Las supuestas revelaciones del general Monzón, un antiguo miembro de los servicios de inteligencia de la época del fascismo, transmiten dos erróneas concepciones de la transición: que fue un cambio ficticio y, además, que se llevó a cabo bajo la batuta de la CIA. Esas concepciones son tan falsas como aquella aquellas que equiparan la transición a una traición o a una transacción.
Para que haya una traición previamente tiene que haber una confianza, lo cual supone admitir que quienes así la consideran ahora anteriormente sostuvieron algún tipo de ilusiones con las organizaciones reformistas que participaron en ella, fundamentalmente el PCE. Se trata de aquellos a quienes el cambio les ha sabido a poco. Ellos querían más o querían algo distinto. ¿Una revolución acaso?
En lo que a mí personalmente me concierne jamás me sentí traicionado por el cambio que se produjo en los años setenta, con lo cual defiendo que ‑en efecto- existió un cambio. Tampoco me sentí defraudado por quienes lo llevaron a cabo, los fascistas, ni por aquellos, como el PCE, que colaboraron con los fascistas en dicho cambio. Por lo tanto, yo procuro no hablar de traición.
Tampoco hubo transacción alguna porque los reformistas no tenían nada que vender a cambio, sino sólo a sí mismos, su dignidad. Pero yo creo que carecían de ella. Sólo se prestaron al juego porque sin ellos, es decir, sin la parafernalia de partidos y colectivos, el fascismo hubiera seguido en blanco y negro y una “democracia” necesita color. En fin, los partidos reformistas se vendieron a sí mismos, se prestaron a dejarse utilizar en beneficio de los planes fascistas.
Además, el general Monzón pone en primer plano a Estados Unidos, a terceros países, con pleno desconocimiento de la naturaleza del imperialismo y, más en concreto, de su política exterior en los años setenta, es decir, en plena guerra fría, no sólo con respecto a España sino a otros países con los que se puede comparar, como Portugal, Chile o Italia, por ejemplo. Situados a ese nivel, la transición se hubiera debido analizar en relación con la posición del imperialismo respecto a la Revolución de los Claveles, el golpe de Estado en Chile o a las turbias acciones de Gladio en Italia.
Ese tipo de análisis se hubiera tenido que complementar con su simétrico, la política exterior española, para lo cual habría que haber entendido que el imperialismo no es esa pirámide que muchos imaginan en sus fantasías, que bajo el imperialismo no existe ni puede existir una sumisión a los dictados de cualquier potencia por grande que sea, ni siquiera en el caso de un país de segunda división en el tablero internacional, como es España.
Esa imagen piramidal que se suele vincular con cierta concepción de la “hegemonía” es errónea, incluso en aquella época de la guerra fría, incluso para el antecedente inmediato de la Unión Europea, que entonces se llamaba “Mercado Común”, e incluso para España. Si eso no está claro, es imposible aclarar que la transición fue ‑entre otras cosas- un giro de la política exterior española para sacudirse el peso de Estados Unidos y acercarse al “Mercado Común”, bien entendido que no se trataba sólo de incorporarse al mismo sino de asociarse a una política exterior diferente, propia de ciertos países de Europa, en la que España pudiera tener una mayor autonomía, para lo cual hay que tener en cuenta que entonces España no pertenecía a la OTAN, ni había firmado el Pacto de No Proliferación Nuclear (“armas de destrucción masiva”), ni había reconocido al Estado de Israel, por poner algunos ejemplos ilustrativos.
En todos los países del mundo, la política exterior está estrechamente asociada a la política militar, incluso físicamente, es decir, que son militares o, mejor dicho, un cierto tipo de militares, quienes la diseñan. En España ocurre lo mismo, con la salvedad de que aquí el franquismo destaca precisamente por el peso de los altos oficiales dentro del conjunto del aparato del Estado y de que la estúpida personalización que ha llevado a cabo la historiografía en la figura de Franco, contribuye también a distorsionar la política exterior del régimen.
El verdadero núcleo del franquismo y de los cambios introducidos por el franquismo no fue Franco, un general africanista del ejército de Tierra, sino Carrero Blanco, un almirante de la Armada. El ejecutor material del giro en la política exterior del franquismo fue uno de sus colaboradores: el bilbaíno Fernando Castiella, quien permaneció entre 1957 y 1969, doce años clave, al frente del Ministerio de Asuntos Exteriores.
