Los Estados imperiales construyen redes que vinculan las actividades económicas, militares y políticas en un sistema coherente en el que se refuerzan entre sí. Las diversas instituciones del Estado imperial son las que en buena medida desarrollan la tarea. Así, la acción imperial no siempre es de naturaleza económica directa, puesto que en un país o región puede ser precisa la acción militar para abrir o proteger zonas económicas. Tampoco todas las acciones militares se deciden por intereses económicos si el sector líder del Estado imperial es decididamente militarista.
Es más, la secuencia de la acción imperial puede variar según las condiciones específicas necesarias para construir el imperio. Así, la ayuda estatal puede servir para comprar colaboradores y la intervención militar se puede utilizar para conseguir regímenes clientes a los que después siguen inversores privados. En otras circunstancias, la entrada de empresas privadas puede preceder a la intervención del Estado.
En la penetración militar y/o económica, tanto privada como estatal, en apoyo de la construcción del imperio, la finalidad estratégica es explotar los elementos económicos y geopolíticos particulares del país en cuestión con el fin de crear redes que giren en torno al imperio. En el mundo colonial post-eurocéntrico, la posición privilegiada de Estados Unidos en sus políticas, tratados, acuerdos comerciales y militares en torno al imperio se disfrazan y justifican mediante una pátina ideológica que varía con el tiempo y las circunstancias. En la guerra librada para desintegrar Yugoslavia y establecer regímenes clientes, como Kosovo, la ideología imperial se sirvió de la retórica humanitaria. En las guerras genocidas de Oriente Próximo ocupa un papel central la ideología antiterrorista y antiislámica. Contra China predomina la retórica democrática y de derechos humanos. En América Latina, la potencia imperial en retirada depende de la retórica democrática y antiautoritaria esgrimida contra el gobierno democráticamente elegido de Chavez.
La efectividad de la ideología imperial es directamente proporcional a la capacidad del imperio de promover alternativas de desarrollo viables y dinámicas en los países que se fija como blanco. Con ese criterio, la ideología imperial ha ejercido poco poder de persuasión entre las poblaciones diana. La fobia islámica y la retórica antiterrorista no ha causado ningún impacto en el pueblo de Oriente Próximo y ha perdido el apoyo del mundo islámico. Las lucrativas relaciones comerciales de América Latina con el gobierno de Chavez y la decadencia de la economía estadounidense han socavado la campaña ideológica de Washington para aislar a Venezuela. La campaña estadounidense en favor de los derechos humanos contra China ha sido absolutamente ignorada en la Unión Europea, África, América Latina, Oceanía y las 500 multinacionales más grandes de Estados Unidos (y hasta por el Departamento del Tesoro estadounidense, que se ha dedicado a vender bonos a China para financiar el creciente déficit presupuestario estadounidense).
La débil influencia de la propaganda imperial y la cada vez menor capacidad de influencia económica de Washington significa que las redes imperiales estadounidenses forjadas en el último medio siglo han sufrido la erosión o, cuando menos, están sometidas a fuerzas centrífugas. Las redes antes bien integradas en Asia son hoy simples bases militares conforme las economías de la región van obteniendo mayor autonomía y se orientan hacia China y otros lugares. Dicho de otro modo: hoy día las redes imperiales se están transformando en destacamentos de operaciones limitadas, en lugar de ser núcleos de saqueo económico imperial.
Las redes imperiales: El esencial papel de los colaboradores
La construcción de un imperio es esencialmente un proceso de penetración en un país o región para establecer una posición privilegiada y conservar el control con el fin de (1) asegurar recursos lucrativos, mercados y mano de obra barata, (2) establecer una plataforma militar que se pueda expandir hacia países y regiones vecinas, (3) fundar bases militares para asegurar una presa sobre rutas terrestres o marítimas estratégicas con el fin de denegar o limitar el acceso a competidores o adversarios y (4) desarrollar actividades de inteligencia y clandestinas contra adversarios y competidores.
La historia ha demostrado que el menor coste para mantener la dominación imperial a largo plazo y gran escala es buscar colaboradores locales en forma de dirigentes políticos, económicos y/o militares que actúen desde los regímenes clientes. El gobierno político-militar imperial declarado se traduce en guerras muy caras y en perturbaciones, sobre todo para un amplio espectro de clases negativamente afectadas por la presencia imperial.
