Por Marcelo Valko*, Resumen Latinoamericano, 09 de septiembre de 2020.
La primera vez que estuve en España dando varias conferencias aproveché unos días para hacer una escapada a Portugal. Deseaba conocer Lisboa, su puerto y sus calles e incluso tomar algo en Martinho da Arcada el pequeño bar que frecuentó el increíble Fernando Pessoa donde surgió su Desasosiego allí bajo las arcadas de la Plaza del Comercio. De regreso a Madrid a diferencia del viaje de ida en el micro viajaban pocos pasajeros lo que me permitió cambar de asiento y sentarme adelante para obtener una panorámica del hermoso trayecto. Lo que más me impactaba eran los molinos con aspas desvencijadas en lo alto de alguna colina que me invitaban a imaginar que en el momento menos pensado don Quijote los desafiaría a combatir y también los castillos derruidos que se veían cada tanto. El conductor al advertir que me desplazaba de derecha a izquierda me pregunto que intentaba ver. Le comente sin mayores precisiones que me interesaba la historia. El chofer que dijo llamarse Pepe Luis parecía satisfecho de que alguien se interesara por “la historia de un camino que conocía de memoria” y comenzó a anticipar de qué lado del camino aparecería el siguiente conjunto. Así estuvimos hasta que de pronto anunció que pasaríamos por Medellín (en Badajoz, Extremadura) una pequeña ciudad frente al río Guadiana al pie de una elevación coronada por un castillo que data del siglo XIII. Al aproximarnos con un tono solemne anunció: “¡Aquí nació Hernán Cortes…!” con la mano señaló el castillo del conde Rodrigo de Portocarrero que domina el horizonte desde lo alto de la colina. Contemple la escena hasta que el conjunto de piedra se perdió atrás en el camino.
En ese momento ignoraba que la pequeña localidad al pie del castillo en una de sus plazas exhibe una estatua del conquistador que fue inaugurada en 1890. La obra costeada por suscripción popular fue creada por Eduardo Barrón un artista menor que también esculpió otras más incluso una de Cristóbal Colón emplazada en Salamanca. La estatua de Cortés es de bronce y tiene unos cuatro metros y se encuentra en lo alto de un pedestal de piedra donde luce imponente atuendo militar, con una mano sostiene una larga espada y con la otra el estandarte de Castilla rematado por una cruz. Como vemos en la imagen de esta nota, lo más sugestivo es que una de sus botas aplasta la cabeza de un azteca, algunos para atenuar un poco semejante visión afirman que no se trata de un indígena decapitado sino que el conquistador “aplasta la cabeza de un ídolo o un dios azteca”. Me consta que el arte conmemorativo puede tener mil calificaciones, la única que no le cabe es la inocencia. Los símbolos no ocurren solos, no son ingenuos ni emergen de la nada y no cesan de derramar sentido y significación. Por si alguien tuviera dudas, el escudo de armas otorgado a Cortés además de águilas bicéfalas y leones rampantes posee siete cabezas de indios rebeldes dentro de una cadena que lo circula y cierra, un elemento heráldico que el escultor no pudo desconocer y sin duda lo habrá inspirado.
Existen imágenes que no van más allá de sí mismas y se empantanan en sus propios límites, en cambio otras trascienden sus formas para convertirse en otra cosa: se convierten en símbolos. Aquí tenemos un caso que permite diferenciar imagen de símbolo. Pienso que existen pocas representaciones más explicitas de la victoria que el pie del vencedor sobre la cabeza del vencido, incluso esa construcción tiene reminiscencias bíblicas de larga data como cuando se maldice a la serpiente “y el hombre te aplastará la cabeza”. En la iconografía cristiana la víbora al pie de un personaje representa al Diablo derrotado por la divinidad. Aquí Cortés como si fuera Dios (no en vano en lo alto de la bandera de Castilla muestra una cruz) pisa la testa de un indio en reemplazo del ofidio… El paralelismo es claro y contundente. Sin necesidad de retrotraerse al Génesis hasta el menos atento de los transeúntes viendo semejante conjunto no duda de lo que ese símbolo representa. El pie de Cortés aplastando el rostro de un indígena es el arquetipo del vencedor, actualiza lo ocurrido hace cinco siglos en el presente. El bronce altivo traslada la derrota de unos y la victoria de otros donde un universo simbólico se impone y establece relaciones asimétricas que actúan como hitos modélicos, paradigmas embalsamados, mojones de una obra maestra que custodia un pasado inamovible utilizando una práctica discursiva acomodaticia y cruel. Al igual que los humanos los símbolos no tienen piedad.