Cuando murió Castiella en la transición, el ministro de Asuntos Exteriores era otro vasco, Oreja Aguirre, quien en un discurso rindió homenaje a su predecesor, de quien pronunció dos frases para recordar. La primera es que “Gibraltar no era una obsesión de Castiella, Gibraltar fue para él, y lo es para nosotros, la clave de toda una concepción de la política exterior de España”. La segunda es aún más interesante: “El Estado español ha carecido de una auténtica política exterior en los dos últimos siglos de su historia […] Castiella supone, precisamente, una de las pocas excepciones, un raro momento en el que se pretende planificar ordenadamente una actuación permanente”. En definitiva, Oreja Aguirre se declaró un continuador de la política exterior de su predecesor en el cargo, es decir, que también en lo que a la política exterior se refiere, la transición fue una continuación del franquismo. Pero no de cualquier política, sino de la que se puso en marcha en los años sesenta.
En aquella época, la referencia europea no era Alemania, como ahora, sino Francia y lo que Carrero pretendía para España es lo mismo que De Gaulle estaba llevando a cabo al otro lado de los Pirineos, en donde el ejército a pesar de pertenecer a la OTAN, quedaba fuera de su estructura militar y mantenía una política exterior alejada de Estados Unidos, para lo cual impuso la nuclearización del país, tanto militar como civil.
Es una obviedad recordar que la política exterior también está asociada a la interior, a la política sin más y, en el caso de Carrero, hay que insistir en que fue él quien creó los servicios de inteligencia fascistas, que son los mismos, e incluso las mismas personas, que siguen en la actualidad, incluído el general Monzón, ahora jubilado.
Es interesante que en sus memorias el general recuerde a otro general, Díez Alegría, que entonces estaba situado por encima de él en la cadena de mando y que también procedía de los servicios secretos militares. Pues bien, en aquella época el general Díez Alegría estaba considerado como el militar liberal (“aperturista”, se decía entonces) por antonomasia y hay que recordar que en 1974 fue depurado del ejército a causa de un viaje a Bucarest, es decir, al otro lado del Telón de Acero, para negociar la transición con Carrillo en nombre del franquismo.
Como consecuencia de aquel viaje, una parte del ejército, ligada a la CIA, presionó para depurarle del Alto Estado Mayor y marcar a los negociadores una línea roja que no se podía cruzar: el régimen nunca legalizaría al PCE.
Aparentemente el general Díez Alegría tiró la toalla. Dejó su puesto para que otro general de los servicios secretos militares, Gutiérrez Mellado, auténtico baluarte del gobierno de Suárez, siguiera la misma línea de cambios que la inteligencia militar tenía trazada desde los tiempos de Carrero Blanco, incluso en lo que a la legalización del PCE concierne.
Hubo varios factores que contribuyeron a ello y, por lo tanto, a que una parte del ejército se sintiera traicionada por dicha legalización, ya que les habían prometido que, en efecto, el PCE jamás sería legalizado, ya que para eso habían ganado la guerra civil que, en la retórica fascista, había sido una guerra contra el comunismo.
No es el momento ahora de exponer dichos factores, que están relacionados ‑sobre todo- con el hecho de que en aquella época el PCE ya era una piltrafa. Lo interesante es poner de manifiesto las divisiones internas del régimen que, en el caso de los militares, reflejaban la política de Estados Unidos respecto a España y a otros países: Estados Unidos siempre se opuso ‑desde un principio- a los cambios que el régimen fascista pretendió introducir para sucederse a sí mismo. Por lo tanto, la CIA no sólo no patrocinó la transición sino que se opuso frontalmente a ella, como se opuso a los cambios que se trataron de llevar a cabo en otros países en aquella misma época, especialmente en Portugal, Chile e Italia.
Esta oposición es lo que explica que en aquellos años se desencadenara la oleada de crímenes fascistas y la aparición de bandas parapoliciales del tipo de las que hoy se califican como “neonazis”. Entre otras cosas, la transición se caracteriza también por la aparición de grupos como la Triple A o los Guerrilleros de Cristo Rey que, en buena parte, procedían de terceros países, como Italia, en donde eran una prolongación de la OTAN. Su papel consistió en intimidar a las masas y sacarlas de la calle, impedir “la violencia” de tal manera que todo se pudiera manejar en los despachos, como les gusta a los servicios secretos.
Es un error concebir al franquismo como un régimen monolítico, sobre todo en su última etapa. Pero también es un error considerar que la CIA o Estados Unidos en su conjunto pudieran manejar los hilos del un país, por débil que sea, como si fuera una marioneta. Ahora bien, lo importante es tener en cuenta que si el franquismo no funcionaba como una unidad, ¿con qué parte del mismo se alineó la CIA?, ¿con los que querían cambiarlo? Si alguien piensa de esa manera no sólo no conoce lo que es el imperialismo, sino que tampoco conoce la España de la segunda mitad del siglo pasado.
