¿Qué sig­ni­fi­ca el “vivir bien”?

El con­tex­to en el cual se pro­du­ce la refle­xión acer­ca de lo que sig­ni­fi­ca­ría un “vivir bien”, es la cri­sis civi­li­za­to­ria mun­dial del sis­te­ma-mun­do moderno. La moder­ni­dad apa­re­ce como sis­te­ma-mun­do (median­te la inva­sión y colo­ni­za­ción euro­pea, des­de 1492), subor­di­nan­do al res­to del pla­ne­ta en tan­to peri­fe­ria de un cen­tro de domi­nio mun­dial: Euro­pa occi­den­tal. Des­de ese cen­tro se des­es­truc­tu­ra todos los otros sis­te­mas de vida y se inau­gu­ra, por pri­me­ra vez en la his­to­ria de las civi­li­za­cio­nes, un pro­ce­so de pau­pe­ri­za­ción a esca­la mun­dial, tan­to humano como pla­ne­ta­rio. Se tra­ta de una for­ma de vida que, a par­tir de la con­quis­ta y la colo­ni­za­ción del Nue­vo Mun­do, mar­ca el ini­cio de una épo­ca que, en cin­co siglos, ha pro­du­ci­do los mayo­res des­equi­li­brios, no sólo huma­nos sino tam­bién medioam­bien­ta­les. Es decir, una for­ma de vida que, para vivir, debe matar constantemente.
Para encu­brir esto, debe pro­du­cir cono­ci­mien­to encu­bri­dor; el cono­ci­mien­to que pro­du­ce, en cuan­to cien­cia y filo­so­fía devie­ne, de ese modo, en la for­ma­li­za­ción y sofis­ti­ca­ción de un dis­cur­so de la domi­na­ción, ele­va­do a ran­go de racio­na­li­dad: Yo vivo si tú no vives, Yo soy si tú no eres. La for­ma de vida que se pro­du­ce no garan­ti­za la vida de todos sino sólo de unos cuan­tos, a cos­ta de la vida de todos y, aho­ra, de la vida del planeta.
La eco­no­mía depre­da­do­ra que se deri­va del pro­yec­to moderno, el capi­ta­lis­mo, no sólo pro­du­ce la pau­pe­ri­za­ción ace­le­ra­da del 80% pobre del pla­ne­ta sino des­tru­ye el frá­gil entorno que hace posi­ble la vida huma­na; de esto se cons­ta­ta una cons­tan­te que retra­ta al capi­ta­lis­mo: para pro­du­cir debe des­truir. Por eso la sen­ten­cia de un Marx, eco­lo­gis­ta avant la let­tre, es cate­gó­ri­ca: el capi­ta­lis­mo sólo sabe desa­rro­llar el pro­ce­so de pro­duc­ción y su téc­ni­ca, soca­van­do a su vez las dos úni­cas fuen­tes de rique­za: el tra­ba­jo humano y la natu­ra­le­za. Se con­vier­te en una eco­no­mía para la muer­te; y su pro­yec­to civi­li­za­to­rio obje­ti­va eso, de tal modo, que, por ejem­plo, cuan­do la glo­ba­li­za­ción cul­mi­na en un pro­ce­so de mer­can­ti­li­za­ción total, la posi­bi­li­dad mis­ma de la vida, ya no de la huma­ni­dad ente­ra sino de la vida del pla­ne­ta mis­mo, se encuen­tra ame­na­za­da. Por lo tan­to, la cons­ta­ta­ción de la cri­sis, no es sis­té­mi­ca, y no supo­ne refor­mas super­fi­cia­les sino que recla­ma una tras­for­ma­ción radi­cal. Lo que está en jue­go es la vida ente­ra. Una for­ma de vida que, por cin­co siglos, se impu­so como la natu­ra­le­za mis­ma de las cosas, es aho­ra el obs­tácu­lo de la rea­li­za­ción de toda vida en el planeta.
Quie­nes optan por esta for­ma de vida, no toman con­cien­cia de la gra­ve­dad de la situa­ción en la que nos encon­tra­mos, no sólo por igno­ran­cia sino por la cegue­ra de un cono­ci­mien­to que pro­du­ce incons­cien­cia. En este sen­ti­do, el sis­te­ma-mun­do moderno gene­ra una peda­go­gía de domi­na­ción que, en vez de for­mar, defor­ma. Des­de la incons­cien­cia no se pro­du­ce una toma de con­cien­cia. Esta toma de con­cien­cia sólo pue­de apa­re­cer en quie­nes han pade­ci­do y pade­cen las con­se­cuen­cias nefas­tas de esa for­ma de vida: la modernidad.
