Llama la atención que a cada visita a Euskal Herria de los ministros de Interior, Justicia o lo que toque, la cita y el mensaje sean siempre uniformes. No hay colores, ni alusiones a la mala fortuna con la lluvia y el mal tiempo pegado al Norte, como sucedió hace décadas con el paseo de Himmler por Donostia y Gasteiz. No hay tiempo que perder. Avión oficial, foto de familia, y palabras las justas: «un relato veraz». ¿Qué es eso del relato veraz? Por si se han perdido los últimos capítulos, propongo un sencillo ejercicio de memoria. Reciente e irónico, por si hay dudas.
Corrían tiempos convulsos, los obreros alteraban la marcha de las fábricas, los maestros enseñaban el comunismo y el separatismo en las escuelas, los campesinos robaban las tierras y los «sin sombrero» quemaban iglesias. Un viento antinatural azotaba España, espoleado por una leyenda negra forjada en la cuna del protestantismo, de la Pérfida Albión y de la masonería francesa. La proletaria y criminal Rusia no se quedaba a la zaga.
No hubo otra solución, para terminar con aquel caos, que la ofrecida por el Ejército Salvador, cuna de la esencia española, materia de la españolidad que ya asombró al mundo en América. Los descamisados y alpargateros, los ruines antiespañoles, los regionalistas exacerbados se opusieron a los designios divinos, a los patriotas, y provocaron un enfrentamiento fraticida que a punto estuvo de llevar al país a la ruina. Hubo muchos muertos por ambos bandos, pero el deber nacional exigía el máximo compromiso.
Costó enderezar el rumbo. Una situación excepcional requería de respuestas excepcionales. Algunas de ellas trabajosas de entender. Pero los valores supremos estaban por encima de los matices. El sufragio, el parlamento, la educación laica, la libertad de prensa, los estatutos de autonomía… habían provocado la ruina intelectual y material de España, abriendo las puertas al marxismo y a la escisión territorial. Se suspendieron temporalmente. Por eso fue una época con claroscuros. Se hicieron carreteras, pantanos, barriadas. Se llevó la energía a las casas, surgieron cinturones de desarrollo. Se modernizó el país probablemente al menor ritmo del deseado. No cabía otra.
A pesar de las dificultades, España resurgió de sus cenizas con el esfuerzo de todos, aunque la leyenda negra no dejó de atizarla. Aun así, fue una época dinámica. Con jocosidad se decía aquello de la reserva espiritual de Occidente, con seriedad el bastión contra el comunismo y, aunque fuera simbólicamente, se derrotó a Rusia con aquel gol de Marcelino. El país se recuperó a costa de sufrimiento y entrega. Con resignación, pero sin descanso.
Murió el antepenúltimo jefe de Estado y los españoles hicieron un gran esfuerzo por superar el pasado. Se acotaron acuerdos políticos y sindicales, se llegó a un gran pacto de reconciliación y, entre todos, surgió una constitución que resultó del agrado de la inmensa mayoría. Se respetaron los regionalismos de la nación y se dotó de autonomía a las comunidades hispanas. Europa desvió, con envidia, su mirada hacia España, protagonista de un ejemplar modelo de transición de un sistema absolutista hacia una democracia plena. La monarquía ejerció de guía y enfiló la libertad.
Sin embargo, un grupo de exaltados, dominados por ideas antidemocráticas, marxistas y separatistas, renunciaron a la libertad y pretendieron romper con la paz de tantas décadas, con la tolerancia innata de los españoles. En los últimos años del régimen anterior ya habían dado muestras de su intransigencia, cometiendo un execrable magnicidio. Asesinaron al presidente del Gobierno, almirante Carrero Blanco, artífice de la primera y compleja transición hacia la democracia.
