El reelegido presidente colombiano Juan Manuel Santos logró derrotar en las últimas elecciones a su contrincante Oscar Iván Zuluaga, debido a que era la única opción posible de que en esa nación sudamericana se alcance una relativa paz después de 50 años de guerra.
Esa resultó la verdadera causa para que se alzara con una victoria sobre su contrincante, y declarado delfín del ex mandatario Álvaro Uribe, quien apostó todas las cartas a eliminar por medio de las armas a las guerrillas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y del Ejército de Liberación Nacional (ELN) que han demostrado tener capacidad, organización y potencia para rechazar las numerosas operaciones lanzadas contra ellos a lo largo de medio siglo.
Pero la gran mayoría de la población colombiana espera no solo la llegada de la paz sino también la eliminación de las represiones a los movimientos obreros y campesinos; la ejecución de una verdadera política social que saque de la pobreza a millones de sus habitantes; la creación de empleos estables; la posibilidad de educación y atención médica gratuita para la gran mayoría desfavorecida.
Y como muchos analistas y la propia población colombiana aseguran, será muy difícil alcanzar esas demandas con la implementación de medidas neoliberales y libre comercio que se han implementado en los últimos años.
Memorables fueron las palabras del presidente Santos quien en una conferencia en la Casa Blanca junto a su homólogo Barack Obama significó que hacía dos décadas soñaba con la suscripción del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos (TLC), que por fin entró en vigor el 15 de mayo de 2012.
Si Santos soñaba con la firma del TLC, su antecesor Álvaro Uribe lo convirtió prácticamente en obsesión total para entregar en bandeja de plata, industrias, tierras y hasta la soberanía del país a las transnacionales y a su fiel aliado, Estados Unidos.
Recordemos que Uribe, sus ministros y empresarios viajaron en múltiples ocasiones a Washington para convencer a los congresistas norteamericanos que se oponían al TLC (similar gestión realizó Santos) y con ese fin, Bogotá abrió el territorio colombiano a las tropas estadounidenses e impulsó las privatizaciones en amplios sectores de la economía.
Con todas las facilidades se incrementaron las ventas de empresas de producción y servicios como las compañías eléctricas de Boyacán, Pereira, Cundinamarca, Santander, Norte de Santander, Meta y Termocandelaria; grandes extensiones de terreno para la extracción de minerales y la agricultura extensiva; construcción de hidroeléctricas con las consecuentes afectaciones a los pobladores originales y al medio ambiente.
En las oleadas de privatizaciones cayeron los Banco Popular y el Colpatria; las empresas inmobiliarias, servicios de agua potable, alcantarillado, la educación, salud y seguros.
Las 1531 páginas que componen los documentos del TLC se dirigen directamente a desarticular la soberanía del país al convertirlo en Ley tutelada por lineamientos internacionales mediante el cual ningún organismo del Estado puede aprobar algo que contradiga ese texto. Solo Washington ostenta el derecho a realizar modificaciones a la ley con las consabidas ventajas a su favor.
Para reforzar el cerco neoliberal del TLC, Colombia se comprometió dentro del acápite de la Propiedad Intelectual, a ceñirse por otros cuatro acuerdos internacionales que favorecen la penetración y libre accionar de las transnacionales estadounidenses en el país, sin tener que responder por reclamaciones ambientales, despidos laborales y violaciones de derechos humanos.
A lo largo de 2013 y principios de 2014 ocurrieron en el país numerosas huelgas obreras y campesinas que reclamaban empleos; alto a los despidos; demandas de tierras y detener la competencia abismal que tienen los productores con respecto a las mercancías y productos importados.
Las manifestaciones, marchas, plantones, bloqueos de carreteras por campesinos, productores agrarios y sectores solidarios fueron masivas y en la mayoría de los casos la represión militar y policial resultaron las formas utilizadas por el gobierno para sofocarlas.
Dos hechos ocurrieron inmediatamente tras la victoria del reelegido presidente: primero, la visita del vicepresidente estadounidense Joe Biden a Bogotá que según las informaciones fue a conocer sobre las conversaciones de paz entre el gobierno y la guerrilla, y recordarle a Santos la importancia de mantener las estrechas relaciones bilaterales. Como se desprende, el control es necesario para que las cosas no se salgan del cauce.
Seguidamente, el flamante presidente viajó a Nayarit, México, donde participó en la IX Cumbre de la Alianza del Pacífico, un bloque político-comercial, integrado por Chile, Perú, Colombia y México, cuya fundación tuvo lugar en abril de 2011 en Lima, Perú y se consolidó en la reunión de Chile en junio de 2012.
A partir de ese momento, l os gobiernos neoliberales de la región, bajo la orientación de Estados Unidos se han agrupado con el objetivo de debilitar la unión e integración Latinoamérica y por eso los analistas lo consideran como una forma de Washington de introducir una nueva versión del famoso Caballo de Troya.
En la Cumbre de Nayarit, Santos volvió a llenar de loas a la organización y auguró un gran futuro para sus miembros.
El presidente boliviano Evo Morales, refiriéndose a la Alianza del Pacífico, denunció durante la II Cumbre de la CELAC efectuada en enero en La Habana, que los servicios básicos como el agua y la energía no pueden ser un negocio privado para nuestros pueblos, pues son derechos fundamentales para el ser humano.
En Colombia, el senador por el Polo Democrático Alternativo, Jorge Robledo señaló que la Alianza y lo que emana de ella es un garrotazo al campo colombiano, terminará de arruinar el agro y la industria e incrementará el desempleo y el atraso productivo.
En definitiva, se abre otra nueva etapa para el presidente Juan Manuel Santos en la cual no solo tendrá que lograr los acuerdos de paz con los movimientos guerrilleros sino también realizar mejoras sociales y económicas a favor de la mayoritaria población pobre del país, las que no se alcanzarán mediante políticas neoliberales.