La toma de con­cien­cia pro­du­ce la crí­ti­ca al sis­te­ma. La crí­ti­ca, si quie­re ser crí­ti­ca, sólo pue­de tomar como pun­to de refe­ren­cia, la pers­pec­ti­va de quie­nes pade­cen las con­se­cuen­cias nefas­tas de un sis­te­ma basa­do exclu­si­va­men­te en la exclu­sión, nega­ción y muer­te de su vida; es decir, las víc­ti­mas de este sis­te­ma-mun­do: los pue­blos indí­ge­nas. Ellos nos cons­ta­tan (en la pau­pe­ri­za­ción sis­te­má­ti­ca que sufren) a dón­de nos con­du­ce esa for­ma de vida. Se tra­ta de un lugar epis­te­mo­ló­gi­co que tie­ne la vir­tud de juz­gar al sis­te­ma como un todo. La refe­ren­cia tras­cen­den­tal se encuen­tra como pre­sen­cia de una ausen­cia: el gri­to del suje­to. Pero en este gri­to el suje­to inclu­ye otro gri­to aun más radi­cal: el gri­to de la Madre tie­rra, la pacha­Ma­ma, el lugar don­de se ori­gi­na la vida. Es decir, es la vida en su con­jun­to la que gri­ta. Y ese gri­to es sólo posi­ble de ser aten­di­do, como gri­to humano; es decir, la res­pon­sa­bi­li­dad por trans­for­mar el des­equi­li­brio y la irra­cio­na­li­dad de este pro­yec­to de la muer­te, es res­pon­sa­bi­li­dad huma­na. La Madre dele­ga esa res­pon­sa­bi­li­dad a sus hijos. Y se tra­ta de un gri­to, no sólo por­que es deses­pe­ra­do; sino por­que la for­ma de vida en la que nos halla­mos sumi­dos hace prác­ti­ca­men­te impo­si­ble escu­char; por eso suce­de la apo­ría: en la era de las comu­ni­ca­cio­nes, esta es cada vez menos posible.
Se tra­ta de una for­ma de vida que nos vuel­ve sor­dos. Ya no somos capa­ces de escu­char, por eso se deva­lúan las rela­cio­nes huma­nas; inca­pa­ces de escu­char nos pri­va­mos de huma­ni­dad. La mer­can­ti­li­za­ción de las rela­cio­nes huma­nas hace impo­si­ble cual­quier cua­li­fi­ca­ción de nues­tras rela­cio­nes; todas se dilu­yen en la cuan­ti­fi­ca­ción uti­li­ta­ria de los intere­ses indi­vi­dua­lis­tas. El ismo del ego moderno es el que le cie­ga toda res­pon­sa­bi­li­dad, al indi­vi­duo, de sus actos. Inca­paz de res­pon­sa­bi­li­zar­se de las con­se­cuen­cias de sus actos y sus deci­sio­nes, el indi­vi­duo cola­bo­ra, sin saber­lo, en la des­truc­ción de la vida toda, inclu­so la suya pro­pia. Se con­vier­te en sui­ci­da. Todos al per­se­guir su bien­es­tar exclu­si­va­men­te par­ti­cu­lar, cola­bo­ran en el males­tar gene­ral. Toda aspi­ra­ción cho­ca con la otra, de modo que las rela­cio­nes se opo­nen de modo abso­lu­to. Sin comu­ni­dad, los indi­vi­duos se con­de­nan a la sole­dad de un bien­es­tar que se trans­for­ma en cár­cel. Los seres huma­nos se ato­mi­zan, apa­re­ce la sociedad.
