle­sias fue­ron des­can­so de la tro­pa en invierno y las casas refu­gio para los ofi­cia­les de las com­pa­ñías espa­ño­las, lle­ga­das tras el saqueo, des­de Gali­cia y Cas­ti­lla. Los ofi­cia­les espa­ño­les arri­ba­ron con espo­sas, hijos y demás parien­tes, des­alo­jan­do a los inqui­li­nos que sufrían una veja­ción más.

Aque­llos super­vi­vien­tes del horror, aque­llos des­po­seí­dos de su honor, aque­llas jóve­nes man­ci­lla­das, aque­llos a los que habían echa­do de sus vivien­das se con­cen­tra­ron en la cár­cel, úni­co lugar libre, val­ga la para­do­ja. Los pri­sio­ne­ros fran­ce­ses, tra­ta­dos con edu­ca­ción por los ingle­ses, riva­les por lo vis­to pero no enemi­gos como los donos­tia­rras, habían sido expul­sa­dos en bar­cos des­de Pasaia. Los heri­dos sana­ban o morían en un hos­pi­tal extra­mu­ros, acon­di­cio­na­do en el con­ven­to de San Fran­cis­co. La cár­cel, por tan­to, esta­ba vacía y por eso fue ocu­pa­da por unos 300 hom­bres, muje­res y niños sin techo.

En una de las cel­das más oscu­ras de esa cár­cel, la menos habi­ta­ble, una joven lla­ma­da Mari Cruz Alla­flor, (rela­to su nom­bre por­que en una ciu­dad en la que has­ta el juez se aver­güen­za de citar ape­lli­dos feme­ni­nos dada la mag­ni­tud de la pro­fa­na­ción, encon­trar uno es todo un teso­ro) aten­dió a unas niñas a las que todos los días inten­ta­ba dar cla­ses de lec­tu­ra y escri­tu­ra. Una estre­lla fugaz en medio de la miseria.

En el exte­rior, mien­tras tan­to, el caos. Una epi­de­mia de mala­ria, pro­duc­to del aban­dono de zan­jas y maris­mas, mató a más donos­tia­rras que el pro­pio incen­dio y saqueo. Según los infor­mes de enton­ces, un ter­cio de la pobla­ción. Nos pode­mos ima­gi­nar, sin mucho esfuer­zo, el esce­na­rio. Lo hemos vis­to en los cam­pos de exter­mi­nio nazis, en el Gulag sovié­ti­co, en Ger­ni­ka… Ham­bre, muer­te y olvido.

Sin embar­go, la inqui­na no des­can­sa. El gober­na­dor mili­tar espa­ñol de Gipuz­koa, cuyo nom­bre no quie­ro citar por­que no mere­ce más que des­pre­cio, se aper­ci­bió de que la cár­cel había sido ocu­pa­da por los «sin techo». Su com­pe­ten­cia era otra, pero ya se sabe que los mili­ta­res obe­de­cen impul­sos patrios, desig­nios de dio­ses y poco más. Y la man­dó desalojar.

El Ayun­ta­mien­to donos­tia­rra de enton­ces ya había plei­tea­do, si es que la pala­bra sir­ve para expre­sar la idea de «pegar­se una y otra vez con­tra un muro», con el gober­na­dor a cuen­ta de la paren­te­la de los ofi­cia­les. Que estén en casas par­ti­cu­la­res por orden supe­rior, vale, se aca­ta, pero que se trai­gan de Ouren­se, Valla­do­lid o Madrid a la pro­le para des­alo­jar a los veci­nos cla­ma al cie­lo. Ni caso. En esta oca­sión, más de lo mis­mo. Para qué des­alo­jar la cár­cel si no hay pri­sio­ne­ros, si una de las cel­das, ade­más, está sien­do uti­li­za­da como escuela.

El gober­na­dor ni siquie­ra se moles­tó en reba­tir los argu­men­tos muni­ci­pa­les. Aquí man­do yo. Ordeno y man­do que decían los ban­dos mili­ta­res. Y la cár­cel muni­ci­pal donos­tia­rra, úni­co refu­gio para los pobres de solem­ni­dad de enton­ces, sede de una pre­ca­ria y con la pers­pec­ti­va román­ti­ca escue­la de niñas, fue clau­su­ra­da. Antes vacía que ocu­pa­da por parias, por los anó­ni­mos for­ja­do­res de la his­to­ria. Una abe­rra­ción des­de cual­quier pun­to de vista.