La formación de gobernantes y clases colaboradores es fruto de diversas políticas imperiales a corto y largo plazo, que comprenden desde las actividades militares directas, electorales y extraparlamentarias hasta el reclutamiento, la formación y la orientación a medio o largo plazo de líderes jóvenes y prometedores a través de propaganda y programas educativos, incentivos económico-culturales, promesas de respaldo político y económico cuando asuman cargos políticos y mediante apoyo económico clandestino sustancial.
El atractivo básico de los legisladores imperiales para las «nuevas clases gobernantes» en los Estados clientes emergentes es la oportunidad de participar en un sistema económico ligado a los centros imperiales, en el que las élites locales comparten riqueza con sus benefactores imperiales. Para recabar el apoyo de las masas, las clases colaboradoras enmascaran las nuevas formas de servidumbre imperial y explotación económica haciendo énfasis en la independencia política, la libertad personal, la oportunidad económica y el consumo privado.
Los mecanismos para la transferencia de poder a un Estado cliente emergente combinan propaganda imperial y la financiación de organizaciones de masas y partidos políticos, así como golpes de estado violentos o «levantamientos populares». Los regímenes autoritarios con burocracias osificadas basadas en el control policial para limitar o combatir la expansión imperial son «objetivos blandos». Las campañas selectivas de derechos humanos se han convertido en el arma organizativa más eficaz para reclutar activistas y promocionar a dirigentes del nuevo orden político centrado en el imperio. Una vez que se lleva a cabo la transferencia de poder, los antiguos miembros de la élite política, económica y cultural son proscritos, reprimidos, detenidos y encarcelados.
Emerge entonces una nueva cultura política homogénea de partidos rivales que suscriben el universo centrado en el imperio. La primera orden de negocio más allá de la purga política es la privatización y la cesión de los principales activos de la economía a las empresas imperiales. Los regímenes clientes pasan a suministrar soldados para que se alisten como mercenarios en guerras imperiales y a transferir bases militares a las tropas imperiales con el fin de que ejerzan de plataformas de intervención. Toda la «farsa de la independencia» va acompañada del desmantelamiento generalizado de los programas públicos de bienestar social (pensiones, sanidad y educación gratuitas), la legislación laboral y las políticas de pleno empleo. La promoción de una estructura de clases muy polarizada es la consecuencia última del gobierno cliente. Las economías de los regímenes clientes centrados en el imperio, como una réplica de cualquier Estado sátrapa común y corriente, se justifican (o se legitiman) en nombre de un sistema electoral apodado democrático; en realidad, es un sistema político dominado por las nuevas élites capitalistas y su medios de comunicación bien financiados.
Los regímenes centrados en el imperio y dirigidos por élites colaboradoras que van desde los Estados Bálticos, Europa Central y del Este hasta los Balcanes son el ejemplo más asombroso de expansión imperial del siglo XX. La desintegración y apropiación de la Unión Soviética y el bloque del Este y su incorporación a una OTAN dirigida por Estados Unidos y a la Unión Europea desencadenó manifestaciones de orgullo imperial. Washington realizó declaraciones prematuras de que el mundo era unipolar mientras Europa occidental se dedicaba a saquear recursos públicos que iban desde las fábricas hasta las propiedades inmobiliarias, explotando mano de obra barata, extranjera y procedente de la inmigración, con lo que reclutó un formidable «ejército de reserva» para socavar los niveles de vida de la mano de obra sindicada de Occidente.
La unidad de acción de los regímenes imperiales europeos y estadounidenses facilitó la apropiación conjunta de la riqueza de regiones nuevas por parte de monopolios privados. Los Estados imperiales subvencionaron en un principio a los nuevos regímenes clientes con transferencias y préstamos a gran escala con la condición de que permitieran que las empresas imperiales se apoderaran de los recursos, las fincas, la tierra, las fábricas, el sector servicios, los grandes núcleos mediáticos, etcétera. Unos Estados muy endeudados pasaron de una crisis aguda en el periodo inicial a un crecimiento «espectacular» y, luego, a una crisis social profunda y crónica con tasas de desempleo de dos cifras en los 20 años del periodo de construcción de clientes. Aunque hubo protestas de los trabajadores cuando los salarios se degradaron, el desempleo aumentó, se recortaron prestaciones de bienestar y se propagó la miseria. Sin embargo, la «nueva clase media» inserta en los aparatos políticos y mediáticos y en las iniciativas económicas conjuntas están lo bastante bien financiadas por instituciones económicas del imperio para preservar su supremacía.