Esta vie­ne a ser un con­jun­to en con­ti­nuo des­equi­li­brio, por­que se fun­da en el des­plie­gue de una liber­tad que, para rea­li­zar­se, debe anu­lar las otras liber­ta­des. La socie­dad es el ámbi­to del indi­vi­duo sin comu­ni­dad; es un desa­rro­llo que no desa­rro­lla, un movi­mien­to que no mue­ve, cuya iner­cia con­sis­te en el des­gas­te que sig­ni­fi­ca per­ma­ne­cer siem­pre en el mis­mo sitio, pero ago­ta­do. Su no movi­li­dad empie­za a mos­trar­se como el carác­ter de una épo­ca que debe de cam­biar siem­pre para no cam­biar. Por eso pro­du­ce cam­bios que no cam­bian nada. La moda es el refle­jo de ese carác­ter: lo nue­vo no es nue­vo sino varia­cio­nes de lo mis­mo. La pér­di­da de sen­ti­do de la vida pro­du­ce el sin­sen­ti­do del cam­bio super­fi­cial: se cam­bian las for­mas pero segui­mos sien­do los mis­mos de siem­pre, se pro­du­ce el maqui­lla­je exa­ge­ra­do de una socie­dad que, para no mos­trar­se lo podri­da que está, debe con­ti­nua­men­te negar­se la posi­bi­li­dad de ver­se de fren­te a los ojos. Se le nubla la visión, ya no sabe mirar lo sus­tan­cial y sólo atien­de a las apa­rien­cias, la socie­dad se vuel­ve un mun­do de las apariencias.
La cons­ta­ta­ción de esta ano­ma­lía pro­du­ce el des­en­can­to, pero tam­bién una luci­dez maca­bra. Por­que si el ser humano es aquel que para ser lo que es debe trans­for­mar­se siem­pre, la inca­pa­ci­dad de trans­for­ma­ción se vuel­ve en resis­ten­cia y nega­ción de un cam­bio real. La ten­den­cia con­ser­va­do­ra empie­za a mani­fes­tar­se no pre­ci­sa­men­te en los vie­jos sino en los jóve­nes. No cam­biar sig­ni­fi­ca, en con­se­cuen­cia, afir­mar el yo y sus cer­te­zas, cerrar­se a toda aper­tu­ra. La ten­den­cia con­ser­va­do­ra es la que afir­ma el orden impe­ran­te y empie­za a per­se­guir a todos aque­llos que sí pro­yec­tan cam­bios necesarios.
Si el afán de cam­bio no tras­tor­na lo esta­ble­ci­do enton­ces ese afán es tole­ra­do, es más, es desea­do, por­que el sis­te­ma requie­re siem­pre de refor­mas que lo ade­cuen a las cir­cuns­tan­cias. Pero si ese afán per­si­gue un cam­bio total, enton­ces la reac­ción no tar­da en apa­re­cer. Si la for­ma de vida es la que hay que cam­biar enton­ces no hay otra que cam­biar de for­ma de vida. Si lo que se halla en peli­gro es la vida mis­ma, enton­ces la refle­xión en aque­llo que con­sis­te la vida, empie­za a cobrar sentido.
Si los sen­ti­dos se dilu­yen enton­ces pre­ci­sa­mos dotar­nos de un nue­vo sen­ti­do, que haga posi­ble el seguir vivien­do: sin sen­ti­do de vida no hay vida que val­ga la pena ser vivi­da. Aque­llo que pre­ci­sa­men­te ocu­rre en la for­ma de vida moder­na, cuyos sen­ti­dos se dilu­yen en puras for­mas sin con­te­ni­do alguno. El mun­do de las apa­rien­cias nos pri­va lo sus­tan­cial de la vida. Se apren­de a ver sólo las apa­rien­cias; de modo que lo sus­tan­cia y esen­cial des­apa­re­ce de nues­tra visión. Inca­pa­ces de poder adver­tir lo que real­men­te impor­ta, nues­tras pro­pias vidas empie­zan a care­cer de impor­tan­cia. Nos move­mos en lo frí­vo­lo y lo super­fluo. Pero ese movi­mien­to no es un movi­mien­to real; por­que un movi­mien­to real impli­ca nece­sa­ria­men­te un movi­mien­to de la con­cien­cia, pero en lo frí­vo­lo lo que se mue­ve son exclu­si­va­men­te las cosas, las mer­can­cías, que­dan­do los seres huma­nos en meros por­ta­do­res de estas: el movi­mien­to de las cosas es el que orde­na el movi­mien­to humano. La huma­ni­dad se deva­lúa en la feti­chi­za­ción. Si la con­cien­cia empie­za a care­cer de movi­mien­to enton­ces advie­ne el retra­so men­tal. La desidia es el refle­jo de la inca­pa­ci­dad de movi­mien­to de la con­cien­cia. La pere­za no desea mover­se de su lugar, aun­que está dis­pues­ta a movi­li­zar su cóle­ra, con tal de regre­sar a su letar­go ini­cial. Por eso, la fuer­za no es una demos­tra­ción de poder sino la ausen­cia de éste. El poder real es aquel que es volun­tad. La volun­tad no nece­si­ta deter­mi­nar­se como fuer­za. Su fuer­za está en la capa­ci­dad de pro­yec­ción que ten­ga. Pro­yec­tar sig­ni­fi­ca expo­ner­se, mos­trar de lo que se es capaz, per­sua­dir y con­ven­cer. La fuer­za pura no hace nada de esto, su úni­ca expo­si­ción con­sis­te en clau­su­rar­se. Clau­su­ran­do a los demás se clau­su­ra a sí mismo.