El esti­lo de aquel gober­na­dor de infaus­to recuer­do segu­ro que pro­vo­ca­rá en el lec­tor la evo­ca­ción de otras situa­cio­nes simi­la­res. Somos peque­ñas islas apre­ta­das en tri­bus don­de lo uni­ver­sal se vuel­ve fami­liar. La his­to­ria se atas­có en un bucle eterno. Cada épo­ca revi­ve has­ta el has­tío aque­llo que ya con­ta­ban nues­tros ante­pa­sa­dos en medio de pie­dras cir­cu­la­res en los tiem­pos del bronce.

Me lle­gó el recuer­do de la maes­tra Mari Cruz, del gober­na­dor y de todas aque­llas niñas a las que no deja­ron ser muje­res leyen­do cró­ni­cas recien­tes de este país. La cade­na de man­do no ha deja­do de fun­cio­nar, como en el cie­rre de la cár­cel, en medio de nues­tro via­je hacia las estre­llas y de la ya intui­da modi­fi­ca­ción masi­va de geno­mas. Per­do­nen la intro­mi­sión, pero aquí man­dan los de siem­pre, a pesar del celo­fán. Cuan­do joven, les decía­mos pode­res fác­ti­cos. Aho­ra, con la demo­cra­ti­za­ción del espa­cio polí­ti­co, son lobb­yes, «gru­pos de pre­sión», eufe­mis­mos al uso.

Aque­llos pode­res fác­ti­cos enton­ces eran, por orden alfa­bé­ti­co, Ban­ca, Ejér­ci­to e Igle­sia. Las cosas han cam­bia­do, los curas y los mili­ta­res, en su mayo­ría, han aban­do­na­do los con­se­jos de admi­nis­tra­ción de las gran­des fir­mas espa­ño­las. Pero su influen­cia, sien­to decir­lo tan abier­ta­men­te, sigue intac­ta. De la Ban­ca diría, inclu­so, que diri­ge los desig­nios de Espa­ña y Fran­cia y, por exten­sión, los nues­tros. Ban­que­ros pusie­ron a Sar­kozy en el Eli­seo, ban­que­ros orde­na­ron la refor­ma labo­ral a Zapa­te­ro, ban­que­ros mar­can rit­mos polí­ti­cos, depor­ti­vos y cul­tu­ra­les. Así de triste.

De la Igle­sia cató­li­ca qué decir. Esa sec­ta en la que se ha con­ver­ti­do, según el últi­mo apea­do, el fran­cis­cano Joxe Arre­gi, tie­ne tan­to poder como para mar­car lo que un Gobierno socia­lis­ta, sí, han leí­do bien, tie­ne que decir en mate­ria de edu­ca­ción, sexua­li­dad o moral. Si yo fue­ra un mar­ciano recién lle­ga­do a Otxa­te, pen­sa­ría que me están toma­do el pelo aque­llos que me calien­tan la ore­ja advir­tién­do­me del poder de los de la sota­na. Lle­vo vivien­do ya unos años al nor­te de Otxa­te y se que esos mar­cia­nos que entran de otra dimen­sión por las puer­tas inter­ga­lác­ti­cas de Tre­bi­ñu están dema­sia­do per­di­dos como para saber de la misa la mitad.

Y de los mili­ta­res, qué decir. Mar­can bue­na par­te de la polí­ti­ca exte­rior de Espa­ña y de Fran­cia, mane­jan los hilos de sus ex colo­nias como si la des­co­lo­ni­za­ción fue­ra un cuen­to chino y, sobre todo, sir­ven de voce­ros a una indus­tria, la arma­men­tís­ti­ca, que nece­si­ta de gue­rras reales o fic­ti­cias, de coba­yas huma­nos, de pri­me­ros y ter­ce­ros mun­dos, de des­igual­da­des e injus­ti­cias para poder ejer­cer su labor.

La cade­na de man­do, tra­di­cio­nal­men­te mili­tar (la Igle­sia cató­li­ca no es sino el ejér­ci­to vati­cano, un caba­llo de Tro­ya extran­je­ro en nues­tra tie­rra), moder­na­men­te empre­sa­rial (ban­ca­ria, que es quien mue­ve los hilos de inver­sio­nes, prés­ta­mos o cie­rres), sigue tan vigen­te que cada vez estoy más con­ven­ci­do que la evo­lu­ción dar­vi­nia­na sólo es algo úni­ca­men­te bio­ló­gi­co. Social, cul­tu­ral y polí­ti­ca­men­te siguen domi­nan­do quie­nes poseen el fuego.

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