Niko­lai Lenin – El hom­bre (Mak­sim Gorki)

Un 21 de enero de 1924, hoy hace 100 años, moría Vla­dí­mir Ilich Uliá­nov, más cono­ci­do como Lenin. Sus ines­ti­ma­bles apor­tes teó­ri­cos al mar­xis­mo, su tenaz prác­ti­ca mili­tan­te y su extra­or­di­na­ria capa­ci­dad para rea­li­zar un «aná­li­sis con­cre­to de la situa­ción con­cre­ta» hicie­ron de Lenin el más des­ta­ca­do líder polí­ti­co de la cla­se obre­ra revo­lu­cio­na­ria de su época.

Recu­pe­rar el aná­li­sis leni­nis­ta del impe­ria­lis­mo, la con­cep­ción mili­tan­te bol­che­vi­que, la orga­ni­za­ción del «Par­ti­do de nue­vo tipo» como par­ti­do de van­guar­dia de la cla­se obre­ra, y el pro­fun­do estu­dio y com­pren­sión de la dia­léc­ti­ca de la revo­lu­ción hacen hoy, del mar­xis­mo-leni­nis­mo, una necesidad.

Sin embar­go, el tex­to que pre­sen­ta­mos a con­ti­nua­ción no se tra­ta ni de un aná­li­sis de su pen­sa­mien­to, ni de su vida, ni de su prác­ti­ca mili­tan­te… No es siquie­ra un tex­to suyo. Se tra­ta de un artícu­lo que escri­bió su gran ami­go, Mak­sim Gor­ki, uno de los más gran­des escri­to­res del siglo pasa­do y padre del rea­lis­mo socia­lis­ta, tras cono­cer la noti­cia de su muerte.

Aque­llos que hemos leí­do en algu­na oca­sión a Lenin cono­ce­mos de sobra la mane­ra enér­gi­ca, inclu­so hos­til, en la for­ma que tie­ne de expo­ner sus ideas y de pole­mi­zar con sus con­tem­po­rá­neos. Esta for­ma de escri­bir tan carac­te­rís­ti­ca de Lenin pue­de, qui­zá, dar­nos una ima­gen de su per­so­na como alguien tos­co, poco ami­ga­ble, ensi­mis­ma­do… Sin embar­go, Gor­ki nos pre­sen­ta, con una escri­tu­ra emo­ti­va, a un Lenin cer­cano, ami­ga­ble, preo­cu­pa­do por su entorno… a un camarada.

Gor­ki, como pro­ba­ble­men­te todos los gran­des artis­tas y escri­to­res, era un hom­bre pro­fun­da­men­te emo­cio­nal y sen­si­ble. Decía María Tere­sa León, cuan­do lo cono­ció, que Gor­ki se emo­cio­na­ba con faci­li­dad: «cuan­do los niños le abra­zan, llo­ra». No nos cabe nin­gu­na duda que el papel en el que Gor­ki escri­bió este home­na­je a Lenin está impreg­na­do por sus pro­pias lágri­mas y que todo lo que aquí cuen­ta lo sacó des­de lo más hon­do de su cora­zón: el cari­ño, la admi­ra­ción, la amis­tad, y, sobre todas las cosas, la camaradería.

Este tex­to se publi­có en frag­men­tos en el perió­di­co inglés The Daily Herald y, pos­te­rior­men­te, se edi­tó como un folle­to ilus­tra­do. Curio­sa­men­te, se tra­ta de un tex­to publi­ca­do por pri­me­ra vez en inglés, y no fue has­ta meses más tar­de que se publi­có una ver­sión modi­fi­ca­da en ruso. Esta tra­duc­ción está rea­li­za­da, por tan­to, direc­ta­men­te des­de la ver­sión inglesa.

Algo que sin duda lla­ma­rá la aten­ción al lec­tor es que, en el artícu­lo, Gor­ki se refie­re a Lenin como Nico­lái Lenin, mien­tras que hoy sole­mos cono­cer­lo como Vla­dí­mir Lenin. Lo cier­to es que Lenin tuvo más de 150 seu­dó­ni­mos, y cuan­do por pri­me­ra vez uti­li­zó el de Lenin lo hacía fir­man­do como «N. Lenin», hacien­do refe­ren­cia esta «N» a Nico­lái. Pare­ce ser que la pri­me­ra vez que uti­li­zó este seu­dó­ni­mo fue en un artícu­lo sobre el pro­ble­ma agra­rio en la revis­ta Zariá (Ama­ne­cer) diri­gi­da por Ple­já­nov, en noviem­bre de 1901.

Sin más que aña­dir, espe­ra­mos que el lec­tor encuen­tre intere­san­te este emo­ti­vo home­na­je de Gor­ki a su gran ami­go y pue­da, con él, acer­car­se a una com­pren­sión más huma­na de su persona.

NICOLÁI LENIN – El hom­bre (Gor­ki, 1924)

«Gran­de, inac­ce­si­ble, terri­ble». Esos fue­ron los epí­te­tos que un perió­di­co capi­ta­lis­ta de Pra­ga apli­có a Vla­di­mir Lenin.

No eran epí­te­tos ins­pi­ra­dos por la satis­fac­ción de la muer­te de un adver­sa­rio, esa satis­fac­ción que encuen­tra expre­sión en el pro­ver­bio: «El cadá­ver de un enemi­go siem­pre hue­le bien». Tam­po­co era una mues­tra de la ale­gría que expe­ri­men­ta la gen­te mise­ra­ble cuan­do un hom­bre gran­de e inquie­to se apar­ta de su camino. No, fue el orgu­llo del hom­bre por el hom­bre lo que reso­nó con fuer­za en ese últi­mo tes­ti­mo­nio que se le hizo.

No pue­do ima­gi­nar a nin­gún otro hom­bre que, estan­do tan por enci­ma de la gen­te, supie­ra pro­te­ger­se tan bien de las ten­ta­cio­nes de la ambi­ción y no per­die­ra el inte­rés vital por la gen­te «sen­ci­lla». Poseía una cier­ta fuer­za mag­né­ti­ca que atraía los cora­zo­nes y las sim­pa­tías de los tra­ba­ja­do­res. No habla­ba ita­liano, pero los pes­ca­do­res de Capri1, que habían vis­to a Cha­lia­pin­Fió­dor Cha­lia­pin2 y a muchos otros emi­nen­tes hom­bres rusos, por un ins­tin­to mila­gro­so, asig­na­ron a Lenin un lugar espe­cial en sus corazones.

Mara­vi­llo­sa­men­te atrac­ti­va era su risa, la car­ca­ja­da de un hom­bre que, aun­que cono­cía bien la tor­pe­za de la estu­pi­dez huma­na y las acro­ba­cias de la razón, podía al mis­mo tiem­po encon­trar pla­cer en la inge­nui­dad infan­til de la gen­te de alma sencilla.

Un vie­jo pes­ca­dor ita­liano dijo de él: «Solo un hom­bre hones­to pue­de reír así».

Tum­ba­do en una bar­ca, sobre una ola azul trans­pa­ren­te como el cie­lo, Lenin apren­dió a pes­car «con el dedo», sin caña. Los pes­ca­do­res le expli­ca­ron que había que reco­ger cuan­do el dedo sien­te el tem­blor del sedal. Al ins­tan­te pes­có un pez, lo arras­tró y gri­tó con el delei­te de un niño, el entu­sias­mo de un cazador:

«¡Ajá! ¡Drin-drin!»3.

Los pes­ca­do­res rugie­ron de risa, ale­gre­men­te, tam­bién como niños, y le die­ron el sobre­nom­bre de «Sig­no­re Drin-drin».«Signore», en ita­liano, es «señor». Y cuan­do se fue de Capri, no deja­ban de preguntarme:

«¿Cómo está el Sig­no­re Drin-drin? El Zar no lo atra­pa­rá, ¿no?».

