La repre­sión fran­quis­ta con­tra la mujer: las rapadas

Poco se ha habla­do acer­ca de la repre­sión ejer­ci­da sobre las muje­res repu­bli­ca­nas —espe­cí­fi­ca­men­te sobre ellas— duran­te la Gue­rra Civil y la pos­gue­rra. Nume­ro­sos tra­ba­jos se han cen­tra­do en una espe­cie de «lim­pie­za sis­te­má­ti­ca» de los rojos duran­te la con­tien­da y/​o los ven­ci­dos en los años pos­te­rio­res, pero pocos han abor­da­do a fon­do las carac­te­rís­ti­cas con­cre­tas de la per­se­cu­ción y humi­lla­ción que las muje­res rojas sufrie­ron duran­te el fran­quis­mo. Y es que la Gue­rra Civil espa­ño­la, y la pos­gue­rra, pue­den tener una lec­tu­ra de géne­ro que, en la actua­li­dad, nos pare­ce de vital impor­tan­cia. En efec­to, las muje­res repu­bli­ca­nas fue­ron víc­ti­mas de una serie de abu­sos «ins­ti­tu­cio­na­li­za­dos» que vale la pena ana­li­zar en profundidad.

La ima­gen de mujer que había comen­za­do a exten­der­se duran­te la Segun­da Repú­bli­ca per­mi­tía un cier­to «esca­pe» res­pec­to a la rigi­dez pre­via y, aun más, res­pec­to a lo que vino des­pués. Si bien no habían cam­bia­do cier­tos este­reo­ti­pos de femi­ni­dad, las muje­res duran­te la Segun­da Repú­bli­ca sí pudie­ron encon­trar­se iden­ti­fi­ca­das con un patrón de con­duc­ta que per­mi­tía la acti­vi­dad, la deci­sión, la par­ti­ci­pa­ción acti­va y nece­sa­ria que las reque­ría —bien como madres, bien como mili­cia­nas cuan­do esta­lló la gue­rra— de una mane­ra pro­fun­da­men­te nove­do­sa. Así, des­de el 18 de julio de 1936, el mode­lo de mujer roja pasó a for­mar par­te de una suer­te de «demo­ni­za­ción» de lo que debía ser una mujer. Es decir, el demo­nio pasó a ser la mujer roja.

Muje­res y jóve­nes rapa­das con el bra­zo en alto. Mon­ti­lla (Cór­do­ba)