Para que haya una traición previamente tiene que haber una confianza, lo cual supone admitir que quienes así la consideran ahora anteriormente sostuvieron algún tipo de ilusiones con las organizaciones reformistas que participaron en ella, fundamentalmente el PCE. Se trata de aquellos a quienes el cambio les ha sabido a poco. Ellos querían más o querían algo distinto. ¿Una revolución acaso?
En lo que a mí personalmente me concierne jamás me sentí traicionado por el cambio que se produjo en los años setenta, con lo cual defiendo que ‑en efecto- existió un cambio. Tampoco me sentí defraudado por quienes lo llevaron a cabo, los fascistas, ni por aquellos, como el PCE, que colaboraron con los fascistas en dicho cambio. Por lo tanto, yo procuro no hablar de traición.
Tampoco hubo transacción alguna porque los reformistas no tenían nada que vender a cambio, sino sólo a sí mismos, su dignidad. Pero yo creo que carecían de ella. Sólo se prestaron al juego porque sin ellos, es decir, sin la parafernalia de partidos y colectivos, el fascismo hubiera seguido en blanco y negro y una “democracia” necesita color. En fin, los partidos reformistas se vendieron a sí mismos, se prestaron a dejarse utilizar en beneficio de los planes fascistas.
Además, el general Monzón pone en primer plano a Estados Unidos, a terceros países, con pleno desconocimiento de la naturaleza del imperialismo y, más en concreto, de su política exterior en los años setenta, es decir, en plena guerra fría, no sólo con respecto a España sino a otros países con los que se puede comparar, como Portugal, Chile o Italia, por ejemplo. Situados a ese nivel, la transición se hubiera debido analizar en relación con la posición del imperialismo respecto a la Revolución de los Claveles, el golpe de Estado en Chile o a las turbias acciones de Gladio en Italia.
Ese tipo de análisis se hubiera tenido que complementar con su simétrico, la política exterior española, para lo cual habría que haber entendido que el imperialismo no es esa pirámide que muchos imaginan en sus fantasías, que bajo el imperialismo no existe ni puede existir una sumisión a los dictados de cualquier potencia por grande que sea, ni siquiera en el caso de un país de segunda división en el tablero internacional, como es España.
Esa imagen piramidal que se suele vincular con cierta concepción de la “hegemonía” es errónea, incluso en aquella época de la guerra fría, incluso para el antecedente inmediato de la Unión Europea, que entonces se llamaba “Mercado Común”, e incluso para España. Si eso no está claro, es imposible aclarar que la transición fue ‑entre otras cosas- un giro de la política exterior española para sacudirse el peso de Estados Unidos y acercarse al “Mercado Común”, bien entendido que no se trataba sólo de incorporarse al mismo sino de asociarse a una política exterior diferente, propia de ciertos países de Europa, en la que España pudiera tener una mayor autonomía, para lo cual hay que tener en cuenta que entonces España no pertenecía a la OTAN, ni había firmado el Pacto de No Proliferación Nuclear (“armas de destrucción masiva”), ni había reconocido al Estado de Israel, por poner algunos ejemplos ilustrativos.
En todos los países del mundo, la política exterior está estrechamente asociada a la política militar, incluso físicamente, es decir, que son militares o, mejor dicho, un cierto tipo de militares, quienes la diseñan. En España ocurre lo mismo, con la salvedad de que aquí el franquismo destaca precisamente por el peso de los altos oficiales dentro del conjunto del aparato del Estado y de que la estúpida personalización que ha llevado a cabo la historiografía en la figura de Franco, contribuye también a distorsionar la política exterior del régimen.
El verdadero núcleo del franquismo y de los cambios introducidos por el franquismo no fue Franco, un general africanista del ejército de Tierra, sino Carrero Blanco, un almirante de la Armada. El ejecutor material del giro en la política exterior del franquismo fue uno de sus colaboradores: el bilbaíno Fernando Castiella, quien permaneció entre 1957 y 1969, doce años clave, al frente del Ministerio de Asuntos Exteriores.