En 1907, en Lon­dres, varios obre­ros que habían vis­to a Lenin por pri­me­ra vez, habla­ron de su com­por­ta­mien­to en un con­gre­so. Uno de ellos dijo, muy críp­ti­ca­men­te: «No sé; tal vez los obre­ros aquí en Euro­pa ten­gan otro hom­bre tan inte­li­gen­te como este. Bebe­lAu­gust Bebel4 u otro por el esti­lo. Pero que ten­gan a alguien tan ama­ble no lo creo».

Otro obre­ro aña­dió, son­rien­do: «Es uno de los nues­tros. Un hom­bre que sabe lo que quiere».

Alguien res­pon­dió: «¡Pues Ple­já­nov5 tam­bién es nuestro!».

Y enton­ces oí la res­pues­ta: «Ple­já­nov es nues­tro pro­fe­sor, nues­tro maes­tro; Lenin es nues­tro camarada».

En el oto­ño de 1918 pre­gun­té a un obre­ro cuál era, en su opi­nión, la carac­te­rís­ti­ca más pro­nun­cia­da de Lenin. «La sen­ci­llez. Es sim­ple como la ver­dad». Dijo esto como algo en lo que había pen­sa­do hacía mucho tiem­po, que había deci­di­do hacía mucho tiempo.

Es sabi­do que los cria­dos son los jue­ces más seve­ros. El chó­fer de Lenin, Ghil, un hom­bre que había vis­to varias cosas suyas, era cono­ci­do por decir:

Lenin no es como los demás. No hay nin­guno como él. Un día con­du­cía entre un trá­fi­co ani­ma­do. Me abrí paso con difi­cul­tad, temien­do que me cho­ca­ran el coche, y no deja­ba de pitar, muy agi­ta­do. Él abrió la puer­ta. Se puso a mi lado, arries­gán­do­se a que lo arro­llen, y me persuadió:

«Por favor, no estés tan agi­ta­do, Ghil. Ve como todo el mun­do; ¡no pites!».

Soy un vie­jo chó­fer; sé que nadie más habría dicho eso.

Otro ami­go mío, tam­bién obre­ro, un hom­bre de cora­zón blan­do, se que­ja­ba del duro tra­ba­jo en la Che­ca. Le dije: «Yo tam­bién pien­so que este no es un tra­ba­jo para ti».

Asin­tió con tris­te­za: «Sí, no es lo mío en abso­lu­to. Pero cuan­do pien­so que tam­bién Ilich debe rete­ner a menu­do las alas de su alma me aver­güen­zo de mi debilidad».

Cono­cí y conoz­co a muchos obre­ros que se ven obli­ga­dos a «suje­tar su alma por las alas», con los dien­tes apre­ta­dos, y a vio­lar su idea­lis­mo social por el bien de la cau­sa a la que sirven.

Amor por los niños

¿Tuvo tam­bién Lenin que «suje­tar su alma por el ala»? Se pres­ta­ba muy poca aten­ción a sí mis­mo como para poder hablar de sí mis­mo con otras per­so­nas. Sabía man­te­ner en silen­cio las tor­men­tas secre­tas que aso­la­ban su alma. Pero un día, en el pue­blo Gor­ki, aca­ri­cian­do a unos niños, dijo:

Esos jóve­nes pasa­rán un mejor tiem­po de lo que noso­tros pode­mos; no ten­drán que pasar por las cosas que nos toca­ron a noso­tros. Para ellos la vida no será tan cruel.

Lue­go aña­dió pen­sa­ti­vo: «De todos modos, no les envi­dio. Nues­tra gene­ra­ción ha logra­do rea­li­zar una tarea mara­vi­llo­sa por su impor­tan­cia his­tó­ri­ca. La cruel­dad for­za­da de nues­tras vidas será com­pren­di­da y jus­ti­fi­ca­da algún día. Todo se acla­ra­rá, ¡todo!».

Aca­ri­cia­ba a los niños con gran cau­te­la, tocán­do­los con manos lige­ras y suaves.

Para mí, per­so­nal­men­te, Lenin no fue sim­ple­men­te una encar­na­ción mara­vi­llo­sa­men­te per­fec­ta de la volun­tad diri­gi­da a un obje­ti­vo que nadie antes que él se había atre­vi­do a afron­tar. Para mí es una de esas per­so­na­li­da­des mila­gro­sas, uno de esos hom­bres mons­truo­sos, mági­cos e ines­pe­ra­dos de la his­to­ria rusa, hom­bres de volun­tad y genio, como lo fue­ron antes que él Pedro el Gran­de y Tols­toi. Creo que tales per­so­nas solo son posi­bles en Rusia.

Para mí, Lenin es el héroe de una leyen­da, un hom­bre que ha arran­ca­do de su pecho su cora­zón ardien­te para ilu­mi­nar con su fue­go el camino que nos ale­ja de nues­tro caos actual, del pan­tano san­grien­to y trai­cio­ne­ro del corrup­to «arte de gobernar».

Es difí­cil hacer­se una ima­gen de él. Su heroís­mo care­cía casi por com­ple­to de bri­llo exte­rior. Era el mar­ti­rio modes­to y ascé­ti­co, nada raro en Rusia, de un hones­to revo­lu­cio­na­rio ruso de la inte­lli­gen­tsia, que creía sin­ce­ra­men­te en la posi­bi­li­dad de la jus­ti­cia en la tie­rra. Era el heroís­mo de un hom­bre que ha sacri­fi­ca­do todas las ale­grías de este mun­do a la dura tarea de con­se­guir la feli­ci­dad para todas las personas.

Una noche, en Mos­cú, en el piso de un ami­go, Lenin, escu­chan­do una sona­ta de Beetho­ven, me dijo: «No conoz­co nada que igua­le a la Appas­sio­na­ta. Podría oír­la todos los días. Una músi­ca mara­vi­llo­sa, sobre­na­tu­ral. Cuan­do la oigo, siem­pre pien­so, qui­zá con orgu­llo inge­nuo e infan­til: ¡Qué mara­vi­llas es capaz de hacer el ser humano!».

Y son­rien­do, con los ojos entor­na­dos, aña­dió alegremente:

Pero no pue­do escu­char músi­ca dema­sia­do a menu­do; me pone de los ner­vios, me des­pier­ta el deseo de decir ton­te­rías encan­ta­do­ras y aca­ri­ciar la cabe­za de la gen­te que, a pesar de vivir en un sucio infierno, es capaz de crear tan­ta belle­za. Y hoy en día uno no pue­de per­mi­tir­se el lujo de aca­ri­ciar a la gen­te en la cabe­za; te arran­ca­rían la mano de un mor­dis­co. Hay que gol­pear­les en la cabe­za, gol­pear­les sin pie­dad, aun­que, ideal­men­te, esta­mos en con­tra de toda vio­len­cia sobre los hom­bres. Hm… Hm… El tra­ba­jo no es fácil.

La tarea de los líde­res hones­tos de los hom­bres es inhu­ma­na­men­te dura. ¿Cómo es posi­ble encon­trar un líder que no sea un tirano en cier­to gra­do? Pero hay que tener en cuen­ta que la resis­ten­cia a la revo­lu­ción logra­da por Lenin se orga­ni­zó muy amplia­men­te, muy pode­ro­sa­men­te. ¿Y no está fue­ra de lugar y es repul­si­va­men­te hipó­cri­ta por par­te de los «mora­lis­tas» hablar de la «sed de san­gre» de la revo­lu­ción rusa des­pués de cua­tro años de una ver­gon­zo­sa matan­za en toda Euro­pa, duran­te la cual no solo no tuvie­ron com­pa­sión por las millo­nes de per­so­nas exter­mi­na­das, sino que inten­ta­ron por todos los medios man­te­ner esta gue­rra degra­dan­te has­ta la «vic­to­ria final»?

Como resul­ta­do, la cul­tu­ra está en peli­gro, las nacio­nes cul­tas están ago­ta­das y se están vol­vien­do pri­mi­ti­vas, y la vic­to­ria sigue estan­do del lado de la estu­pi­dez uni­ver­sal; sus fuer­tes sogas están estran­gu­lan­do a la gen­te has­ta el día de hoy.

