Los jefes de Estado «históricos» eran los reyes. Lo eran desde la llegada, a caballo, de los godos a Europa occidental. Los Borbones proceden de una de aquellas familias (los Capeto) del tronco franco, que conquistó la Galia después de la caída del Imperio romano. Como todo el mundo sabe, sobre todo los catalanes, los primeros Borbones entraron en la península, en el siglo XVIII. También a caballo y también con las armas en la mano. Después de que sus ejércitos mercenarios, despejaran a cañonazos el camino de competidores.
Los jefes de las tribus que acabaron con el imperio romano tenían la buena costumbre de ser elegidos por sus súbditos. Algo que perdieron pronto. Las monarquías, en cambio, pronto se hicieron familiares y hereditarias. A partir de lo cual, los reyes eran elegidos por sus predecesores. Familiares o no. Tal como hizo Franco, en sus dominios un día de 1969. En todo caso, por este patio trasero de Europa han pasado reyes absolutos y disolutos, ilustrados y analfabetos, laboriosos y holgazanes, piadosos y puteros… En fin, como la gente misma. Ahora, tenemos un Dioni y el populacho no solo se divierte, también se inquieta, discute y a veces insulta. Podemos añadir que también hay monarquías florero. Como la actual. Que parece no hacer daño a nadie… pero que siguen siendo muy caras.
Los reyes, como jefes de Estado que eran, han tenido siempre el poder político y militar. Generalmente justificado oficialmente por razones providenciales y divinas. Alguno incluso con la desfachatez de apelar a la Biblia, a las Escrituras o a las bulas papales, compradas al obispo de Roma. Así que desde siempre, con breves excepciones, han sido bendecidos por la Iglesia. Incluso cuando ejercían contra sus súbditos, el derecho de conquista.
Estos reyes-jefes de Estado también nombraban a sus primeros ministros. Elegían entre sus favoritos o validos a sus hombres de confianza. Equivalentes actuales del jefe de gobierno. Y delegaban en ellos su poder y el ejercicio del poder. O sea, el trabajo sucio de invadir, hacer las guerras, recaudar tributos, impuestos, requisar, imponer corveas, movilizar levas, promulgar leyes, tomar decisiones, firmar sentencias, etc. A partir de ese momento, el jefe de Estado (el rey) se dedicaba a reinar. O sea cazar, viajar, comer, beber y perseguir mozas por las alcobas de palacio. También, en los descansos, posaba para los pintores y cronistas de la corte. Que ensalzaban sus inexistentes hazañas, a buen precio, con letra y pincel. Para exhibirlas, en plena potestad, ante los cortesanos.
En los siglos contemporáneos, ya con la burguesía en el poder, aunque sea difícil de entender, se repiten los errores. A pesar de algunas guillotinas y chirriantes anacronías, los nuevos ricos no solo soportan sino que utilizan y adoptan el carisma monárquico. Para dar lustre a sus orígenes plebeyos. Copiando las estúpidas formas de lujo y boato de las casas reales. De modo que la alianza Altar y Trono, de la época medieval, se transformará en Dinero y Trono, del nuevo capitalismo.
Políticamente, a menudo, se mantiene la figura de un jefe de Estado. Sea rey o no. Adornando la cúpula del reino. Como una apuesta supersticiosa, para dar a entender al pueblo que el Estado sigue siendo bendecido por la gracia providencial de los monarcas y sus graciosas formas. Que no ha habido ruptura. Que el poder de los bancos y los imperios se sostiene con el favor de las dinastías y las oraciones de la Iglesia. Naturalmente esto no oculta el irrelevante papel político de esta figura. Ni el odio social, que suscitaba su injustificable superioridad dinástica, entre los plebeyos sometidos. Sobre todo entre los que accionaban las guillotinas y aplaudían su función.
Pero, incluso en el siglo XX con las Repúblicas, se repite el error equivalente. Mientras los gobiernos de la cosa pública, generalmente elegidos por los ciudadanos en voto censitario, administran con aciertos y errores, hay un individuo que preside nominalmente el Estado. No siempre es un rey. Pero puede serlo a veces. En todo caso, este señor es una representación del antiguo circo. Sin relevancia política alguna. Con muy poco trabajo. Pero rodeado de secretarios, guardaespaldas y ministros varios, que son los apuntadores de sus discursos y actuaciones. Apenas tiene nada que hacer. Sea de sangre azul, roja o mestiza, es una especie de adorno institucional. Un robot andante, al que se encomiendan las vistosas labores de representación y protocolo.
Aparecen entonces las monarquías florero. Como son las actuales de Gran Bretaña, Dinamarca, Bélgica, Suecia… España. Y así hasta diez, en Europa. Un anacronismo irracional, inexplicable y perfectamente prescindible, en el que presume de ser el continente mas adelantado y progresista de la Historia. Monarquías florero que se sostienen porque, según dicen, no hacen daño a nadie. Y no meten las narices, más allá de la asignación presupuestaria. Como puede ser el caso del Estado español, donde la alternativa republicana fue derrotada (medio millón de muertos, mediante) en 1939. Y, desde entonces, la España que se había acostado monárquica y levantado republicana (14 de abril de 1931), volvió a ser la del altar y trono, bajo palio.
