Una mujer lla­ma­da «dig­ni­dad»- Jesús Valencia

Amor, dolor y valor. Cual­quie­ra de estos ras­gos pue­de per­fi­lar el cora­zón de Blan­ki; pero nin­guno de los tres sería com­ple­to si no con­flu­ye con los otros dos. Se nos fue Edur­ne Ante­pa­ra en un día frío y, tam­bién entre nie­blas, inten­to evo­car algu­nos ras­gos de su vida. Gra­cias a los apun­tes bio­grá­fi­cos que tuvo a bien com­par­tir supe de su infan­cia leja­na y dura. La nece­si­dad la hizo mujer antes de tiem­po y hubo de ape­chu­gar con tareas que exce­dían su edad. No se arre­dró. Afron­tó los abul­ta­dos retos sabien­do que su can­san­cio era útil al con­jun­to fami­liar; fue su diplo­ma­tu­ra en cora­je y gene­ro­si­dad, dos cua­li­da­des que le acom­pa­ña­ron has­ta la muer­te. La for­ma­ción de una nue­va fami­lia fue su licen­cia­tu­ra. Lle­ga­ron sie­te reto­ños y todos encon­tra­ron la dis­cre­ta pitan­za de unos años sobrios y el derro­che de un cari­ño sin medida.

¡Urbi­na, Urbi­na! Pue­ble­ci­to peque­ño de una nación ances­tral. Las tur­bu­len­cias de un con­flic­to vie­jo azo­ta­ron la aldea. Varios de sus jóve­nes se alis­ta­ron como volun­ta­rios. Dos de ellos eran hijos de Edur­ne. A par­tir de enton­ces, la menu­da mujer se doc­to­ró en com­pro­mi­so y madu­rez. Sus hijos se per­die­ron en la clan­des­ti­ni­dad lle­van­do con­si­go sen­dos frag­men­tos del cora­zón de Blan­ki. Días de zozo­bra y noches de vigi­lia. La lle­ga­da des­ga­rra­do­ra del joven Iña­ki acri­bi­lla­do en Mor­lans; la enco­mien­da de sus des­po­jos a la tie­rra y, a par­tir de ahí, la lucha. Su vida cobró una nue­va dimen­sión: libe­rar a su otro hijo encar­ce­la­do, a todos los pre­sos y a su que­ri­da Eus­kal Herria. Fue en aque­lla ple­ni­tud de entre­ga cuan­do la cono­ci­mos. Iba a cual­quier con­vo­ca­to­ria con­du­cien­do un coche que pare­cía fan­tás­ti­co pues ella ‑tan menu­da- ape­nas se veía. Con el puño alza­do (ima­gen que nun­ca olvi­da­re­mos como señal de per­ma­nen­te rebel­día) defen­dió a todos los pre­sos. No se arre­dró ante nada ni ante nadie. Los polí­ti­cos figu­ro­nes y arri­bis­tas se le anto­ja­ban mana­da de ali­ma­ñas. Los poli­cías temían hacer el regis­tro de su casa («estas bru­jas nos ponen a parir y no hay como hacer­las callar»). Desa­fió al gigan­tón uni­for­ma­do que tra­ta­ba de inti­mi­dar­la ¡Infe­liz! Fue bien ser­vi­do el mancebo.

Obse­sio­na­da con la eus­kal­du­ni­za­ción se matri­cu­ló en la gaues­ko­la. Suda­ba gotas grue­sas subien­do la empi­na­da lade­ra del ni naiz pero acu­día todas las noches, cua­derno en ris­tre, a la cita con el eus­ke­ra. La «Casa del Rio­jano» siem­pre tuvo por­tón gran­de y mesa lar­ga. Abier­ta antes a gen­tes de ruta y tra­sie­go, fue más tar­de refu­gio de otro tipo de vian­dan­tes. Cual­quie­ra que tuvie­se algún fami­liar pre­so o se movi­li­za­ra a favor de los repre­sa­lia­dos encon­tra­ba en aque­lla casa calor humano y aco­gi­da fran­ca. Eran tiem­pos de gen­te y tra­jín. En las tar­des de domin­go, un gru­po de pai­sa­nas se reu­nían en su casa para jugar a la bris­ca. Todas ellas sim­pa­ti­za­ban con la sub­ver­sión. Sus habi­lí­si­mas señas sólo las cap­ta­ba algún pre­so polí­ti­co que pre­si­día la par­ti­da des­de un gran panel adhe­ri­do a la pared. Solía decir que nues­tra arma más con­tun­den­te es la dig­ni­dad. Así vivió y así murió.

Aho­ra debe de estar pren­di­da en algún reta­zo del uni­ver­so infi­ni­to pero, eso sí, cer­ca de Urbi­na. Dicen los tua­reg que cada estre­lla da pis­tas para no per­der la ruta. Como has­ta aho­ra, Edur­ne, segui­re­mos tu parpadeo

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