No obstante, la dinámica de expansión imperial en Europa oriental, central y meridional no proporcionó el ímpetu necesario para el avance estratégico debido a la ascendencia de un capital financiero muy volátil y de una casta militar poderosa en los núcleos políticos euroamericanos. En aspectos importantes, la expansión militar y política dejó de ir emparejada con la conquista económica. Era más cierto lo contrario: el saqueo económico y la supremacía política sirvieron como instrumentos para proyectar el poderío militar.
Secuencias imperiales: De la guerra para la explotación a la explotación para la guerra
Las relaciones entre las políticas militares imperiales y los intereses económicos son complejas y cambian con el tiempo y el contexto histórico. En algunas circunstancias, un régimen imperial invertirá con fuerza en personal militar e incrementará los gastos monetarios para derrocar a un gobernante antiimperialista y establecer un régimen cliente que trascienda cualquier beneficio económico estatal o privado. Por ejemplo, las guerras de Estados Unidos en Iraq y Afganistán o las guerras por poderes en Somalia y Yemen no han arrojado mayores beneficios para las multinacionales estadounidenses ni han aumentado la explotación privada de materias primas, mano de obra o mercados. En el mejor de los casos, las guerras imperiales han proporcionado beneficios a contratistas de mercenarios, empresas de construcción e «industrias de la guerra» anexas porque se han beneficiado de las transferencias del tesoro y de la explotación de contribuyentes estadounidenses, en su mayoría asalariados.
En muchos casos, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, el Estado imperial estadounidense emergente no escatimó préstamos multimillonarios y programas de ayuda para Europa occidental. El Plan Marshall impidió levantamientos sociales anticapitalistas y restableció la supremacía política capitalista. La medida permitió que apareciera la OTAN (una alianza militar liderada y dominada por Estados Unidos). A continuación, las empresas multinacionales estadounidenses invirtieron en Europa Occidental y comerciaron con ella obteniendo beneficios muy lucrativos una vez que el Estado imperial había creado unas condiciones políticas y económicas favorables. En otras palabras, la intervención político-militar del Estado imperial precedió al auge y la expansión del capital multinacional estadounidense. Un análisis miope y a corto plazo de la actividad inicial de la posguerra minimizaría la importancia de los intereses económicos estadounidenses privados como fuerza impulsora de la política estadounidense. Si se amplia el periodo de tiempo analizado a las dos décadas posteriores, la interacción entre los elevados gastos militares y económicos del Estado al principio con los elevados beneficios privados posteriores nos brinda un ejemplo perfecto de cómo opera el proceso del poder imperial.
El papel del Estado imperial como instrumento para abrir, proteger y expandir la explotación del mercado privado, la mano de obra y la explotación de los recursos se corresponde con una época en la que tanto el Estado como las clases dominantes encontraban motivación fundamentalmente en la construcción de un imperio industrial.
La intervención militar y los golpes de estado dirigidos por Estados Unidos en Irán (1953), Guatemala (1954), Chile (1973) y República Dominicana (1965) estuvieron vinculados a empresas e intereses económicos imperiales específicos. Por ejemplo, las empresas petroleras estadounidenses y británicas trataron de invertir el proceso de nacionalización del petróleo en Irán. La empresa estadounidense United Fruit Company se opuso a las políticas de reforma agraria en Guatemala. Las principales empresas estadounidenses del sector del cobre y las telecomunicaciones apoyaron y promovieron el golpe de estado respaldado por Estados Unidos en Chile.
En cambio, las actuales intervenciones militares y guerras estadounidenses en Oriente Próximo, el sur de Asia y el Cuerno de África no están promovidas por multinacionales estadounidenses. Las políticas imperiales están promovidas por militaristas y sionistas encastrados en el Estado, medios de comunicación y organizaciones «civiles» poderosas. Los mismos métodos imperiales (golpes de estado y guerras) sirven a diferentes gobernantes e intereses imperiales.
Clientes, aliados y regímenes títeres
Las redes imperiales comportan garantizar múltiples «bases de recursos» económicos, militares y políticos complementarios que pasen a formar parte del sistema imperial y, al mismo tiempo, conserven diferentes grados de autonomía política y económica.