El debate
En estos últimos días, sin embargo, el carácter hispano ha recuperado sus perfiles históricos. En manos y voces de periodistas, políticos y analistas. Y se empieza a delimitar, por fin, el gran debate «resuelto» hace ochenta años por el ejército de África: ¿monarquía o república? O… porqué no: ni lo uno, ni lo otro. Descendiendo al plano puramente institucional y presupuestario, por qué no podemos pensar que el debate no debía ser entre monarquía y república, sino entre jefatura de Estado y jefatura de gobierno. Para lo cual, además, ni siquiera sería necesario discutir, sino modificar levemente la Constitución. Simplemente, desde el gobierno se podía decretar la suspensión indefinida de la figura del jefe de Estado. Razonando la quita, en su escasa relevancia y menor función. Sometiendo luego el decreto a la aprobación del Congreso. Mientras, el propio gobierno asumiría los irrelevantes trabajos y representaciones de la jefatura de Estado. Que, teniendo en cuenta su escasa importancia y escaso número, prácticamente ni lo iban a notar.
Por todo lo dicho anteriormente, y por otras muchas cosas, que seguramente se les ocurrirán a todos, la jefatura de Estado sobra. No es que estorbe mucho, pero resulta excesivamente onerosa, para tan poco rendimiento y peso político o social como tiene. Entre todo, lo más grave, casi seguro, sea el desmesurado costo de mantenimiento de esta jefatura real. Que no es precisamente una oficina, con un par de secretarios, un ordenanza, dos teléfonos y tres ordenadores. Sino un complejo palaciego. Lleno de familiares, amigos y amigas. Con cientos de hectáreas. Donde caben varios reyes. Con sus consejeros y varias novias… Con su flota de automóviles. Palacios de verano. Personal de mantenimiento. Viajes innecesarios. Chóferes. Guardaespaldas… El colegio de las niñas, etc. Al menos, unos ocho millones de euros, por año. O eso, dicen las cuentas del Reino.
Si el gobierno actual ha podido desenterrar a Franco, que también era inviolable, de su inexpugnable refugio… Si ha podido confinar en sus casas, es decir someter a arresto domiciliario, a cuarenta y tantos millones de ciudadanos, por razones de emergencia nacional sanitaria… Y si ha podido dejar sin fútbol (o sea la droga social menos prescindible que tenemos) a millones de aficionados con mono… Cómo no va a poder suspender, por absoluta alarma social, amén de por acuciantes necesidades presupuestarias, una simple e inoperante jefatura de Estado, cuyo censo de afectados, es escaso e insignificante.
Por qué no se puede, mediante un decreto razonado, y aceptado por sus señorías legisladoras, y ante una emergencia presupuestaria, suprimir sine die, la jefatura de Estado. Su desmesurado derroche, sus docenas de coches con mueble bar y sus otros etcéteras. La suspensión no tiene por qué ser traumática en lo político ni en lo social. No se trata de suspender la monarquía, abolirla o anularla. No habría guillotinas, destierros, ni nada de eso… Tampoco se tocaría la casa real, su fondo de armario político ni sus teocráticas justificaciones… Si alguien quiere llamarse rey, considerarse así y pasearse así con la corona puesta, creyéndose ungido por los dioses… pues adelante. Mientras se lo pague… Por otra parte, los nostálgicos coronarios, si los hay, pueden seguir siéndolo. Incluso fundar, o refundar un partido monárquico… Presentarse y ganar las elecciones, etc.
El debate sobre monarquía o república, ni siquiera existe. Nadie medianamente serio lo plantea en sus términos históricos correctos. Tampoco se necesita ningún referéndum. Ni siquiera anular expresamente los decretos franquistas sobre la sucesión arbitraria, desde 1947 a 1969. Sencillamente, lo que hay que hacer es prescindir provisionalemente, del puesto de jefe de Estado. Por manifiesta falta de rendimiento. Por ser innecesario y calculándole una indemnización laboral. Si las autoridades laborales lo determinan. Como se hace en cualquier empresa, fábrica o empleo.
En todo caso, el debate sobre la forma de gobierno no tienen sentido. Está muy clara su superación histórica. Si se quiere, la discusión podía ser sobre la necesidad o no de mantener, como adorno estúpido, ese trabajo incoloro, inodoro e insípido, que llamamos jefe de Estado. Y que debe de ser tan poco notable, que Franco lo llevaba con una mano. Mientras con la otra hacía de las suyas.