En una situa­ción colo­nial, la clau­su­ra del indi­vi­duo es la cons­ta­ta­ción de la clau­su­ra que, como país, ha acon­te­ci­do. Inca­paz de pro­yec­tar un desa­rro­llo pro­pio, nos con­de­na­mos a depen­der, es decir a sub­de­sa­rro­llar­nos. La clau­su­ra es inca­pa­ci­dad de ser suje­to. Quien no enfren­ta el desa­fío de ser suje­to, se con­de­na a ser obje­to del desa­rro­llo ajeno.
Una digre­sión. Boli­via ha sido un sue­ño pro­yec­ta­do siem­pre al bor­de de la muer­te. Aún como sue­ño, nun­ca ha podi­do ver la luz del día, por­que en ese par­to, soña­do una y otra vez, ha muer­to no sólo la cria­tu­ra, sino tam­bién la Madre. La muer­te, en el sue­ño, no es defi­ni­ti­va, es una varian­te que mues­tra el sue­ño para pro­yec­tar su sen­ti­do. Pero el sue­ño pro­yec­ta no sólo varian­tes, tam­bién recu­rre a su rein­ven­ción y, entre una de ellas, se encuen­tra la ima­gen de la hui­da, del esca­pe (de la muerte).
Esca­par, en este caso, sig­ni­fi­ca el man­te­ner-se fiel en la espe­ra; el que espe­ra es el que tie­ne espe­ran­za y se man­tie­ne en la espe­ran­za el que no ha per­di­do la fe: la madre y el niño son la posi­bi­li­dad de lo impo­si­ble. Son la vida que alum­bra la vida y le da sen­ti­do a la per­sis­ten­cia por vivir. Quien levan­ta a la madre y al niño es aquel que toma la res­pon­sa­bi­li­dad de pre­ser­var la vida, por­que la vida se encuen­tra ame­na­za­da y la ame­na­za, pre­ci­sa­men­te, aquel que se pone en lugar de dios y pre­ten­de deci­dir quién vive y quién mue­re. Quien apues­ta por la vida de la madre y el niño, apues­ta por la vida en sen­ti­do emi­nen­te, por­que no toda vida se encuen­tra ame­na­za­da, sino siem­pre la vida de los débi­les. El pode­ro­so es aquel que ase­gu­ra su vida a cos­ta de la vida de los débi­les; deva­lúa la vida a la per­se­cu­ción de otras vidas, de tal modo que, la afir­ma­ción de su vida, sig­ni­fi­ca la nega­ción de las otras. Esta afir­ma­ción tie­ne nece­sa­ria­men­te que pre­ten­der­se divi­na para, de algún modo, miti­gar su fini­tud. Recu­rrir a la ido­la­tría del poder no es sólo una recu­rren­cia maniá­ti­ca, es el fun­da­men­to mis­mo que ase­gu­ra al poder repar­tir vida y muer­te a gra­nel. Quien deci­de quién vive y quién mue­re no es otro que dios y el hom­bre, que se pone en lugar de dios, no come­te nun­ca ase­si­na­to, sólo cobra la deu­da que impo­ne su divi­ni­dad al res­to de los mortales.