Hom­bre de volun­tad extra­or­di­na­ria­men­te fuer­te, Lenin era en todos los demás aspec­tos un miem­bro típi­co de la inte­lli­gen­tsia rusa. Poseía en el más alto gra­do la cua­li­dad carac­te­rís­ti­ca de la inte­lec­tua­li­dad rusa: una auto­con­ten­ción que a menu­do lle­ga­ba al auto­cas­ti­go, la auto­mu­ti­la­ción, la nega­ción del arte, la lógi­ca de uno de los héroes de Leo­nid Andréiev: «La gen­te vive sór­di­da­men­te, por lo tan­to yo tam­bién debo vivir así».

En el duro año 1919, en los peo­res días del ham­bre, Lenin se aver­gon­za­ba de comer las cosas bue­nas que le envia­ban los cam­pe­si­nos y sol­da­dos de las pro­vin­cias. Cuan­do le lle­va­ban paque­tes a sus con­for­ta­bles habi­ta­cio­nes, frun­cía el ceño, se con­fun­día y se apre­su­ra­ba a dis­tri­buir la hari­na, el azú­car y la man­te­qui­lla entre los enfer­mos o los cama­ra­das des­nu­tri­dos. Un día, invi­tán­do­me a cenar con él, me dijo: «Te daré un poco de pes­ca­do ahu­ma­do que con­se­guí en Astracán».

Y frun­cien­do su fren­te de Sócra­tes, y entre­ce­rran­do los ojos que todo lo ven, añadió:

Todos me envían cosas como si yo fue­ra un terra­te­nien­te. ¿Cómo impe­dir que lo hagan? No pue­do negar­me a acep­tar; les ofen­de­ría. ¡Y aquí hay gen­te sufrien­do de ham­bre por todas par­tes!… Es todo muy ton­to y desagradable.

Sin pre­ten­sio­nes, caren­te de todo gus­to por el vino y el taba­co, ocu­pa­do de la maña­na a la noche en la com­ple­ja y dura tarea que se había asig­na­do, no pen­sa­ba en su per­so­na, aun­que vigi­la­ba la vida de todos sus cama­ra­das con ojo avi­zor. Su aten­ción hacia ellos se ele­va­ba a un gra­do de ter­nu­ra solo acce­si­ble a una mujer; cada minu­to libre lo dedi­ca­ba a los demás, sin dejar ni un momen­to de des­can­so para sí mismo.

Está sen­ta­do a su mesa en el cuar­to de tra­ba­jo, escri­bien­do muy depri­sa, y me habla sin levan­tar la plu­ma del papel.

Bue­nos días, ¿cómo estás?… Espe­ra un momen­to, estoy ter­mi­nan­do esto… Es para un cama­ra­da en las pro­vin­cias. No está de muy buen humor, pro­ba­ble­men­te esté un poco can­sa­do. Hay que echar­le una mano. El esta­do de áni­mo no es poca cosa.

Veo un volu­men de Gue­rra y Paz sobre la mesa.

Sí, Tols­toi. Que­ría vol­ver a leer la esce­na de la cace­ría, pero recor­dé que tenía que escri­bir a este hom­bre. No ten­go tiem­po para leer. Has­ta esta tar­de no he podi­do leer tu libro sobre Tolstoi.

Lenin y Tolstoi

Son­rien­do, con los ojos entor­na­dos, se esti­ró pla­cen­te­ra­men­te en su sillón y, bajan­do la voz, continuó:

Vaya roca, ¿eh? ¡Qué figu­ra tan colo­sal! ¡He ahí un artis­ta para ti! ¿Y sabes qué más hay de mara­vi­llo­so en él? Es su voz de cam­pe­sino, su men­ta­li­dad de cam­pe­sino; el ver­da­de­ro cam­pe­sino se ocul­ta en él. Has­ta este con­de, no tenía­mos un ver­da­de­ro cam­pe­sino en nues­tra lite­ra­tu­ra. Ni uno.

Lue­go, mirán­do­me con sus oji­llos asiá­ti­cos, preguntó:

¿A quién se le pue­de igua­lar en Europa?

Y res­pon­dién­do­se a sí mis­mo, dijo: «¡A nadie!».

Se fro­tó las manos y se rio, pare­cía muy com­pla­ci­do y par­pa­dea­ba como un gato que toma el sol.

A menu­do nota­ba en él orgu­llo por Rusia, por los rusos, por el arte ruso. A veces este ras­go me pare­cía incom­pa­ti­ble con Lenin, casi inge­nuo, pero con el tiem­po apren­dí a oír en él el eco tími­do de un pro­fun­do y ale­gre amor por su pueblo.

Una vez, en Capri, obser­van­do el cui­da­do con que los pes­ca­do­res des­en­re­da­ban las redes, des­ga­rra­das por el tibu­rón, comen­tó: «¡Nues­tros hom­bres en Rusia tra­ba­jan con más espíritu!».

Y cuan­do expre­sé algu­na duda al res­pec­to dijo, no sin irri­ta­ción: «Hm, hm… lo olvi­da­rás todo sobre Rusia, vivien­do en este lugar remoto».

Des­nitzky6 me con­tó que un día via­ja­ba con Lenin por Sue­cia y que esta­ban exa­mi­nan­do una mono­gra­fía sobre Dure­ro7 en el tren. Unos ale­ma­nes se sen­ta­ron en el mis­mo com­par­ti­men­to y qui­sie­ron saber de qué tra­ta­ba el libro. Al pare­cer, nun­ca antes habían oído hablar de su gran artis­ta. Esto hizo que Lenin se exal­ta­ra, y dos veces le repi­tió a Des­nitzky: «¡Ellos no saben nada de sus famo­sos, y noso­tros sí!».

La vida se com­bi­na con una astu­cia tan dia­bó­li­ca que es impo­si­ble amar sin­ce­ra­men­te si uno no sabe odiar. Esta inevi­ta­ble bifur­ca­ción del alma que des­fi­gu­ra al hom­bre de raíz, esta nece­si­dad de que el amor pase por el odio, esto de por sí hace inmi­nen­te la rup­tu­ra de nues­tro sis­te­ma actual.

En Rusia, un país don­de se pre­di­ca la nece­si­dad del sufri­mien­to como un «méto­do uni­ver­sal» para la sal­va­ción del alma, nun­ca he cono­ci­do, y no conoz­co, al hom­bre que haya podi­do resen­tir y odiar todo sufri­mien­to, toda mise­ria tan pro­fun­da y fuer­te­men­te como lo hizo Lenin.

En mi opi­nión, ese sen­ti­mien­to, ese odio a todo lo que cons­ti­tu­ye el dra­ma y la tra­ge­dia de la vida, ele­vó a Nico­lái Lenin, el hom­bre de hie­rro, a un pedes­tal par­ti­cu­lar­men­te alto en un país en el que los libros más her­mo­sos se han escri­to en honor y para la glo­ria del sufrimiento.

La lite­ra­tu­ra rusa es la más pesi­mis­ta de Euro­pa; todos nues­tros libros están escri­tos sobre el mis­mo tema: cómo en nues­tra juven­tud, así como en nues­tra madu­rez, sufri­mos la fal­ta de sabi­du­ría por el yugo de la auto­cra­cia, de las muje­res, del amor al pró­ji­mo, de la des­afor­tu­na­da orga­ni­za­ción del mun­do; y cómo en nues­tra vejez nos ator­men­ta la con­cien­cia de los erro­res come­ti­dos, la mala diges­tión, la ausen­cia de dien­tes y la inevi­ta­bi­li­dad de la muerte.

Todo ruso que había cum­pli­do su con­de­na en la cár­cel o en el exi­lio por deli­tos polí­ti­cos solía con­si­de­rar que era su deber ofre­cer en Rusia un libro, dejan­do cons­tan­cia de todas sus mise­rias. A nadie, has­ta el día de hoy, se le ha ocu­rri­do escri­bir un libro sobre las feli­ces ale­grías de la vida, aun­que una obra así, en un país don­de la gen­te vive del cono­ci­mien­to de los libros, no solo ten­dría un éxi­to tre­men­do, sino que encon­tra­ría inme­dia­ta­men­te nume­ro­sos seguidores.