En las primeras fases dinámicas de la construcción del imperio estadounidense, aproximadamente desde la década de 1950 a la de 1970, las multinacionales y el conjunto de la economía estadounidenses dominaron la economía mundial. Sus aliados en Europa y Asia dependían enormemente de los mercados, la financiación y el desarrollo de Estados Unidos. La hegemonía militar estadounidense se reflejaba en una serie de acuerdos militares regionales que garantizaban casi el apoyo instantáneo a las guerras regionales, los golpes militares y la construcción de bases militares y puertos navales estadounidenses en sus territorios. Los países se dividían en «sectores de especialización» que servían a los intereses particulares del Imperio estadounidense. Europa occidental era un destacamento militar, un socio industrial y un colaborador ideológico. Asia, sobre todo Japón y Corea del Sur, ejercían de «destacamentos militares de primera línea» y de socios comerciales. Indonesia, Malasia y Filipinas eran en esencia regímenes clientes que suministraban materias primas y bases militares. Singapur y Hong Kong eran almacenes financieros y comerciales. Pakistán era un régimen militar cliente que actuaba como elemento de presión de avanzada contra China.
Arabia Saudí, Irán y los pequeños Estados del Golfo Pérsico, gobernados por regímenes autoritarios clientes, suministraban petróleo y bases militares. Egipto y Jordania e Israel afianzaban los intereses imperiales en Oriente Próximo. Beirut ejercía de centro financiero para los banqueros estadounidenses, europeos y de Oriente Próximo.
África y América Latina albergaban regímenes clientes y nacionalistas-populistas que eran una fuente de materias primas y de mercados para manufacturas y mano de obra barata.
La prolongada guerra entre Estados Unidos y Vietnam y la posterior derrota de Washington erosionó el poder del imperio. La expansión industrial de Europa occidental, Japón y Corea del Sur puso en cuestión la supremacía industrial estadounidense. La búsqueda en América Latina de políticas nacionalistas y de reemplazo de importaciones forzó el desplazamiento de la inversión estadounidense hacia las manufacturas extranjeras. En Oriente Próximo, los movimientos nacionalistas derrocaron a clientes estadounidenses en Irán e Iraq y socavaron los destacamentos militares. Las revoluciones de Angola, Namibia, Mozambique, Argelia, Nicaragua y otros lugares redujeron el acceso euroamericano «indefinido» a las materias primas, al menos por el momento.
El declive del Imperio estadounidense se vio detenido temporalmente por el derrumbamiento del comunismo en la Unión Soviética y Europa del Este y el establecimiento de regímenes clientes en toda la región. Asimismo, entre mediados de la década de 1970 y finales de la de 1990 el recrudecimiento de regímenes clientes centrados en el imperio en América Latina produjo la impresión de cierta recuperación imperialista. Sin embargo, la década de 1990 no fue el principio de una reedición del despegue imperial de comienzos de la de 1950: fue un «último hurra» antes de un declive irreversible a largo plazo. La totalidad del aparato político imperial, que tanto éxito había tenido en sus actividades clandestinas para subvertir los regímenes soviético y de Europa del Este, desempeñó un papel marginal cuando llegó el momento de capitalizar las oportunidades económicas subsiguientes. Alemania y otros países de la Unión Europea encabezaron la conquista de empresas lucrativas privatizadas. Los oligarcas ruso-israelíes (siete de los ocho primeros) conquistaron y saquearon industrias estratégicas privatizadas, bancos y recursos naturales. Los principales beneficiarios estadounidenses fueron los bancos y las empresas de Wall Street que lavaron miles de millones de beneficios ilícitos y recaudaron cuotas muy lucrativas de fusiones, adquisiciones, registro de inventarios y otras actividades poco transparentes.
Dicho de otro modo, el derrumbamiento del colectivismo soviético fortaleció al sector financiero parasitario del Imperio estadounidense. Peor aún, la presunción promovida por los ideólogos estadounidenses de que el mundo es «unipolar» hizo el juego a los militaristas, que ahora daban por sentado que habían desaparecido las restricciones anteriores contra los ataques militares estadounidenses a nacionalistas y aliados soviéticos. En consecuencia, la intervención militar se convirtió en la principal fuerza impulsora de la construcción del imperio estadounidense, que desembocó en la primera guerra de Iraq, la invasión de Yugoslavia y Somalia y la expansión estadounidense de bases militares por todo el bloque de la antigua Unión Soviética y Europa del Este.