Imbuidos por la internacional comunista, que libraba batallas contra la democracia en Cuba, Vietnam o Corea, y contaminados por la ideología del totalitarismo de Moscú y Pekín, una minoría de profesionales del terror comenzó su particular guerra contra los españoles, alimentando el odio y la limpieza étnica. Para llevar a cabo su macabra estrategia, se surtieron de armas en el mercado negro, acordaron acuerdos con otros grupos anti-sistema en España y Europa, y se infiltraron en instituciones, medios y organismos surgidos al amparo de la democracia. Se sirvieron de ella para intentar descuartizarla.
En unas décadas, la presión sobre el País Vasco fue asfixiante. Empresarios, profesores universitarios, ciudadanos sin currículo tuvieron que abandonar sus hogares. Hasta 350.000. El miedo fue de tal magnitud que en algunas localidades, como Hernani, Amoroto o Arrasate, la minoría fanatizada se hizo con el control total de sus municipios. Fueron declaradas «zonas liberadas», con la pretensión de ampliar sus dominios.
Los antidemócratas se hicieron con el mando de la educación, aleccionando a los niños en el odio a España, prohibieron el castellano en las instituciones y crearon una gigantesca red de negocio a través de cooperativas, entidades de crédito y empresas dedicadas a la extorsión. Recibieron el apoyo de otros nacionalistas e incluso, en determinadas épocas, de socialistas constitucionalistas que, sin superar el rencor histórico, soñaban con veleidades republicanas.
Inventaron un país que jamás existió, Euskal Herria, y pretendieron extender sus fronteras hacia Navarra y Francia. A través de las escuelas, proyectaron vitalizar una lengua rural, el vascuence, apenas utilizada. Cambiaron signos, puntuaciones, y embadurnaron el País Vasco de pancartas y carteles con los nombres de quienes no se dejaron engatusar con la deriva extremista.
Semejante coacción llegó a alterar el mapa electoral. Quienes no se habían exiliado vivían entre el temor y la desconfianza a ser delatados por su condición. No se atrevían ni siquiera a votar y, si lo hacían, llegaron a cambiar su intención por miedo a represalias. Nada de lo que parecía ser el País Vasco era real. Solo calumnias y manipulaciones.
Esta calaña llegó a asesinar, en 50 años, a más de mil demócratas, comenzando por el inspector Melitón Manzanas y concluyendo con otros servidores de la ley, el último en Francia. En cambio, y como ya lo supo Kofi Annan, exsecretario de Naciones Unidas, cuando este grupo fanatizado anunció su última tregua trampa, los valedores de la unidad de España jamás habían provocado víctima alguna.
La necesidad de este relato veraz se comprende por esa leyenda negra que nunca ha dejado de sobrevolar sobre la España verdadera. Una leyenda negra alentada en la actualidad por terroristas de la pluma, por organismos al servicio de la inquina, por nocivos españoles, envidiosos de la rapidez con la que el país ha podido salir de una severa crisis económica que provocó una apretura colectiva del cinturón.
Una leyenda negra que da pábulo a fanzines separatistas y racistas, a supuestos organismos internacionales de derechos humanos, a fábulas como la de la autodeterminación surgidas para tribus africanas, a conspiraciones grotescas contra el sostén de la democracia más admirada de Europa, la monarquía y las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado.
Una leyenda negra desenmascarada pero que resurge como hidra. Con sus manuales para denunciar supuestos malos tratos, con el único objetivo de socavar las instituciones, con libros maliciosos, con películas perversas, con relatos estrambóticos. A la que hay que combatir con la misma intensidad que se combate al delincuente.
Porque aunque haya que repetirlo una y cien veces, en las escuelas en vascuence se sigue incitando al odio, los 350.000 exiliados aún no han regresado al País Vasco, los empresarios siguen acogotados por la auto llamada «mayoría sindical vasca» y el voto aún no es libre. Las manifestaciones separatistas ahondan en la división social, en el enfrentamiento entre comunidades y en desarrollo pleno a la libertad. Una libertad, brillante y trabajosamente conseguida, que hay que defender con un relato contundentemente veraz.
Amén.