Tal vez Lenin vio la tra­ge­dia de la exis­ten­cia des­de una pers­pec­ti­va sim­pli­fi­ca­da y con­si­de­ró que podría evi­tar­se fácil­men­te, tan fácil­men­te como pue­den evi­tar­se la inmun­di­cia y la deja­dez exte­rior de la vida rusa.

Pero, ¡no impor­ta! Lo que yo apre­cia­ba tan­to en él era su sen­ti­mien­to de odio inago­ta­ble e irre­con­ci­lia­ble hacia toda infe­li­ci­dad y su fe incan­des­cen­te en que esta infe­li­ci­dad no era un ele­men­to nece­sa­rio en la vida, sino basu­ra que debía ser barri­da de ella. Me gus­ta­ría lla­mar a este ras­go bási­co de su carác­ter un opti­mis­mo beli­ge­ran­te y repe­tir que no era un ras­go ruso. Esto fue lo que más atra­jo mi alma a este Hom­bre, un hom­bre con una H mayúscula.

En 1907, en Lon­dres, Lenin me dijo:

Tal vez noso­tros, los bol­che­vi­ques, siga­mos sien­do incom­pren­di­dos inclu­so entre las masas, es muy pro­ba­ble que sea­mos exter­mi­na­dos al comien­zo mis­mo de nues­tra labor. ¡Pero eso no tie­ne impor­tan­cia! El mun­do bur­gués ha lle­ga­do a un esta­do de putre­fac­ción que ame­na­za con enve­ne­nar­lo todo. ¡Eso es importante!

Unos años más tar­de, en París (al comien­zo de la gue­rra de los Bal­ca­nes, si no me equi­vo­co), me recordó:

¡Ves que tenía razón! ¡Comien­za la diso­cia­ción! La ame­na­za de enve­ne­nar­se con el pus de un cadá­ver debe­ría ser aho­ra cla­ra para todos los que miran los acon­te­ci­mien­tos de frente.

Empu­jan­do sus dedos con un ges­to carac­te­rís­ti­co detrás de su cha­le­co, bajo las man­gas, y cami­nan­do len­ta­men­te arri­ba y aba­jo de su estre­cha habi­ta­ción, continuó:

Este es el prin­ci­pio de la catás­tro­fe. Aún vivi­re­mos para ver una gue­rra euro­pea. Una matan­za sal­va­je. Es inevi­ta­ble. El pro­le­ta­ria­do, creo, no encon­tra­rá la fuer­za para impe­dir que esta­lle esta lucha. Sufri­rá sin duda más que las otras cla­ses, ese es su des­tino. Pero los cri­mi­na­les se hun­di­rán en la san­gre que enton­ces se derra­ma­rá. Los enemi­gos del pue­blo que­da­rán exhaus­tos. Eso tam­bién es inevitable.

Apre­tan­do los dien­tes, miró por la ven­ta­na, a lo lejos.

No, ¡tú solo pien­sas! ¿Qué hace que los sacia­dos envíen a los ham­brien­tos a una matan­za mutua? ¿Pue­de uno recon­ci­liar­se con esto? ¿Pue­des seña­lar­me un cri­men menos excu­sa­ble, más ton­to? Los obre­ros ten­drán que pagar terri­ble­men­te por ello, pero final­men­te serán ellos quie­nes ganen. Tal es la volun­tad de la historia.

El timo­nel

Duran­te los años 1917 – 1921 mis rela­cio­nes con Lenin esta­ban lejos de ser lo que me hubie­ra gus­ta­do que fue­ran, pero no podían haber sido de otra mane­ra. Él era un polí­ti­co. Poseía a la per­fec­ción esa infle­xi­bi­li­dad de pun­to de vis­ta, arti­fi­cial pero sutil­men­te obte­ni­da, que es nece­sa­ria para el timo­nel de un bar­co tan enor­me y pesa­do como es la Rusia de plo­mo de los campesinos.

Ten­go un dis­gus­to orgá­ni­co por la polí­ti­ca, y soy un mar­xis­ta muy dudo­so, pues ten­go poca fe en la sabi­du­ría de las masas en gene­ral y de las masas cam­pe­si­nas en par­ti­cu­lar. Cuan­do Lenin, vol­vien­do a Rusia en 1917, publi­có sus «tesis»

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, estas mos­tra­ban, en mi opi­nión, que esta­ba dis­pues­to a arro­jar a todos los obre­ros cul­tos y a toda la inte­lli­gen­tsia sin­ce­ra­men­te revo­lu­cio­na­ria, insig­ni­fi­can­te en núme­ro, pero heroi­ca en cali­dad, como sacri­fi­cio al cam­pe­si­na­do ruso. La úni­ca fuer­za acti­va de Rusia iba a ser engu­lli­da en el pan­tano de la aldea, como un puña­do de sal, sin alte­rar nada en el espí­ri­tu, la vida o la his­to­ria del pue­blo ruso.

La inte­lec­tua­li­dad cien­tí­fi­ca, téc­ni­ca, cua­li­fi­ca­da y espe­cia­li­za­da, que es, des­de mi pun­to de vis­ta, revo­lu­cio­na­ria en esen­cia, jun­to con la inte­lec­tua­li­dad obre­ra socia­lis­ta, es para mí el poder más pre­cio­so de Rusia. No exis­tía nin­gún otro poder capaz de tomar la delan­te­ra y orga­ni­zar al cam­pe­si­na­do en Rusia en 1917. Pero esas fuer­zas, insig­ni­fi­can­tes en can­ti­dad y des­mem­bra­das por ideas con­tra­dic­to­rias, solo podrían haber cum­pli­do su tarea a con­di­ción de que exis­tie­ra una fir­me unión interna.

Tenían una gran haza­ña por rea­li­zar: supe­rar la anar­quía de los cam­pe­si­nos, cul­ti­var su volun­tad, ense­ñar­les a tra­ba­jar con sabi­du­ría, trans­for­mar sus orga­ni­za­cio­nes y así hacer avan­zar a todo el país. Esto es posi­ble solo cuan­do los ins­tin­tos de la aldea ceden a la razón orga­ni­za­da de la ciudad.

Hablan­do más cla­ra­men­te, diré que el obs­tácu­lo bási­co para que Rusia se euro­peí­ce cul­tu­ral­men­te es el aplas­tan­te pre­do­mi­nio del cam­pe­si­na­do anal­fa­be­to sobre los habi­tan­tes urba­nos; el indi­vi­dua­lis­mo zoo­ló­gi­co de los cam­pe­si­nos, la ausen­cia casi total de emo­cio­nes socia­les entre ellos. La dic­ta­du­ra de los tra­ba­ja­do­res polí­ti­ca­men­te edu­ca­dos, en unión con la inte­lli­gen­tsia, era, a mi jui­cio, la úni­ca sali­da posi­ble de la com­pli­ca­da situa­ción. No estoy de acuer­do con los comu­nis­tas en su baja esti­ma­ción del papel desem­pe­ña­do por esa inte­lli­gen­tsia en la revo­lu­ción rusa. Fue pre­pa­ra­da por esa inte­lli­gen­tsia, inclui­dos todos los «bol­che­vi­ques» que habían edu­ca­do a cien­tos de obre­ros en el espí­ri­tu del heroís­mo social y la alta inte­lec­tua­li­dad. La inte­lec­tua­li­dad rusa –tan­to cien­tí­fi­ca como obre­ra– fue, es y segui­rá sien­do en el futu­ro el caba­llo de tiro engan­cha­do al pesa­do carro de la his­to­ria de Rusia. A pesar de todas las con­mo­cio­nes y emo­cio­nes por las que han pasa­do, la sabi­du­ría de las masas sigue sien­do una fuer­za que exi­ge direc­ción des­de el exterior.