La madre es la posi­bi­li­dad de la vida, en este caso, el niño; éste, a su vez, es el sen­ti­do de esta posi­bi­li­dad. El sen­ti­do es lo que pue­de pro­yec­tar­se, una vez que su posi­bi­li­dad está ase­gu­ra­da; a par­tir del sen­ti­do es que se pue­de con­ce­bir lo que vie­ne por-venir, el futu­ro. La Madre es tam­bién actua­li­dad, es el nutri­men­to, el rega­zo que pro­cu­ra la vida; por eso la madre es sím­bo­lo de la tie­rra: pacha­Ma­ma. La tie­rra es actua­li­dad pero, como actua­li­dad, es actua­li­dad del pasa­do: el des­de don­de toda pro­yec­ción cobra sen­ti­do. Apos­tar por la vida de la madre y el niño es apos­tar por la con­ti­nui­dad de la vida, por hacer posi­ble la con­ti­nui­dad de la vida.
Pero el pode­ro­so con­si­de­ra la vida de todos como una impo­si­bi­li­dad y bus­ca, por todos los medios, mos­trar esta impo­si­bi­li­dad como real. En len­gua­je moderno, la recu­rren­cia a este prin­ci­pio se mani­fies­ta en el prin­ci­pio eco­nó­mi­co de no fac­ti­bi­li­dad o el prin­ci­pio polí­ti­co de invia­bi­li­dad. Todo pro­yec­to que aspi­re a ase­gu­rar la vida de todos y, de estos, la vida de los más débi­les es, en con­se­cuen­cia (des­de el lega­lis­mo del poder), no fac­ti­ble e invia­ble; por­que ase­gu­rar la vida sig­ni­fi­ca tan­to como rela­ti­vi­zar la pre­sen­cia mis­ma del poder. Por­que sólo hay ejer­ci­cio del poder cuan­do hay sobre quien ejer­cer­lo y, mien­tras éste no sien­ta ame­na­za­da su vida, no tie­ne sen­ti­do tal ejer­ci­cio. Esa es la dia­léc­ti­ca del amo y el escla­vo. Es el cir­cui­to por el cual toda domi­na­ción se repro­du­ce ad infi­ni­tum, por­que no hay otra for­ma de libe­rar­se sino bus­car otro a quien domi­nar. Bajo esta dia­léc­ti­ca toda libe­ra­ción no es real sino pura ilu­sión por­que, bajo la lógi­ca del poder como domi­nio, toda libe­ra­ción es un eufe­mis­mo por el que otra domi­na­ción se hace posible.
Por eso la apues­ta por una nue­va for­ma de vida tras­to­ca todo y pro­du­ce la resis­ten­cia feroz de lo con­ser­va­dor que per­ma­ne­ce como las­tre en un pro­ce­so de cam­bio. La ten­den­cia con­ser­va­do­ra, en este sen­ti­do, no sólo se encuen­tra en la otra vere­da sino en la pro­pia. La trans­for­ma­ción que no es trans­for­ma­ción sub­je­ti­va, es decir, trans­for­ma­ción del suje­to, no es trans­for­ma­ción real. El cam­bio tie­ne, de ese modo, una pre­ci­sión: es un cam­bio de trans­for­ma­ción estruc­tu­ral: del Esta­do colo­nial al Esta­do plu­ri­na­cio­nal. El suje­to del cam­bio pro­du­ce esta alter­na­ti­va des­de una toma de con­cien­cia: la his­to­ria hecha con­cien­cia. Sólo pue­de pro­yec­tar futu­ro des­de su memo­ria hecha con­cien­cia, es decir, pro­du­cir una polí­ti­ca cohe­ren­te con su pro­pia historia.
En este con­tex­to, la alter­na­ti­va que se nos pre­sen­ta, pro­yec­ta su sen­ti­do como algo, cuyo con­te­ni­do, vie­ne seña­la­do por nues­tro pro­pio hori­zon­te de sen­ti­do. Lo que se per­si­gue no es algo que vie­ne de afue­ra sino algo que ha esta­do siem­pre entre noso­tros. La cegue­ra con­sis­tía en no haber pro­du­ci­do nun­ca el cono­ci­mien­to ade­cua­do para dar­nos cuen­ta de que las res­pues­tas no están afue­ra sino aden­tro; que las pre­gun­tas que hacía­mos eran fal­sas pre­gun­tas por­que no eran pre­gun­tas que se dedu­cían de nues­tros pro­ble­mas sino una cie­ga asun­ción de lo que se pen­sa­ba afue­ra. Pre­sos de una colo­ni­za­ción sub­je­ti­va, nun­ca supi­mos cómo des­ple­gar una for­ma de vida que ase­gu­re la vida de todos noso­tros; pre­sos del res­plan­dor moderno de las mer­can­cías, tam­bién nos deva­lua­mos, aun en nues­tra mise­ria, a desear aque­llo que nos some­tía, como nación y como pueblo.
