Luego del genocidio militar en Argentina, vinieron los efectos ideológicos de la caída del Muro de Berlín, la derrota de la revolución sandinista y la emergencia del neoliberalismo criollo más salvaje y despiadado, disfrazado con ropas populistas atávicas para entregar definitivamente el conjunto del país al gran capital transnacional. En ese contexto político tan singular de nuestra sociedad, los relatos de las metafísicas “post” (posmodernismo, posestructuralismo, posmarxismo) se volvieron hegemónicos y predominantes en un segmento importante de la intelectualidad. Estos intelectuales “post” revolucionarios (o mejor dicho “ex”), cada uno con su estilo y en su modalidad específica, pero todos al unísono, dieron por liquidada y sepultada la tradición del marxismo insurgente en la Argentina. Enterraron bien hondo el supuesto cadáver y sellaron todos los papeles burocráticos que hacía falta completar en el cementerio.
Desconociendo esa pretendida acta de defunción, de lo que se trata hoy en día, principalmente para las nuevas generaciones, es de recuperar esa tradición “olvidada”. Pero recuperarla implica recrearla y resignificarla para que siga incomodando y molestando al poder, dejando a un costado toda manipulación, es decir, todo intento de moderar, neutralizar y finalmente incorporar a los antiguos rebeldes, desprovistos de cualquier peligrosidad para un statu quo que, luego de verificar que están bien muertos, los “homenajea” mediáticamente con no poco oportunismo en tanto momias sagradas e inofensivas.