Has­ta 1918, has­ta que el vil inten­to de ase­si­nar a Lenin tuvo lugar, no me reu­ní con él en Rusia, y ni siquie­ra lo vi casual­men­te de lejos. Fui a ver­lo cuan­do toda­vía usa­ba el bra­zo con difi­cul­tad y ape­nas podía mover el cue­llo heri­do. En res­pues­ta a mis expre­sio­nes de indig­na­ción, con­tes­tó de mala gana, de la mane­ra con que se habla de los asun­tos abu­rri­dos y tediosos:

Es una lucha. No se pue­de evi­tar. Cada uno actúa como mejor le parece.

Nos cono­ci­mos amis­to­sa­men­te, pero, por supues­to, los pene­tran­tes y obser­va­do­res ojos del que­ri­do Ilich me mira­ron con evi­den­te com­pa­sión, como uno mira a una «alma erran­te». A ese tipo de mira­da estoy acos­tum­bra­do. Duran­te trein­ta años la gen­te me ha mira­do así. Espe­ro con con­fian­za que la mis­ma mira­da me segui­rá has­ta la tumba.

Unos momen­tos des­pués Lenin dijo con gran entusiasmo:

Quien no está con noso­tros está con­tra noso­tros. Es una fan­ta­sía insen­sa­ta ima­gi­nar que exis­ten per­so­nas inde­pen­dien­tes de la his­to­ria. Inclu­so si uno admi­tie­ra que hubo tales per­so­nas en el pasa­do, ya no exis­ten. Todo el mun­do está impli­ca­do en el tor­be­llino de la reali­dad, enre­da­do como nun­ca antes.

«Dices que sim­pli­fi­co dema­sia­do la vida», me pre­gun­tó, «que esta sim­pli­fi­ca­ción ame­na­za con arrui­nar la cul­tu­ra, ¿no?».

Y enton­ces lle­gó el iró­ni­co, el carac­te­rís­ti­co: «Hm, hm…». La mira­da pene­tran­te se hizo más agu­da y, bajan­do la voz, Lenin prosiguió:

Bueno, ¿y qué ocu­rre con los millo­nes de cam­pe­si­nos arma­dos con fusi­les? ¿No son una ame­na­za para la cul­tu­ra, en tu opi­nión? ¿Crees que la Asam­blea Cons­ti­tu­yen­te habría sabi­do hacer fren­te a su anar­quis­mo? Tú, que haces tan­to escán­da­lo –y con razón– sobre el anar­quis­mo cam­pe­sino, debe­rías saber mejor que nadie qué tra­ba­jo esta­mos rea­li­zan­do. Las masas rusas deben enfren­tar­se a algo muy sim­ple, muy acce­si­ble a su razón. ¡Los Sóviets y el Comu­nis­mo son simples!

El enemi­go del caos

Pero no es tan­to mi obje­ti­vo hablar de Nico­lái Lenin, el polí­ti­co, sino de Lenin, el hom­bre, que fue muy que­ri­do y muy cer­cano a mí.

El entu­sias­mo audaz era una carac­te­rís­ti­ca de su natu­ra­le­za, pero no era la auda­cia codi­cio­sa y arries­ga­da de un juga­dor de apues­tas; era una excep­cio­nal ener­gía de espí­ri­tu, carac­te­rís­ti­ca de un hom­bre con una fe inque­bran­ta­ble en su voca­ción, un hom­bre pro­fun­da y mul­ti­fa­cé­ti­ca­men­te cons­cien­te de su víncu­lo con el mun­do, y cons­cien­te has­ta el final de que su par­te en el caos del mun­do era ser el enemi­go del caos.

Podía jugar al aje­drez, exa­mi­nar una «His­to­ria de los tra­jes», diri­gir una dis­cu­sión con varios cama­ra­das, pes­car, dar lar­gos paseos por los sen­de­ros pedre­go­sos de Capri, calen­ta­do por un sol sure­ño, admi­rar las flo­res dora­das de los tojos y los hijos more­nos de los pes­ca­do­res, todo con la mis­ma viva­ci­dad. Y en las lar­gas vela­das, escu­chan­do rela­tos sobre Rusia, sobre sus pue­blos, solía sus­pi­rar con envidia:

¡Qué poco sé de Rusia! Sim­birsk, Kazán, Peters­bur­go, el exi­lio, ¡eso es todo!

Le encan­ta­ban los chis­tes, y solía reír­se, tem­blan­do con todo el cuer­po, «nadan­do» en car­ca­ja­das, a menu­do has­ta que se le sal­ta­ban las lágri­mas. Su cor­ta y carac­te­rís­ti­ca excla­ma­ción: «Hm, hm…» adqui­ría toda una esca­la de dife­ren­tes mati­ces de expre­sión en sus labios, des­de una iro­nía pun­zan­te has­ta una cau­te­lo­sa dubi­ta­ción; y a menu­do un agu­do sen­ti­do del humor sona­ba en ese «Hm, hm…», un humor acce­si­ble solo a un hom­bre vigi­lan­te, bien cons­cien­te de todos los absur­dos satá­ni­cos de la vida.

Impa­si­ble y cua­dra­do, con el crá­neo de un Sócra­tes y los ojos que todo lo ven del sabio gran­de y astu­to, a menu­do per­ma­ne­cía de pie en una pos­tu­ra extra­ña y un tan­to cómi­ca, con la cabe­za echa­da hacia atrás, lige­ra­men­te incli­na­da sobre el hom­bro, los dedos escon­di­dos bajo los bra­zos detrás del cha­le­co. Había algo mara­vi­llo­sa­men­te encan­ta­dor y diver­ti­do en aque­lla pos­tu­ra, algo así como una segu­ri­dad triun­fan­te, por decir­lo de algún modo; en tales momen­tos solía chis­pear de ale­gría, este gran hijo de un mun­do mal­de­ci­do, este hom­bre esplén­di­do que tenía que sacri­fi­car­se al odio y la hos­ti­li­dad en aras de la cau­sa del amor y la belleza.

Enemi­go de las men­ti­ras y la miseria

Sus movi­mien­tos eran lige­ros y ági­les. Sus raros y enér­gi­cos ges­tos esta­ban en armo­nía con su mane­ra de hablar, de pocas pala­bras, pero abun­dan­te en pen­sa­mien­to. Y sus ojos pene­tran­tes –los ojos de un incan­sa­ble enemi­go de la men­ti­ra y la mise­ria– bri­lla­ban y cen­te­llea­ban en su ros­tro mon­gol; cen­te­llea­ban entre­ce­rra­dos, par­pa­dean­do, son­rien­do iró­ni­ca­men­te, cen­te­llean­do de ira. La luz de aque­llos ojos hacía su dis­cur­so más mor­daz, más extra­or­di­na­ria­men­te cla­ro. A veces pare­cía que la ener­gía indo­ma­ble de su espí­ri­tu lan­za­ba chis­pas de sus ojos y que las pala­bras, satu­ra­das de ella, bri­lla­ban en el aire. Su dis­cur­so des­per­ta­ba siem­pre en mí una sen­sa­ción físi­ca de estar escu­chan­do ver­da­des irre­sis­ti­bles, y aun­que estas ver­da­des me resul­ta­ban a menu­do inacep­ta­bles, no podía dudar de su poder.

Era curio­so ver a Lenin en el par­que de la villa Gor­ki. Tenía los ojos vigi­lan­tes de un timo­nel, diri­gien­do con astu­cia y acier­to las dis­cu­sio­nes de sus cama­ra­das; o bien, de pie sobre una ele­va­ción, con la cabe­za echa­da hacia atrás, lan­za­ba pala­bras cla­ras y defi­ni­das a la mul­ti­tud silen­cio­sa, a los ros­tros ham­brien­tos de la gen­te que cla­ma­ba por la verdad.