Otros ahorros: el Senado y la OTAN
Pero además, se podía aprovechar la emergencia presupuestaria y evitar que los reyes se sientan demasiado agraviados, por discriminación manifiesta. En el mismo decreto gubernamental, o en otro subsiguiente, se podía incluir algún que otro dispendio estatal. Tan innecesario como repelente y políticamente rechazado. Uno de ellos, el primero que se me ocurre, sería la suspensión, también sine die, del Senado. Que tiene tan poca, o menos, popularidad que la monarquía.
Su labor es asimismo difícil de justificar. Salvo porque sirve para hacer caja a algunos partidos, de esos que gastan como ricos, aunque dicen que legislan para pobres. Poca gente conoce a los senadores. Mucho menos lo que hacen. O siquiera, si hacen algo. Aparte de reunirse, viajar, hospedarse y comer en Madrid… por cuenta del presupuesto. Por algo le llaman «el cementerio de los elefantes políticos». Donde los principales partidos, mandan a morir dulcemente a alguno de sus pesos pesados.
Si se suspendiera el Senado, mientras dura la emergencia estatal presupuestaria, sus miembros siempre pueden volver a sus trabajos anteriores. Si los tuvieran. Y si no los hubieran, o no quieren trabajar… siempre pueden pasar a cobrar el suculento desempleo, del que disfrutan los más de 3,7 millones de desempleados actuales.
No menos importante, para aliviar actual emergencia estatal presupuestaria, podía ser la salida de la OTAN. Un organismo sobre el que no necesito extenderme mucho, pero con el que casi nadie está de acuerdo. Para empezar, la OTAN controla y grava directamente el perfil del presupuesto militar español, que sobrepasa al año los 11.500 millones de euros. Aunque no llega al 1% del PIB, es una cifra interesante para un Estado que hace ochenta años que no tiene conflictos exteriores.
A pesar de todo, las presiones de la OTAN para que alcance el 2% comprometido son cada vez mayores. Es decir, que dependiendo de la coyuntura bélica de Estados Unidos, que siempre tira al alza, a no tardar esta cantidad se pueden doblar. Es indiscutible que la posición geoestratégica de España y la actual coyuntura de alianzas en el seno de la Unión Europea hacen innecesario semejante barbaridad de gastos militares. La mayoría de ellos se malgastan en maquinaria bélica y armamento. Más si tenemos en cuenta que difícilmente este sería aprobado o aceptado por los ciudadanos.
Ya, en 1982, cuando se convocó fraudulentamente el referéndum para la entrada en este engendro militar, solo un 59 % de votantes, acudió a las urnas. Entre los que el resultado fue bastante ajustado (56% síes, contra 43% noes). Y eso que una parte de la pseudoizquierda del PSOE, traicionando sus principios, apostó por la alianza pro-yanqui. Tal vez, para justificar los alegres acuerdos de los gobiernos neoliberales, de González, con los gendarmes de Occidente.
A cambio de todo esto, además, España hipoteca indefinidamente su independencia política y militar. Teniendo que enfrentarse o participando directamente en conflictos con otros países (preferentemente islámicos). Con los que, de no pertenecer a este organismo controlado por Estados Unidos para defender sus intereses y su papel de gendarme mundial, no tendría contencioso alguno.
El decreto de emergencia presupuestaria, incluiría por tanto la salida temporal de España de la OTAN. Lo que equivale a la suspensión provisional de los acuerdos de 1982 y, si fuese preciso, una posterior revisión de los mismos. Incluso su definitiva derogación, como piden millones de ciudadanos. Lo que sería no solo un alivio financiero, sino un sano comportamiento político militar, en el aspecto de las relaciones internacionales. Y, por qué no, el preámbulo de una sensata declaración de neutralidad total, en el futuro.
Países europeos como Austria, Irlanda, Suecia, Suiza o Finlandia… no son miembros de la OTAN… España, ¿porqué si? A ver si tenemos la suerte de que, alguna vez, entre los papeles de González, aparece algún dato interesante sobre este deplorable asunto.
Resumen
No creo que sea muy difícil sumar el total de millones de euros que el presupuesto, en permanente estado de emergencia, podía ahorrarse de un solo plumazo. O de tres: jefatura de Estado, Senado, OTAN. Es decir, con una sola iniciativa, suficientemente parcelada, del gobierno y la autorización correspondiente del Congreso. Que en caso de oponerse a esta operación de ahorro nacional y racional, siempre tendría que «retratarse» ante sus electores. Con sus sinrazones.
Mientras el gobierno, si fuese políticamente honesto y valiente, e hiciera lo correcto, tan solo tendría que proponer a las Cortes la aprobación y modificaciones legislativas pertinentes. No habría que dar demasiadas explicaciones. Convocar ningún referéndum. Desposeer a ningún rey de su trono. Siempre que se lo gane, como todos en las urnas. Ni menos gillotinarle… Solo es preciso, tener voluntad y valentía política… Aunque mucho me temo que esto es demasiado pedir. Para la actual casta política.
Pero, por pedir… ahí lo dejo.
Josemari Lorenzo Espinosa
11 de agosto de 2020
Un comentario
Muy bueno el montaje de la foto. No lo había visto hasta ahora.