Duran­te la Gue­rra Civil, la repre­sión de la pobla­ción fue con­vir­tién­do­se en la nota domi­nan­te y cons­tan­te del avan­ce del ejér­ci­to suble­va­do. Según avan­za­ban las tro­pas fran­quis­tas y «libe­ra­ban» pue­blos y ciu­da­des, se ins­ta­la­ba en estos una par­ti­cu­lar for­ma repre­so­ra que afec­ta­ba a hom­bres y muje­res —rojos todos, o supues­ta­men­te rojos— de dife­ren­te mane­ra. Mien­tras ellos, los varo­nes repu­bli­ca­nos, habían caí­do en el fren­te, eran eje­cu­ta­dos o huían (algu­nos «se echa­ban» al mon­te) ante la lle­ga­da inmi­nen­te de los mili­ta­res suble­va­dos, ellas per­ma­ne­cían en los pue­blos, a car­go de sus fami­lias, en la más abso­lu­ta mise­ria y sabién­do­se perseguidas.
Así comen­zó a exten­der­se el cor­te de pelo al rape y la inges­ta de acei­te de ricino como una mane­ra de humi­llar, vejar y «mar­car» a todas esas muje­res que, a fin de cuen­tas, venían a refle­jar lo más recri­mi­na­ble de la femi­ni­dad des­de el pun­to de vis­ta de los suble­va­dos y del orden que pre­ten­dían impo­ner y que, de hecho, impu­sie­ron. En efec­to, las auto­ri­da­des del pue­blo (Falan­ge, Guar­dia Civil, reque­tés…) dete­nían a las muje­res, les rapa­ban el pelo al cero —a veces les ponían una ban­de­ri­ta roja col­ga­da de un peque­ño mechón en la fren­te o en la nuca — , las obli­ga­ban a beber acei­te de ricino para pro­vo­car­les dia­rreas y las «pasea­ban», mien­tras se cagaban enci­ma a cau­sa del pur­gan­te, por las prin­ci­pa­les calles de las pobla­cio­nes «libe­ra­das», en oca­sio­nes acom­pa­ña­das por la ban­da de músi­ca del pueblo.
La his­to­ria­do­ra fran­ce­sa Maud Joly, en su tra­ba­jo titu­la­do Las vio­len­cias sexua­das de la gue­rra civil espa­ño­la: para­dig­mas para una lec­tu­ra cul­tu­ral del con­flic­to (His­to­ria Social, núm. 61, 2008), ha estu­dia­do en pro­fun­di­dad el fenó­meno del empleo del cuer­po de la mujer como fren­te de gue­rra en el que humi­llar y ven­cer defi­ni­ti­va­men­te al enemi­go. La prác­ti­ca del rapa­do de pelo duran­te la Gue­rra Civil y la pos­gue­rra (la prác­ti­ca reapa­re­ce­rá más tar­de en Fran­cia con las muje­res acu­sa­das de cola­bo­ra­cio­nis­tas duran­te la Segun­da Gue­rra Mun­dial) tie­ne un com­po­nen­te de mar­ca­ción de los cuer­pos que adquie­re un carác­ter de tác­ti­ca deli­be­ra­da de combate.
Ya no se tra­ta tan­to de apar­tar, per­se­guir o ven­cer al enemi­go, sino, más bien, de exhi­bir a modo de espec­tácu­lo una espe­cie de «defor­mi­dad mons­truo­sa» que, des­de el pun­to de vis­ta de los suble­va­dos, se había desa­rro­lla­do duran­te la Segun­da Repú­bli­ca. En tri­bu­na­les mili­ta­res, que más pare­cían una bur­la, se deci­día que cier­tas muje­res debían ser cas­ti­ga­das por haber con­tri­bui­do al derrum­be de la moral cató­li­ca, por haber enar­bo­la­do una ban­de­ra repu­bli­ca­na duran­te el «domi­nio rojo», o por haber par­ti­ci­pa­do en el saqueo de la igle­sia del pue­blo. Y así, tras las prue­bas «de oídas» de algu­nos tes­ti­gos —muchos apro­ve­cha­ban para ven­gar­se por anti­guas ren­ci­llas — , se deci­día que una mujer debía ser eje­cu­ta­da o encar­ce­la­da duran­te trein­ta años. Pero fue­ron muchas más a las que, sin nece­si­dad de pasar por jui­cio alguno, rapa­ron, pur­ga­ron y exhi­bie­ron en la pla­za de sus pue­blos para escar­nio público.
Duran­te la pos­gue­rra se ins­ta­ló en el país un abso­lu­to con­trol social con un sis­te­ma de «aba­jo arri­ba» que impe­día la menor disen­sión. Todo el mun­do esta­ba vigi­la­do y cual­quie­ra que hubie­ra cola­bo­ra­do con los ven­ci­dos podía ser dete­ni­do, acu­sa­do de rebe­lión mili­tar y eje­cu­ta­do. Las muje­res vivie­ron esta per­se­cu­ción cons­tan­te de una mane­ra espe­cial­men­te dolo­ro­sa y cruel. Se exten­die­ron las vio­la­cio­nes y veja­cio­nes sexua­les en comi­sa­rías, cuar­te­les y cár­ce­les en un inten­to de cosi­fi­car y des­hu­ma­ni­zar a quie­nes los ven­ce­do­res con­si­de­ra­ban el ger­men de la «mal­dad» repu­bli­ca­na. Aho­ra ya de un modo ins­ti­tu­cio­na­li­za­do. Gra­cias a los tes­ti­mo­nios de super­vi­vien­tes reco­gi­dos por Toma­sa Cue­vas en su obra Tes­ti­mo­nios de muje­res en las cár­ce­les fran­quis­tas (Ins­ti­tu­to de estu­dios altoa­ra­go­ne­ses, 2009), pode­mos dar­nos cuen­ta de la pro­fun­da humi­lla­ción —físi­ca y psí­qui­ca– que pade­cie­ron miles de muje­res duran­te los pri­me­ros años del fran­quis­mo. Pero no solo enton­ces; la prác­ti­ca del rapa­do de pelo reapa­re­ció en Espa­ña duran­te los pri­me­ros años sesen­ta como un méto­do de repre­sión sexua­do ante las huel­gas de la mine­ría astu­ria­na. Cabe pre­gun­tar­se: ¿de dón­de nace esa volun­tad de mar­car los cuer­pos de las muje­res como una for­ma de cas­ti­go-domi­nio públi­co?; ¿qué se ocul­ta tras ese ges­to arbi­tra­rio y exhi­bi­cio­nis­ta que se sir­ve del cuer­po de la mujer como un terri­to­rio de com­ba­te para demos­trar el poder de quie­nes lo ejercen?
De nue­vo nos encon­tra­mos ante pre­gun­tas que enla­zan direc­ta­men­te con una cues­tión polí­ti­ca, moral y de géne­ro en la que a la mujer siem­pre le ha toca­do repre­sen­tar el papel de víc­ti­ma. Por for­tu­na, el tema comien­za a des­pun­tar, y tan­to his­to­ria­do­res como estudiosos/​as de diver­sas dis­ci­pli­nas han comen­za­do a escu­char y a difun­dir los rela­tos y las voces de quie­nes his­tó­ri­ca­men­te han esta­do silen­cia­das. No hay mejor arma que la escu­cha. Y nues­tro pasa­do recien­te nos obli­ga a escu­char para evi­tar caer en el terreno trá­gi­co del olvido.

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