El maligno deseo de des­fi­gu­rar las cosas de belle­za excep­cio­nal, que se advier­te con tan­ta fre­cuen­cia, tie­ne la mis­ma fuen­te que la mez­qui­na aspi­ra­ción, a toda cos­ta, de calum­niar a cual­quier per­so­na­li­dad excep­cio­nal. Tales per­so­na­li­da­des impi­den a la gen­te lle­var la vida que quie­re lle­var. La gen­te aspi­ra –si es que aspi­ra a algo– no a una alte­ra­ción de sus hábi­tos socia­les, sino a una expan­sión de los mis­mos. El gemi­do fun­da­men­tal y la súpli­ca de la mayo­ría es: «¡No ven­gan a inter­fe­rir en nues­tro modo de vida habi­tual!». Nico­lái Lenin fue un hom­bre que logró impe­dir que la gen­te vivie­ra de acuer­do con sus hábi­tos adqui­ri­dos con más bri­llan­tez que nadie antes.

No sé qué fue lo que más des­per­tó: ¿amor u odio? El odio que pro­vo­có es cru­da y repul­si­va­men­te obvio; sus man­chas azu­les y pes­ti­len­tes bri­llan inten­sa­men­te por todas par­tes. Pero me temo que el amor por Lenin era, para muchos, sim­ple­men­te la fe oscu­ra de gen­te ago­ta­da y deses­pe­ra­da en un hace­dor de mila­gros, un amor que espe­ra un mila­gro, pero que no hace nada para infun­dir su poder en el cuer­po de una épo­ca casi ador­me­ci­da por el sufri­mien­to que ha sido pro­vo­ca­do por el espí­ri­tu de codi­cia de algu­nos y por la mons­truo­sa estu­pi­dez de otros.

Revo­lu­ción y crueldad

A menu­do tuve oca­sión de hablar con Lenin de la cruel­dad de las tác­ti­cas y méto­dos revolucionarios.

«¿Qué espe­ra­bas?», pre­gun­ta­ba asom­bra­do e indig­na­do. «¿Es posi­ble la huma­ni­dad en una bata­lla tan inusi­ta­da­men­te feroz? ¿Dón­de hay lugar para la blan­du­ra y la gene­ro­si­dad? Esta­mos blo­quea­dos por Euro­pa. Esta­mos pri­va­dos del apo­yo que espe­rá­ba­mos del pro­le­ta­ria­do euro­peo, la con­tra­rre­vo­lu­ción se arras­tra hacia noso­tros como un oso. ¿Qué debe­mos hacer? ¿No tene­mos dere­cho a luchar y ofre­cer resis­ten­cia? ¡No somos ton­tos! Sabe­mos que lo que que­re­mos nadie pue­de lograr­lo excep­to noso­tros mis­mos. ¿Es posi­ble que creas que si no estu­vie­ra con­ven­ci­do de esto me que­da­ría aquí?».

«¿En qué medi­da con­si­de­ras nece­sa­rios o super­fluos los gol­pes ases­ta­dos en una lucha?», me pre­gun­tó una vez tras una aca­lo­ra­da dis­cu­sión. A esta sen­ci­lla pre­gun­ta solo pude res­pon­der líri­ca­men­te. Dudo que exis­ta otra res­pues­ta. A menu­do me diri­gía a él con varias peti­cio­nes, y sen­tía que mis inter­ce­sio­nes des­per­ta­ban en Lenin com­pa­sión, casi des­pre­cio, hacia mí.

Me pre­gun­tó: «¿No crees que te estás preo­cu­pan­do por meras nimiedades?».

Pero yo seguía con lo que con­si­de­ra­ba nece­sa­rio decir, y las mira­das tor­ci­das e irri­ta­bles de un hom­bre que lle­va­ba la cuen­ta de los enemi­gos del pro­le­ta­ria­do no me echa­ban para atrás. Él movía la cabe­za con tris­te­za y decía:

«Te com­pro­me­tes ante los ojos del obrero».

Pero tra­té de indi­car­le que los obre­ros en «esta­do de iras­ci­bi­li­dad e irri­ta­ción» tra­tan a menu­do con dema­sia­da «sen­ci­llez» y lige­re­za la cues­tión de la liber­tad y la vida de muchas per­so­nas valio­sas. Esto, en mi opi­nión, no solo com­pro­me­tía la hones­ta y dura tarea de una revo­lu­ción por una cruel­dad inne­ce­sa­ria y a menu­do absur­da, sino que tam­bién era obje­ti­va­men­te mal­sano para la cau­sa, ya que repe­lía a muchos hom­bres fuer­tes a par­ti­ci­par en ella.

«Hm, hm…», gru­ñó Lenin escép­ti­ca­men­te, indi­can­do los nume­ro­sos casos de trai­ción a la cau­sa obre­ra que se obser­va­ban entre la intelligentsia.

«Entre noso­tros», pro­si­guió, «se hacen los trai­do­res más bien por cobar­día, por mie­do a ser sor­pren­di­dos con las manos vacías, por terror a que la ama­da teo­ría sufra al ser con­fron­ta­da con la prác­ti­ca. Noso­tros no teme­mos eso. La teo­ría, la hipó­te­sis, no es algo “sagra­do” para noso­tros; no es más que una herramienta».

A pesar de todo esto, no recuer­do ni una sola oca­sión en la que Ilich recha­za­ra una peti­ción mía. Si no se lle­va­ban a cabo, la cul­pa no era suya, sino de las mal­di­tas «debi­li­da­des téc­ni­cas» en las que siem­pre ha abun­da­do la tos­ca maqui­na­ria del arte de gober­nar ruso. Tam­bién pue­de ser que el ren­cor de alguien, la fal­ta de volun­tad mali­cio­sa de alguien a ali­viar car­gas para sal­var vidas, inter­fi­rie­ra en mi éxi­to. La ven­gan­za y el ren­cor sue­len actuar por iner­cia. Y ade­más, siem­pre hay gen­te peque­ña, men­tal­men­te anor­mal, con un enfer­mi­zo delei­te en el sufri­mien­to de sus semejantes.

Ayu­da para los enemigos

A menu­do me asom­bra­ba la dis­po­si­ción de Lenin a ayu­dar a per­so­nas a las que con­si­de­ra­ba enemi­gas, y su preo­cu­pa­ción por su futu­ro. Esta­ba el caso de un gene­ral, quí­mi­co y cien­tí­fi­co, ame­na­za­do de muerte.

«Hm, hm…», dijo Lenin, escu­chan­do aten­ta­men­te mi his­to­ria. «¿Así que afir­mas que no era cons­cien­te de que sus hijos ocul­ta­ban armas en su labo­ra­to­rio? Eso tie­ne algo de román­ti­co. Debo dár­se­lo a X. para que lo des­en­tra­ñe; tie­ne buen olfa­to para la verdad».

Unos días des­pués me lla­mó des­de Petro­gra­do: «Su gene­ral será libe­ra­do; creo que ya se ha hecho. ¿En qué quie­re trabajar?».

«Homo-emul­sión».

«Ah, sí, esa cosa car­bó­li­ca. Bueno, que lo haga. Dime qué nece­si­ta para ello».

Y para ocul­tar su ale­gre con­fu­sión por haber sal­va­do la vida de un hom­bre, Lenin la disi­mu­ló bajo la iro­nía. A los pocos días vol­vió a pre­gun­tar. «¿Y qué hay de su gene­ral? ¿Está bien?».

«Muy bien», me dijo en otra oca­sión en que yo había inter­ce­di­do en un caso de excep­cio­nal impor­tan­cia. «Muy bien, te lle­va­rás a esa gen­te bajo fian­za. Pero, ¿cómo se pue­de pla­near su des­tino des­pués, para que no ocu­rra nada pare­ci­do al caso Shin­ga­reff? ¿Dón­de los pon­dre­mos? Eso es difí­cil de decidir».

Dos días des­pués, en pre­sen­cia de per­so­nas que no per­te­ne­cían a su par­ti­do, rela­ti­va­men­te des­co­no­ci­das, pre­gun­tó con aire preocupado:

«¿Has arre­gla­do todo lo que que­rías sobre la fian­za de esos cua­tro? ¿Los trá­mi­tes? Hm… Esta­mos absor­bi­dos por esos trámites».