Nun­ca nadie nos ense­ñó cómo “vivir bien”. Por­que quie­nes nos podían haber ense­ña­do aque­llo, eran quie­nes pade­cían el peso real del some­ti­mien­to estruc­tu­ral, sobre los cua­les depo­si­tá­ba­mos las con­se­cuen­cias de nues­tras adic­cio­nes: inser­tar­se en la glo­ba­li­za­ción repre­sen­tó, y repre­sen­ta, “morir como perros para que otros coman como chan­chos”. Para mirar aden­tro hay que apren­der a ya no mirar exclu­si­va­men­te afue­ra; lo cual seña­la una pro­pe­déu­ti­ca, ya no sólo ser cons­cien­tes sino auto­cons­cien­tes. Pasar de la con­cien­cia a la auto­con­cien­cia sig­ni­fi­ca, pasar del deseo de cam­bio a lo que sig­ni­fi­ca el cam­bio efectivo.
El “vivir bien” es un mode­lo que, como hori­zon­te, da sen­ti­do a nues­tro cami­nar el pro­ce­so. Hacia lo que ten­de­mos, no es una inven­ción de labo­ra­to­rio o de escri­to­rio sino lo que per­ma­ne­ce como sus­tan­cia en todas nues­tras luchas, ya no sola­men­te como luchas eman­ci­pa­to­rias crio­llas sino como lo que ha hecho posi­ble inclu­si­ve a ellas: las re-vuel­tas eman­ci­pa­to­rias indí­ge­nas. Por eso per­vi­ve el mode­lo como hori­zon­te: el sumaj q’amaña. El q’amaña, el vivir, es cua­li­fi­ca­do por el sumaj, es decir, no se tra­ta de un vivir cual­quie­ra sino de lo cua­li­ta­ti­vo del vivir. Por eso el sumaj no sólo es lo dul­ce sino lo bueno, es decir, la vida se mide de modo éti­co y tam­bién esté­ti­co. Una bue­na vida se vive con ple­ni­tud moral y rebo­san­te de belle­za. Por eso atra­vie­sa todo el con­jun­to de los hábi­tos y las cos­tum­bres. Se tra­ta de una nor­ma­ti­vi­dad inhe­ren­te al mis­mo hecho de vivir, no como meros ani­ma­les sino como ver­da­de­ros seres humanos.
Recu­pe­rar nues­tro hori­zon­te de sen­ti­do no es, enton­ces, un vol­ver al pasa­do sino recu­pe­rar nues­tro pasa­do, dotar­le de con­te­ni­do al pre­sen­te des­de la poten­cia­ción del pasa­do como memo­ria actuan­te. El decur­so lineal del tiem­po de la físi­ca moder­na ya no nos sir­ve; por eso pre­ci­sa­mos de una revo­lu­ción en el pen­sa­mien­to, como par­te del cam­bio. El pasa­do no es lo que se deja atrás y el futu­ro no es lo que, de modo iner­te, nos advie­ne. Cuan­to mayor pasa­do se hace cons­cien­te, mayor posi­bi­li­dad de gene­rar futu­ro. El pro­ble­ma de la his­to­ria no es el pasa­do sino el pre­sen­te, que tie­ne siem­pre nece­si­dad de futuro.
