Por César Manzanos. Resumen Latinoamericano, 11 de diciembre de 2020.
La industria carcelaria es el ejemplo más descarado de cómo los poderes ejecutivos del Estado funcionan con demasiada frecuencia al margen de la ley con total impunidad.
[El término presocidio no existe en el Diccionario de la Real Academia Española. Quizás después de leer estas reflexiones entendamos por qué. Así como genocidio significa “aniquilación o exterminio sistemático y deliberado de un grupo social por motivos raciales, políticos o religiosos”, presocidio significa lo mismo solo que por motivos políticos relacionados con la aplicación de determinadas políticas criminales. El utilizarlo como neologismo tiene como objetivo visibilizar este tipo de genocidio por motivos políticos que se produce en las cárceles.]
Estamos asistiendo, desde hace décadas, a un proceso de inflación punitiva que se materializa en el incremento del gasto público destinado entre otras políticas, a la llamada modernización y profesionalización del ejército, al incremento del número y medios policiales, a impulsar reformas penales que suponen el incremento de la población encarcelada. Este incremento del recurso al encarcelamiento, se debe a que las reformas penales provocan que cada vez haya más personas presas y sujetas a medidas de seguridad, durante más tiempo y por una mayor cantidad de nuevos delitos tipificados, lo cual, a medio plazo, justificará el desarrollo de una industria carcelaria muy rentable, políticamente, para el Estado y, económicamente, para las empresas privadas y paraestatales que se lucran con ella. No olvidemos que en Estados Unidos esta industria es una de las más importantes de las que cotizan en los mercados bursátiles norteamericanos y, por tanto, mundiales.
Mujeres asesinadas, violadas y maltratadas que recurrieron al Estado y no se les brindó protección, personas afectadas por malversación de fondos, por estafas inmobiliarias, por adulteración de alimentos, bebidas y medicamentos que jamás recibieron la protección legal que el Estado está obligado a garantizar y un sinfín de víctimas no reconocidas más, son el componente humano de la construcción de esta guerra selectiva contra el delito, que ya se ha cobrado en España decenas de miles de víctimas.
Por tanto, reconocer el presocidio, consiste en hacer recuento, y sobre todo memoria, no sólo de las víctimas reconocidas de todo tipo de delitos que a su vez también son víctimas en segunda instancia de un sistema punitivo que las condena a ser convidadas de piedra en el proceso penal y su desenlace, sino también hacer recuento, y sobre todo memoria, de las no reconocidas por su autor material o cómplice (el Estado) y negadas sistemáticamente. De ellas y de aquellas otras víctimas cuyo único delito ha sido no ya desenterrar los cadáveres para rescatarlas del olvido, sino atreverse a sugerir que existen como tales.
Así, categoría especialmente relevante de víctimas directas del presocidio son aquellas que se han producido en condiciones de especial sujeción y custodia por parte del Estado y sobre las que este tiene una responsabilidad más directa. Incluso han sido identificadas por la propia administración, como son, por ejemplo, según los propios datos oficiales publicados, las más de 10.000 personas muertas en prisión o nada más haber sido excarceladas para morir fuera durante las cuatro últimas décadas, cuya vida hubiera podido salvarse si se hubiera respetado su derecho a la salud y a la vida.
Son personas que han muerto dentro de la cárcel, o nada más ser excarceladas para que se murieran fuera, y cuya causa aparentemente natural de muerte ha sido en realidad la desidia burocrática, la desatención sanitaria, el retraso en su hospitalización, en una intervención quirúrgica, o en la aplicación de un tratamiento médico especializado, o la falta de medidas de prevención y educación para la salud, por no citar el funcionamiento mafioso en el tráfico y consumo de drogas ilegalizadas en prisión que culmina en muchas casos en supuestos ahorcamientos y sobredosis. Y esto ocurre en el seno de una institución, que no nos olvidemos, habría de ser modélica en el respeto estricto de las leyes como elemento ejemplificador para aquellos sujetos que son privados de libertad por transgredirlas, y sin embargo, muy al contrario, es el ejemplo más descarado de cómo los poderes ejecutivos del Estado funcionan con demasiada frecuencia al margen de la ley con total impunidad, pateando derechos fundamentales, como es el derecho a la salud y a la vida, de personas que dependen totalmente de su voluntad, y lo que es peor, gestionando la instrumentalización de estos derechos, mediante la privación o concesión de los mismos como dispositivo de disciplinamiento y mecanismo para garantizar la gobernabilidad de la propia institución.