Existen otros datos que deseo compartir con ustedes. La estatua se encuentra emplazada próxima a la casa natal de Cortés. Pensemos en ese niño que creció como tantos mirando desde el llano al altivo castillo del señor de la comarca que es señor porque nació allá arriba y el otro villano porque nació abajo. Quizás por eso a los diecinueve años logró embarcarse hacia América en busca de fama y fortuna que sin duda obtuvo y al regresar a España, nunca volvió a su pueblo. También me da que pensar el chofer Pepe Luis que le cuenta a un desconocido “¡allí nació Hernán Cortés!” esa frase y ese orgullo forma parte de una construcción semántica, de un plusvalor lingüístico que horada las mentes y se posesiona de la lengua y termina siendo pensado por el status quo del poder. Pepe Luis no piensa en ese otro aplastado sino en la bota que pisa y por eso, y es lo interesante del caso al pasar por el pueblo me señaló el castillo en lo alto, no la localidad de abajo donde nació Cortes. Al no pensar y ser pensado el chofer, un trabajador que va y viene por esa ruta Madrid Lisboa al punto que “la conoce de memoria” forma parte de un enorme universo simbólico, un laberinto que lo condena a ser pensado con categorías mentales opresoras. Cuando no se piensa siempre existe un otro dispuesto a hacerlo a nuestro costo y por su cuenta para explicarnos quiénes somos y como debemos actuar y pensar.
Como sostengo en Pedestales y Prontuarios nada es más peligroso que una estatua en su aparente inmovilidad. El patrimonio conmemorativo tiene como misión naturalizar un relato convincente e imponer una determinada visión política para glorificar al segmento dominante que disemina estereotipos adecuados. Es una acción circular donde el ideólogo de la estatua es el dueño del poder que la erige para adormecer, auto celebrarse o devaluar situaciones inconvenientes reproduciendo relaciones asimétricas que emergen en forma explícita en el brillo del bronce o la pureza del mármol que obstruye nuestra percepción ante la incesante producción de sentido. Lo sucedido en los últimos tiempos con derribos de monumentos en Chile, EEUU, Inglaterra y Bélgica avala la hipótesis del libro. Incluso la misma España ha retirado numerosos símbolos del franquismo, entre ellos al mismo Franco del Valle de los Caídos.
Cada tanto manos anónimas “vandalizan” la estatua del conquistador de México con pintura roja simbolizando el genocidio perpetrado en América provocando las quejas del ayuntamiento por la afrenta al ciudadano ilustre y el dinero empleado en restaurar el bronce. En realidad deberían reconocer que dichas intervenciones de pintura completan la obra del escultor. Sin embargo el color de la sangre incomoda, aturde los sentidos, no así la cabeza del otro que no es un igual, eso no molesta. La victoria aséptica vino para quedarse. El diario monárquico ABC en una nota donde analiza “el ataque con pintura” a la estatua de Cortés afirma “Todo el mundo sabe que lo que pisa el conquistador es un ídolo azteca y que no va más allá de eso, lejos de tintes genocidas de un pueblo como el español hacia los pueblos precolombinos, como quieren hacer ver los autores de esta salvajada”. Todavía algunos intentan hacernos creer que la estatua de Cortés aplastando al azteca no simboliza un genocidio que lleva cinco siglos sino “el encuentro de dos mundos”. Increíble pero real…
*Marcelo Valko es psicólogo docente universitario, especialista en etnoliteratura y en investigar genocidio indígena.