No logré sal­var a esas per­so­nas, fue­ron ase­si­na­das apre­su­ra­da­men­te. Me con­ta­ron que aquel ase­si­na­to pro­vo­có un ata­que de ira sal­va­je en Lenin.

En 1919 una her­mo­sa mujer solía apa­re­cer en las coci­nas de Petro­gra­do y exi­gir severamente:

«¡Soy la prin­ce­sa X., dad­me un hue­so para mis perros!».

Se decía que, inca­paz de sopor­tar el ham­bre y la mise­ria, había deci­di­do aho­gar­se en el Neva, pero que sus cua­tro perros, olfa­tean­do el mal­va­do desig­nio de su due­ña, la siguie­ron y, con sus lamen­tos y agi­ta­ción, la obli­ga­ron a aban­do­nar la idea del suicidio.

Le con­té esta his­to­ria a Lenin. Mirán­do­me fur­ti­va­men­te, cerró los ojos a medias y, cerrán­do­los por fin del todo, dijo sombríamente:

«Si es una his­to­ria inven­ta­da, está bien inven­ta­da. ¡Una bro­ma de la revolución!».

Lue­go per­ma­ne­ció en silen­cio. Final­men­te se levan­tó y, miran­do unos pape­les espar­ci­dos por la mesa, mur­mu­ró pensativo:

«Sí, esa gen­te» (se refe­ría a los aris­tó­cra­tas) «lo ha pasa­do mal. La His­to­ria es una madras­tra cruel; no elu­de nada en la tarea de reden­ción. Sí, no pode­mos negar­lo, esa gen­te lo ha pasa­do dia­bó­li­ca­men­te mal. Los más lis­tos com­pren­den, por supues­to, que han sido arran­ca­dos de raíz y que ya no cre­ce­rán en la tie­rra. En cuan­to al tras­plan­te a Euro­pa, eso no satis­fa­rá a los lis­tos; no se asi­mi­la­rán allí. ¿Qué opinas?».

«No, no creo que lo hagan».

«Enton­ces eso sig­ni­fi­ca que o bien se uni­rán a noso­tros o vol­ve­rán a tra­ba­jar para la intervención».

Le pre­gun­té si era un capri­cho mío o si real­men­te se arre­pen­tía de haber eje­cu­ta­do a gente.

«Me arre­pien­to de los inte­li­gen­tes. No tene­mos muchos. Somos un pue­blo con talen­to, pero nues­tras men­tes son pere­zo­sas. El hom­bre ruso inte­li­gen­te sue­le ser judío, o de ori­gen judío».

Y recor­dan­do a varios ami­gos que habían supe­ra­do la zoo-psi­co­lo­gía de cla­se y que tra­ba­ja­ban con los «bol­che­vi­ques», habla­ba de ellos con nota­ble afec­to y ternura.

Sin­tién­do­se muy enfer­mo y can­sa­do, me escri­bió en 1921:

«He envia­do tu car­ta a Káme­nev9. Estoy tan can­sa­do que no pue­do tra­ba­jar. ¿Y tú tie­nes una hemo­rra­gia y no vas al extran­je­ro? Eso es inau­di­to, ver­gon­zo­so, irra­zo­na­ble. En un buen sana­to­rio de Euro­pa te cura­rás y podrás hacer mucho más. Te ase­gu­ro que lo harás, mien­tras que aquí no podrás curar­te ni hacer nin­gún tra­ba­jo… ¡Todo es un albo­ro­to, nada más que un albo­ro­to inú­til! Vete y mejó­ra­te. ¡No seas tes­ta­ru­do, te lo rue­go! Tu Lenin».

Duran­te más de un año había insis­ti­do con una obs­ti­na­ción mara­vi­llo­sa en que me fue­ra de Rusia, y a mí me asom­bra­ba cómo, estan­do com­ple­ta­men­te absor­to en el tra­ba­jo, encon­tra­ba tiem­po para recor­dar que alguien esta­ba enfer­mo y nece­si­ta­ba un des­can­so. Pero pro­ba­ble­men­te había escri­to doce­nas de car­tas como esa.

Amor de camaradas

Ya he men­cio­na­do la excep­cio­nal preo­cu­pa­ción de Lenin por sus cama­ra­das, una preo­cu­pa­ción que pene­tra­ba en todos los aspec­tos des­agra­da­bles de sus vidas. En este sen­ti­mien­to nun­ca encon­tré ras­tros de esa aten­ción intere­sa­da que a veces es carac­te­rís­ti­ca de un maes­tro inte­li­gen­te en su rela­ción con los tra­ba­ja­do­res hones­tos y capa­ces. No. Era la aten­ción sin­ce­ra de un ver­da­de­ro cama­ra­da, el amor de un igual hacia un igual. Sé que es impo­si­ble poner inclu­so a los miem­bros más emi­nen­tes de su par­ti­do en pie de igual­dad con Nico­lái Lenin, pero él mis­mo no se daba cuen­ta, o, más correc­ta­men­te, no que­ría dar­se cuenta.

A veces era muy cor­tan­te en su tra­to con los hom­bres, se bur­la­ba de ellos sin pie­dad, a veces los ridi­cu­li­za­ba mor­daz­men­te; todo eso es cier­to. Pero cuán­tas veces, en su jui­cio sobre per­so­nas a las que ayer había cri­ti­ca­do y «rega­ña­do», he oído cla­ra­men­te una nota de sin­ce­ra admi­ra­ción sus­ci­ta­da por su talen­to y su soli­dez moral, su tra­ba­jo duro y asi­duo en medio de las terri­bles con­di­cio­nes de 1918 – 1921, tra­ba­jo rodea­do de espías de todos los paí­ses y del par­ti­do, entre cons­pi­ra­cio­nes que esta­lla­ban como abs­ce­sos pes­ti­len­tes en el cuer­po del país, ago­ta­do por la gue­rra. Tra­ba­ja­ban infa­ti­ga­ble­men­te, comían poco y mal, vivien­do en per­pe­tua ansiedad.

El pro­pio Lenin no pare­cía sen­tir el peso de estas con­di­cio­nes, estas ansie­da­des de una vida sacu­di­da has­ta sus cimien­tos más pro­fun­dos por la tor­men­ta san­grien­ta de una gue­rra civil. Solo una vez, en una con­ver­sa­ción con Mada­me Andreev­na10, según su decla­ra­ción, se le esca­pó algo pare­ci­do a una queja.

«¿Qué hay que hacer?», le pre­gun­tó. «Tene­mos que luchar. Es una nece­si­dad abso­lu­ta. ¿Nos resul­ta difí­cil? Cla­ro que sí. ¿Crees que a mí tam­po­co me cues­ta? ¡Y cómo! ¡Pero mira lo que pare­ce X.! ¡No hay nada que hacer! ¡Mejor pasar­lo mal y salir vic­to­rio­so al final!».

Yo mis­mo solo le oí una queja:

«¡Qué lás­ti­ma que Martov

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no esté con noso­tros; qué gran lás­ti­ma! ¡Qué cama­ra­da tan mara­vi­llo­so era, qué hom­bre tan auténtico!».

Recuer­do cómo se reía des­pués de leer en algu­na par­te la afir­ma­ción de Mar­tov: «En Rusia solo hay dos comu­nis­tas, Lenin y Kollon­tai»12. Y aña­día, con un sus­pi­ro: «¡Qué men­te, qué men­te tan brillante!».

Con res­pe­to y asom­bro obser­vó, des­pués de ver salir de su des­pa­cho a uno de los cama­ra­das «indus­tria­les»: «¿Le cono­ces des­de hace mucho? ¡Podría haber esta­do al fren­te de cual­quier gabi­ne­te de Europa!».

Y fro­tán­do­se las manos, con una car­ca­ja­da, dijo: «Euro­pa es más pobre en gran­des hom­bres que nosotros».

Lenin y los generales

Un día le pedí que fue­ra al Depar­ta­men­to de Muni­cio­nes para ver el inven­to de un bol­che­vi­que que había ser­vi­do antes en la arti­lle­ría y que aho­ra había des­cu­bier­to un apa­ra­to para corre­gir el fue­go con­tra los aviones.