El pre­sen­te que nos toca vivir tie­ne esa deman­da, por­que esta­mos en la posi­bi­li­dad de pro­du­cir auto­con­cien­cia, ya no sólo nacio­nal sino plu­ri­na­cio­nal. La revo­lu­ción nacio­nal, fra­ca­sa­da en el 52, sería aho­ra posi­ble, pero ya no como nacio­nal sino como plu­ri­na­cio­nal. Esto es: lo que hemos esta­do pro­du­cien­do, en defi­ni­ti­va, ya no res­pon­de a deman­das sec­to­ria­les o cor­po­ra­ti­vas, ni siquie­ra par­ti­cu­la­res, como es siem­pre una nación, sino: el carác­ter cua­li­ta­ti­vo de esta trans­for­ma­ción (el pri­mer pro­ce­so de des­co­lo­ni­za­ción radi­cal del siglo XXI) esta­ría mos­tran­do la con­tra­dic­ción fun­da­men­tal de esta épo­ca moder­na, como ver­da­de­ro diag­nós­ti­co de una situa­ción pla­ne­ta­ria: vida o capi­tal. Lo que sig­ni­fi­ca: vida o muerte.
Para que la vida ten­ga sen­ti­do vivir­la, esta no pue­de care­cer de pro­yec­to; pero el pro­yec­to no es algo pri­va­do sino lo que se pro­yec­ta como comu­ni­dad, en este caso, como comu­ni­dad en pro­ce­so de libe­ra­ción. El sen­ti­do de la libe­ra­ción sig­ni­fi­ca un echar por tie­rra toda rela­ción de domi­na­ción. “Vivir bien” que­rría decir: vivir en la ver­dad. Por eso, el que “vive bien”, cami­na “el camino de los jus­tos”, el qapaq ñan. La trans­for­ma­ción estruc­tu­ral es tam­bién trans­for­ma­ción per­so­nal: tener la capa­ci­dad de ser y com­por­tar­se como suje­to. Por eso: se es suje­to rela­cio­nán­do­se con el otro como suje­to, en el reco­no­ci­mien­to abso­lu­to de la dig­ni­dad abso­lu­ta del otro. “Vivir bien” sería el modo de com­por­tar­se como decía el Che: como un hom­bre nue­vo, capaz de sen­tir en su pro­pia car­ne el ultra­je que se come­te con­tra un her­mano al otro lado del pla­ne­ta. El “hom­bre nue­vo” ya no sería como el mode­lo edu­ca­ti­vo pres­cri­be: un ser inte­li­gen­te. El hom­bre nue­vo es un ser humano jus­to y libe­ra­dor. Por eso su pro­ce­so de trans­for­ma­ción es con­ti­nuo; por­que su con­di­ción no es la per­ma­nen­cia en un esta­do inac­ti­vo sino en una obs­ti­na­da ape­ten­cia por tras­cen­der­se siempre.
De este modo, el “vivir bien”, pro­yec­ta un sen­ti­do que esta­ble­ce el por qué del vivir. De éste se des­pren­de el cómo vivir. Del cri­te­rio se esta­ble­ce una nor­ma­ti­vi­dad. No se vive por vivir sino se vive de modo metó­di­co, que es el modo orga­ni­za­do de un vivir autén­ti­co. Cami­nar en la ver­dad es cami­nar en la jus­ti­cia; por eso no es un cami­nar cual­quie­ra. Se tra­ta de la res­pon­sa­bi­li­dad del cami­nar en el ejem­plo. La polí­ti­ca pue­de aho­ra trans­for­mar­se, de la sucie­dad que empa­ña toda pre­ten­sión libe­ra­do­ra a la libe­ra­ción como pro­ce­so de puri­fi­ca­ción de toda pre­ten­sión de domi­na­ción. La capa­ci­dad crí­ti­ca de este pro­ce­so radi­ca en la capa­ci­dad que se tie­ne de autocrítica.
El “vivir bien” no se deri­va de algún valor meta­fí­si­co que se impo­ne a la situa­ción pre­sen­te. Se dedu­ce de la his­to­ria y del pro­pio mun­do de la vida, como una pre­sen­cia de la ausen­cia: lo impo­si­ble para el Esta­do colo­nial, la jus­ti­cia, es lo que per­mi­te su trans­for­ma­ción. El nor­te de la trans­for­ma­ción que­da indi­ca­do por esa ausen­cia pre­sen­te en el gri­to de las víc­ti­mas. Su gri­to seña­la siem­pre un cie­lo a don­de se gri­ta. Lo impo­si­ble en la tie­rra se pro­yec­ta como uto­pía en los cie­los. Del alaj­pa­cha, epis­te­mo­ló­gi­ca­men­te, pasa­mos al qau­qui­pa­cha. Del arri­ba al más allá en tér­mi­nos de uto­pía. Los cie­los, en este sen­ti­do, pasan a ser el locus epis­te­mo­ló­gi­co de cono­ci­mien­to. La pre­sen­cia de esa ausen­cia se esta­ble­ce, así, en tér­mi­nos de uto­pía. Pro­yec­ción que es, en defi­ni­ti­va, pro­yec­ta­da des­de la his­to­ria hecha con­te­ni­do de una con­cien­cia libe­ra­do­ra. Por eso en el “vivir bien”, en su pro­yec­ción, per­noc­tan todos aque­llos a quie­nes debe­mos esta situa­ción privilegiada.