Cuando murió Castiella en la transición, el ministro de Asuntos Exteriores era otro vasco, Oreja Aguirre, quien en un discurso rindió homenaje a su predecesor, de quien pronunció dos frases para recordar. La primera es que “Gibraltar no era una obsesión de Castiella, Gibraltar fue para él, y lo es para nosotros, la clave de toda una concepción de la política exterior de España”. La segunda es aún más interesante: “El Estado español ha carecido de una auténtica política exterior en los dos últimos siglos de su historia […] Castiella supone, precisamente, una de las pocas excepciones, un raro momento en el que se pretende planificar ordenadamente una actuación permanente”. En definitiva, Oreja Aguirre se declaró un continuador de la política exterior de su predecesor en el cargo, es decir, que también en lo que a la política exterior se refiere, la transición fue una continuación del franquismo. Pero no de cualquier política, sino de la que se puso en marcha en los años sesenta.
En aquella época, la referencia europea no era Alemania, como ahora, sino Francia y lo que Carrero pretendía para España es lo mismo que De Gaulle estaba llevando a cabo al otro lado de los Pirineos, en donde el ejército a pesar de pertenecer a la OTAN, quedaba fuera de su estructura militar y mantenía una política exterior alejada de Estados Unidos, para lo cual impuso la nuclearización del país, tanto militar como civil.
Es una obviedad recordar que la política exterior también está asociada a la interior, a la política sin más y, en el caso de Carrero, hay que insistir en que fue él quien creó los servicios de inteligencia fascistas, que son los mismos, e incluso las mismas personas, que siguen en la actualidad, incluído el general Monzón, ahora jubilado.
Es interesante que en sus memorias el general recuerde a otro general, Díez Alegría, que entonces estaba situado por encima de él en la cadena de mando y que también procedía de los servicios secretos militares. Pues bien, en aquella época el general Díez Alegría estaba considerado como el militar liberal (“aperturista”, se decía entonces) por antonomasia y hay que recordar que en 1974 fue depurado del ejército a causa de un viaje a Bucarest, es decir, al otro lado del Telón de Acero, para negociar la transición con Carrillo en nombre del franquismo.
Como consecuencia de aquel viaje, una parte del ejército, ligada a la CIA, presionó para depurarle del Alto Estado Mayor y marcar a los negociadores una línea roja que no se podía cruzar: el régimen nunca legalizaría al PCE.
Aparentemente el general Díez Alegría tiró la toalla. Dejó su puesto para que otro general de los servicios secretos militares, Gutiérrez Mellado, auténtico baluarte del gobierno de Suárez, siguiera la misma línea de cambios que la inteligencia militar tenía trazada desde los tiempos de Carrero Blanco, incluso en lo que a la legalización del PCE concierne.
Hubo varios factores que contribuyeron a ello y, por lo tanto, a que una parte del ejército se sintiera traicionada por dicha legalización, ya que les habían prometido que, en efecto, el PCE jamás sería legalizado, ya que para eso habían ganado la guerra civil que, en la retórica fascista, había sido una guerra contra el comunismo.
No es el momento ahora de exponer dichos factores, que están relacionados ‑sobre todo- con el hecho de que en aquella época el PCE ya era una piltrafa. Lo interesante es poner de manifiesto las divisiones internas del régimen que, en el caso de los militares, reflejaban la política de Estados Unidos respecto a España y a otros países: Estados Unidos siempre se opuso ‑desde un principio- a los cambios que el régimen fascista pretendió introducir para sucederse a sí mismo. Por lo tanto, la CIA no sólo no patrocinó la transición sino que se opuso frontalmente a ella, como se opuso a los cambios que se trataron de llevar a cabo en otros países en aquella misma época, especialmente en Portugal, Chile e Italia.
Esta oposición es lo que explica que en aquellos años se desencadenara la oleada de crímenes fascistas y la aparición de bandas parapoliciales del tipo de las que hoy se califican como “neonazis”. Entre otras cosas, la transición se caracteriza también por la aparición de grupos como la Triple A o los Guerrilleros de Cristo Rey que, en buena parte, procedían de terceros países, como Italia, en donde eran una prolongación de la OTAN. Su papel consistió en intimidar a las masas y sacarlas de la calle, impedir “la violencia” de tal manera que todo se pudiera manejar en los despachos, como les gusta a los servicios secretos.
Es un error concebir al franquismo como un régimen monolítico, sobre todo en su última etapa. Pero también es un error considerar que la CIA o Estados Unidos en su conjunto pudieran manejar los hilos del un país, por débil que sea, como si fuera una marioneta. Ahora bien, lo importante es tener en cuenta que si el franquismo no funcionaba como una unidad, ¿con qué parte del mismo se alineó la CIA?, ¿con los que querían cambiarlo? Si alguien piensa de esa manera no sólo no conoce lo que es el imperialismo, sino que tampoco conoce la España de la segunda mitad del siglo pasado.