«¿Qué sé yo de eso?», pre­gun­tó, pero fue igualmente.

En una habi­ta­ción oscu­ra, alre­de­dor de una mesa en la que se encon­tra­ba la máqui­na, esta­ban reu­ni­dos sie­te som­bríos gene­ra­les, vie­jos cien­tí­fi­cos de pelo gris. Entre ellos, la modes­ta figu­ra de Lenin, ves­ti­do con ropa sen­ci­lla, pasa­ba des­aper­ci­bi­da. El inven­tor comen­zó a expli­car la cons­truc­ción de la máqui­na. Lenin le escu­chó duran­te dos o tres minu­tos, y lue­go dijo con aprobación:

«Hm… hm…» y comen­zó a inte­rro­gar al inven­tor con tan­ta liber­tad como si le estu­vie­ra exa­mi­nan­do en cues­tio­nes de polí­ti­ca. Pre­gun­tó por la dimen­sión del cam­po de visión y muchas otras cues­tio­nes. El inven­tor y los gene­ra­les le expli­ca­ron todo con entu­sias­mo. Al día siguien­te, el inven­tor me dijo:

«Les dije a mis gene­ra­les que ven­drías con un ami­go, pero no les dije quién era el ami­go. No reco­no­cie­ron a Ilich y, ade­más, no podían ima­gi­nar que ven­dría sin albo­ro­to ni osten­ta­ción. Enton­ces me pre­gun­ta­ron: “¿Quién es, un pro­fe­sor?”. Les dije que era Lenin. Se que­da­ron asom­bra­dos. “¿Qué? ¡No pue­de ser! ¿Y cómo pue­de cono­cer todos nues­tros mis­te­rios? Hacía pre­gun­tas como un hom­bre que está per­fec­ta­men­te fami­lia­ri­za­do con cues­tio­nes téc­ni­cas. Es un misterio”».

Creo que seguían con­ven­ci­dos de que no era Lenin quien había ido a verlos.

Mien­tras, Lenin, aban­do­nan­do el lugar con­mi­go, se rio y dijo:

«Dices que nues­tro vie­jo ami­go tie­ne otro inven­to. ¿De qué se tra­ta? Debe­mos hacer que no se le moles­te con nada más. ¡Oh, si tuvié­ra­mos los medios para rodear a esos téc­ni­cos de las con­di­cio­nes idea­les nece­sa­rias para su tra­ba­jo! En 20 años Rusia sería el pri­mer país del mundo».

Sí, a menu­do le oía elo­giar a sus cama­ra­das. Inclu­so de aque­llos por los que, según los rumo­res, no sen­tía nin­gu­na sim­pa­tía, Lenin habla­ba con ver­da­de­ra esti­ma­ción de su ener­gía. Le dije que muchos se asom­bra­rían de sus elo­gios a un camarada.

«¡Sí, sí! Ya lo sé. La gen­te difun­de men­ti­ras sobre mis rela­cio­nes con él. Cómo mien­ten todos, espe­cial­men­te sobre mí y Trotski…».

Gol­pean­do la mesa con el puño, dijo:

«Pero que me mues­tren a otro hom­bre capaz de orga­ni­zar un ejér­ci­to casi per­fec­to en un año y de con­quis­tar las sim­pa­tías de los espe­cia­lis­tas mili­ta­res. Y noso­tros tene­mos un hom­bre así. Tene­mos todo lo que que­re­mos. Y tam­bién ten­dre­mos mila­gros, ¡sí!».

Le gus­ta­ban los seres huma­nos, los ama­ba con abne­ga­ción. Su amor mira­ba a tra­vés de la dis­tan­cia y de las nubes de odio.

Un gran ruso

Era un ver­da­de­ro ruso. Era un ruso que había vivi­do mucho tiem­po fue­ra de Rusia y la obser­va­ba des­de lejos. Des­de lejos pare­ce más her­mo­sa, más lle­na de color. Esti­mó correc­ta­men­te su poder poten­cial, el talen­to excep­cio­nal de su pue­blo, aún insu­fi­cien­te­men­te expre­sa­do, oscu­re­ci­do por su dura y fati­go­sa his­to­ria, pero siem­pre mos­tran­do su don sobre el oscu­ro fon­do de la vida rusa. Como bri­llan­tes estre­llas doradas.

Nico­lái Lenin des­per­tó a Rusia; no vol­ve­rá a dor­mir­se. Ama­ba al obre­ro ruso a su mane­ra, que era una mane­ra muy bue­na. Se podía ver cuan­do habla­ba del pro­le­ta­ria­do euro­peo, cuan­do seña­la­ba la ausen­cia entre ellos de las carac­te­rís­ti­cas que Kautsky había obser­va­do tan bien en su folle­to sobre el obre­ro ruso.

Nico­lái Lenin, el gran­de, el hom­bre genuino, ha muer­to. Su muer­te gol­peó con dolor los cora­zo­nes de quie­nes le cono­cie­ron. Pero la línea oscu­ra de la muer­te solo mos­tró más níti­da­men­te su impor­tan­cia a los ojos del mun­do, su impor­tan­cia como líder de los tra­ba­ja­do­res. Y si la nube de odio que rodea su nom­bre, la nube de men­ti­ras y calum­nias, fue­ra aún más den­sa de lo que es, no impor­ta, no hay fuer­zas que pue­dan extin­guir la antor­cha levan­ta­da por Lenin en la oscu­ri­dad del mun­do enlo­que­ci­do. Y no ha habi­do hom­bre que merez­ca mejor ser recor­da­do eternamente.

Nico­lái Lenin ha muer­to. Pero los here­de­ros de su sabi­du­ría y volun­tad siguen vivos. Al final, la hones­ti­dad y la ver­dad crea­das por el hom­bre ven­cen. Todo debe ceder ante esas cua­li­da­des que hacen al Hombre.

Noli­to Ferreira

21 de enero de 2024

Fuen­te: https://​para​la​voz​.com/​n​i​c​o​l​a​i​-​l​e​n​i​n​-​e​l​-​h​o​m​b​r​e​-​m​a​k​s​i​m​-​g​o​r​ki/

  1. Gor­ki vivió exi­lia­do en la isla de Capri (Ita­lia) entre 1906 y 1913, don­de lo fue­ron a visi­tar nume­ro­sos diri­gen­tes revo­lu­cio­na­rios rusos.
  2. (1873−1938), can­tan­te de ópe­ra ruso mun­dial­men­te conocido
  3. Un gri­to de caza ruso
  4. (1840−1913) fue diri­gen­te y fun­da­dor del Par­ti­do Social­de­mó­cra­ta de Alemania.
  5. Fue uno de los pri­me­ros mar­xis­tas rusos.
  6. Vasily Alek­see­vich Des­nitzky (1878−1958) fue un diri­gen­te bol­che­vi­que duran­te la revolución.
  7. Se refie­re a Alber­to Dure­ro (1471−1528), uno de los más cono­ci­dos artis­tas del rena­ci­mien­to alemán.
  8. Se refie­re a las Tesis de abril que redac­tó Lenin en su camino de regre­so a Rusia tras el exi­lio, pocos meses antes de la Revo­lu­ción de Octubre.
  9. Lev Káme­nev (1883−1936) fue un des­ta­ca­do diri­gen­te bolchevique.
  10. Se refie­re a María Fió­do­rov­na Andréie­va (1868−1953), mili­tan­te comu­nis­ta que dedi­có gran­des esfuer­zos a la difu­sión del tea­tro. Fue tam­bién la mujer de Gorki.
  11. Yuli Már­tov (1873−1923) diri­gió jun­to a Lenin la revis­ta Iskra, pero tras la sepa­ra­ción entre bol­che­vi­ques y men­che­vi­ques, tomó par­ti­do por estos últimos.
  12. Alek­san­dra Kollon­tai (1872−1952), des­ta­ca­da diri­gen­te comu­nis­ta y pri­me­ra mujer minis­tra de la historia.

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