En este cie­lo per­noc­ta no sólo el dolor, per­noc­tan tam­bién los sue­ños y las espe­ran­zas; la muer­te de aque­llos que daban lo úni­co que tenían, para que todos pudié­se­mos tener lo que nun­ca tuvie­ron ellos. Su lucha es aho­ra nues­tra lucha. Nues­tra res­pon­sa­bi­li­dad es tam­bién para con ellos, para que no sea tam­bién su muer­te una muer­te inú­til. Nada nos garan­ti­za que este pro­ce­so con­clu­ya triun­fan­te; por eso pre­ci­sa­mos vol­ver la mira­da, hacer nues­tra la fuer­za de nues­tros már­ti­res, ser fie­les con aque­llo que nos enco­men­da­ron sus vidas. Aho­ra es nues­tro turno. Por eso nos acom­pa­ñan. Por­que somos comu­ni­dad; al devol­ver­nos el sen­ti­do de comu­ni­dad, nos ha sido devuel­to el sen­ti­do de huma­ni­dad. Nues­tra lucha es por la vida; eso es lo que nos hace más soli­da­rios, más jus­tos, pero, tam­bién, más res­pon­sa­bles, es decir, más huma­nos. Eso es lo que hay que agra­de­cer: la opor­tu­ni­dad his­tó­ri­ca que tene­mos de redi­mir, ya no sólo a un país sino a lo humano en gene­ral. Por eso, si no desa­rro­lla­mos este nues­tro pro­ce­so de trans­for­ma­ción, le esta­re­mos pri­van­do, a noso­tros y al mun­do ente­ro, de la posi­bi­li­dad de un mun­do mejor, más humano y más jus­to. De nues­tro triun­fo o fra­ca­so depen­de, en últi­ma ins­tan­cia, el triun­fo o fra­ca­so del pla­ne­ta ente­ro. Si la vida toda está en peli­gro, no nos sir­ve pro­du­cir para noso­tros un arca para sal­var­nos. La sal­va­ción, o es de todos o no es de nadie. No hay suje­to sin auto­con­cien­cia. Esta nos lle­va a mani­fes­tar al mun­do nues­tra pala­bra: la lucha por la Madre tie­rra es lucha por la huma­ni­dad; esta lucha es de aquel que asu­me la res­pon­sa­bi­li­dad de un vivir en la ver­dad y la jus­ti­cia. “Un mun­do en el que­pan todos” es un mun­do don­de todos vivan dig­na­men­te, es decir, don­de el sumaj q’amaña sea el nor­te de toda polí­ti­ca y toda eco­no­mía. Por eso nos encon­tra­mos en el tiem­po del pacha­kuty (o tiem­po mesiá­ni­co). Nues­tra es aho­ra la opor­tu­ni­dad his­tó­ri­ca de pro­du­cir aque­llo que nos lega­ron nues­tros már­ti­res: un mun­do más jus­to. Si el occi­den­te moderno no se hizo nun­ca car­go de la huma­ni­dad y del pla­ne­ta, noso­tros tene­mos aho­ra que hacer­nos car­go de aque­llo. Nues­tra lucha ya no es par­ti­cu­lar sino pro­fun­da­men­te uni­ver­sal. La res­pon­sa­bi­li­dad es aho­ra nues­tra. Por eso: los mejo­res años de nues­tras vidas, es lo que se nos vie­ne, de aquí en adelante.
La Paz, 4 de diciem­bre de 2009
- Rafael Bau­tis­ta S. es autor de “Pen­sar Boli­via Del Esta­do Colo­nial al Esta­do Plurinacional”
ALAI, Amé­ri­ca Lati­na en Movimiento

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