Cuba. Con el sol bajo el sombrero

Cuba, Anto­nio Rodrí­guez Sal­va­dor, Resu­men Lati­no­ame­ri­cano, 16 de julio del 2020

Nos moría­mos antes de ir por pri­me­ra vez a la escue­la, antes de haber­nos pues­to algu­na vez un par de zapa­tos, inclu­so antes de bal­bu­cear la pala­bra papá. Eso sí, nos bau­ti­za­ban como Dios man­da. El cura decía: «En el cie­lo, todos sere­mos igua­les; no habrá ricos ni pobres».
Eran tan­tas las bon­da­des del paraí­so; sobre todo tan atrac­ti­vas sus pre­ben­das para los más sufri­dos, que el vie­jo mío decía no enten­der por qué los ricos se afe­rra­ban como lapas a la bue­na vida. A veces tam­bién decía: «Caram­ba, se la pasan rezan­do por ganar­se el comu­nis­mo del cie­lo; no sé por qué tan­to lo com­ba­ten en la tie­rra». Por este y otros chis­tes cier­ta vez fue lle­va­do pre­so al cuar­tel. El tenien­te lo miró ceñu­do por sobre los espe­jue­los, y le dijo: «Chi­cho, ten­go infor­ma­ción de que ano­che usted esta­ba hablan­do mal del gobierno».
Mi padre, que cuan­do pilla­ba una para­do­ja o hil­va­na­ba un chas­ca­rri­llo jamás se los calla­ba, sin pen­sar­lo dos veces, le dijo: «Mire, tenien­te, qui­zá la úni­ca noche que yo no he habla­do mal del gobierno fue ano­che». Y tuvo suer­te. Quién sabe si por­que al ofi­cial le gus­ta­ban las déci­mas y las can­tu­rías como al vie­jo, o por­que era un secre­to a voces que ya Cami­lo y el Che esta­ban lle­gan­do a Las Villas, por esa vez libró.
Pero no todos tuvie­ron la mis­ma for­tu­na. Por ejem­plo, ape­nas un año atrás, el úni­co médi­co que en Taguas­co aten­día a los pobres sin cobrar­les fue ase­si­na­do por los guar­dias cuan­do qui­so curar a un revo­lu­cio­na­rio.
Enton­ces nos que­da­mos con cier­to doc­tor que cobra­ba cin­co pesos por tan solo apli­car un este­tos­co­pio en la espal­da. Mi madre, que ape­nas cobra­ba uno por enta­llar un ves­ti­do, aho­rra­ba medi­ci­nas «qui­tán­do­nos el sol» con un vaso de agua en la cabe­za, o curán­do­nos el «empa­cho» con sobos de man­te­ca calien­te.
En ver­dad, pare­cía bueno morir­se y así via­jar a un sitio don­de jamás habría dolor ni ham­bre. Vivir de muer­to allá arri­ba, oyen­do músi­ca y vien­do aven­tu­ras y pelí­cu­las como en casa de Pepe el boti­ca­rio, due­ño de la úni­ca tv que había en varios kiló­me­tros a la redon­da.
Quién pue­de hablar­me de dolo­res a mí, que siem­pre tuve mala den­ta­du­ra: «Eso es por fal­ta de cal­cio», dic­ta­mi­na­ba mi madre, y, como no había leche, me daba de beber mucha agua de pozo. Dicen que aquel dolor me duró una sema­na, pero en el recuer­do estu­ve como un año dán­do­me buches de agua con sal. Mi madre no logra­ba clien­te­la para su máqui­na de coser, y el saca­mue­las exi­gía tres pesos por extraer la pie­za. No le pue­do fiar, decía el den­tis­ta, y la vie­ja lo mira­ba en silen­cio. Un atro­na­dor silen­cio.
Como cier­to día empe­za­ron a dar­les casas a los gua­ji­ros, por un lado, mejo­ré con res­pec­to a mis pri­mos. Por otro, sin embar­go, esta­ba peor: por fin mis abue­los eran due­ños de la tie­rra que tan­to habían tra­ba­ja­do al 50 %, y acos­tum­bra­dos como esta­ban a medio comer, de pron­to les sobra­ba algo. Así que los fines de sema­na yo me iba has­ta allá para acu­mu­lar reser­vas. Aún no tenían luz eléc­tri­ca, pero esta­ba mi tío Miguel que era como la radio.
Por las noches mis pri­mos y yo nos íba­mos a la pun­ta de la loma para escu­char sus cuen­tos. Delan­te, a lo lejos, esta­ban las luces de Jati­bo­ni­co; detrás, las de Taguas­co. Mi tío decía que arri­ba no había paraí­so alguno, sino que las estre­llas eran luces de otros pue­blos. Dibu­ja­ba calles y ave­ni­das en las cons­te­la­cio­nes, y cuan­do pasa­ba una estre­lla fugaz, decía: «Miren, ahí va un cho­fer borra­cho». Algu­na vez tam­bién seña­ló vas­tas zonas oscu­ras del cie­lo, don­de ape­nas titi­la­ban estre­llas opa­cas, y ensi­mis­ma­do nos dijo: «La mayo­ría son como noso­tros: se alum­bran con lám­pa­ras de kero­seno».
Mi abue­lo pen­sa­ba que esos cuen­tos no eran bue­nos para los niños. Con el repro­che en los ojos, miró a Miguel y le dijo: «Vere­mos a quién le pides cuan­do no llue­va y las vacas sean puros hue­sos». Lo mis­mo que mi padre, tío Miguel tam­bién tenía el don de cazar dichos y para­do­jas; pero a veces estas se le dor­mían en la len­gua. Lue­go, cuan­do el abue­lo se fue, nos dijo: No se preo­cu­pen, por estas tie­rras quien esta­ba era el dia­blo, y ha teni­do que irse echan­do.
Un día lle­ga­ron unos bul­dó­ce­res y repre­sa­ron el arro­yo. Lue­go apa­re­ció un camión con una caja gran­de y, den­tro de ella, había una tur­bi­na de petró­leo. Noso­tros nos que­da­mos lelos miran­do aquel apa­ra­to enor­me que ser­vi­ría para llo­ver jus­to cuan­do no toca­ba. El abue­lo ele­vó las manos y dijo: «Hay que pren­der una vela». A tío Miguel le bri­lla­ron los ojos, pero otra vez mor­dió su len­gua, y final­men­te nos que­da­mos sin saber qué hubie­ra dicho.
De repen­te mi abue­la sacu­dió la esco­ba de pal­mi­che y apun­tan­do hacia el pla­ta­nal nos orde­nó: «Arri­ba mucha­chos, vayan a coger un par de galli­nas y lue­go cor­ten un raci­mo de plá­ta­nos. Vamos a hacer­les un buen almuer­zo a los mecánicos».

La foto, de extra­or­di­na­rio sim­bo­lis­mo, fue toma­da duran­te el acto del 26 de Julio de 1959, en el que cien­tos de miles de cam­pe­si­nos de todo el país lle­ga­ron a la capi­tal a rati­fi­car masi­va­men­te su res­pal­do a la Revo­lu­ción triun­fan­te. Foto: Kor­da, Alberto

Toma­do de Gran­ma (Cola­bo­ra­ción de RC)

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