Pero las víctimas de este presocidio no sólo han sido personas encarceladas, sino también familiares suyos que jamás perpetraron ningún delito, ni estuvieron imputadas en causa penal alguna. Unas, en calidad de víctimas mortales, otras de heridas, y muchas más de maltratadas, han sido agredidas con consecuencias irreparables por una curiosa arma: la privación de los derechos reconocidos a sus familiares penalizados y de sus propios derechos ciudadanos, llegando a sufrir una condena a veces consistente en la aplicación extrajudicial de la pena de muerte. Entre estas víctimas invisibilizadas, que nadie quiere contar, y menos identificar, no nos olvidemos, también se cuentan criaturas y personas ancianas.
Efectivamente, a lo largo de demasiados años, además de las víctimas directas, que han sido digeridas dentro del vientre de la bestia, el sistema de justicia criminal ha practicado el secuestro institucional con miles de personas cuyo único delito es pertenecer a una minoría étnica o consumir drogas ilegalizadas, ha privado a cientos de criaturas de la posibilidad de ser criadas por sus madres presas, ha institucionalizado la violencia contra las mujeres convirtiéndolas en víctimas de una institución patriarcal como es la cárcel, ha dejado morir en la carretera a cientos de familiares por no respetar el cumplimiento de condenas en una prisión ubicada cerca del lugar de origen de la persona presa (y no sólo, ni únicamente, han sido familiares de personas presas sujetas a las políticas especiales de dispersión). En definitiva, ha condenado y perseguido a muerte la pobreza y la exclusión social. No ha sido capaz de aplicar políticas sociales fundamentadas en los principios de reconciliación y reinserción, y ha apostado definitivamente por la criminalización de la pobreza, de la inmigración, de la diversidad ideológica, étnica y cultural.
Pero aún no ha llegado lo peor. Este presocidio no ha hecho más que empezar. En un futuro se endurecerán aún más las penas, y no nos hemos de extrañar de que en el Reino de España, además de la ya reinstaurada cadena perpetua de facto, se reinstauren formalmente la pena de muerte y demás penas corporales y de tortura, al más puro estilo de la Inquisición, propias del Antiguo Régimen, anterior a la modernidad, inspiradas en el retorno a las oscuras épocas de la historia europea en las que se apelaba a la venganza penal como doctrina de la seguridad, claro, de la seguridad del Estado, no de la ciudadanía.
Las preguntas resultan obvias. Esta actuación por parte del Estado ¿qué efectos sociales provoca?, ¿elimina de cuajo la violencia o, por el contrario, genera resentimiento o deseos de venganza en los sectores sociales perseguidos y estigmatizados?, ¿tiene por objetivo eliminar la violencia manifiesta o impulsar estructuras para provocar e incentivar la violencia social necesaria que justifique la necesidad de más seguridad, de más tutela represiva por parte del Estado, de más mano dura?, ¿estas tendencias buscan la seguridad de las personas o inyectar el miedo en las personas? Estas son las preguntas que han de responder quienes con sus votos respaldan las actuales mayorías. Que no les pase nada si piensan que el resultado de toda esta inflación punitiva, de todo este presocidio, será menos violencia o más seguridad para ellos y sus familias. Ya lo dicen las “Sagradas Escrituras”, el que siembra tormentas, tan sólo recoge tempestades.
César Manzanos Bilbao, Doctor en Sociología, Profesor en la UPV/EHU, especialista en Sociología del Delito y miembro de Salhaketa.
Fuente: Viento Sur