En el momento culminante del poderío político y militar global de Estados Unidos, en la década de 1990, con todos los regímenes latinoamericanos importantes revestidos del envoltorio neoliberal centrado en el imperio, arraigaron las semillas de la decadencia y el declive . La crisis económica de finales de la década de 1990 desencadenó levantamientos importantes y derrotas electorales de prácticamente todos los clientes estadounidenses de América Latina y profetizó el declive del dominio imperial norteamericano. El crecimiento extraordinariamente dinámico y acumulativo de China desplazó el capital manufacturero estadounidense y debilitó la capacidad de influencia estadounidense sobre los gobernantes de Asia, África y América Latina. La descomunal transferencia de recursos estatales estadounidenses para las aventuras imperiales en el exterior, las bases militares y el sustento de clientes y aliados llevó a la decadencia en el interior.
El imperio estadounidense, que afronta con pasividad el desplazamiento que le imponen los rivales económicos en mercados esenciales y se ha entregado a guerras prolongadas e interminables que han vaciado sus arcas, atrajo a una cohorte de legisladores mediocres que carecían de una estrategia coherente para rectificar políticas y reconstruir el Estado al servicio de una actividad productiva capaz de «recuperar mercados». En cambio, las políticas de guerras indefinidas e insostenibles ha favorecido a un subgrupo especial de militaristas (sui generis): los sionistas norteamericanos. Ellos han capitalizado su infiltración en cargos estratégicos del Estado y aumentado su influencia en los medios de comunicación y en una inmensa red de «grupos de presión» organizados para reforzar la subordinación de Estados Unidos al impulso de Israel para la supremacía en Oriente Próximo.
El resultado ha sido el «desequilibrio» total del aparato imperial estadounidense: la acción militar estaba desengarzada de la construcción económica del imperio. Una casta superior muy influyente de militaristas y sionistas enjaezó el poderío militar estadounidense a un Estado económicamente marginal (Israel), en hostilidad perpetua con los 1.500 millones de habitantes del mundo musulmán. Los ideólogos y legisladores sionistas norteamericanos promovieron unas instituciones y legislación represivas y una propaganda ideológica islamófoba igualmente nociva, concebida para aterrorizar a la población estadounidense. Asimismo, la ideología islamófoba ha servido para justificar la guerra permanente en el sur de Asia y Oriente Próximo y los presupuestos militares desorbitados en una época de condiciones socioeconómicas muy deterioradas en el interior. Se han gastado centenares de miles de millones de dólares de forma improductiva bajo el epígrafe de «Seguridad Nacional» con los que se pretende hacer todo lo posible para reclutar, entrenar, entrampar y detener a musulmanes afroamericanos por «terroristas». Miles de agencias secretas con centenares de miles de funcionaros nacionales, estatales o locales han espiado a ciudadanos estadounidenses que en algún momento pudieron haber tratado de hablar o actuar para rectificar o reformar las políticas imperialistas económico-militares sionistas
Al final de la primera década del siglo XXI, el imperio estadounidense solo podía destruir adversarios (Iraq, Pakistán y Afganistán), provocar tensiones militares (península de Corea, Mar de China) y socavar las relaciones con socios comerciales potencialmente lucrativos (Irán, Venezuela). El autoritarismo galopante se fundió con el militarismo sionista quintacolumnista para fomentar la ideología islamófoba. La convergencia de mediocridades autoritarias, truhanes rampantes y quintacolumnistas tribales leales del régimen de Obama descartan cualquier cambio previsible en el signo de la decadencia imperial.
La creciente red económica global de China y el avance dinámico en tecnología aplicada puntera en todos los sectores, desde las energías alternativas hasta los trenes de alta velocidad, contrastan con un imperio estadounidense infestado de sionismo y militarismo.
Las exigencias que los norteamericanos imponen a los gobernantes paquistaníes clientes para que vacíen sus arcas en apoyo de las guerras islámicas estadounidenses en Afganistán y Pakistán contrastan con los 30.000 millones de dólares de inversión china en infraestructura, energía y energía eléctrica y en el incremento multimillonario del comercio.
Los 3.000 millones de dólares de ayuda militar estadounidense a Israel contrastan con las inversiones multimillonarias de China en acuerdos comerciales y petroleros con los iraníes. La financiación estadunidense de guerras contra países islámicos en el centro y el sur de Asia contrastan con la expansión del comercio y los acuerdos de inversiones de Turquía en la misma región. China ha sustituido a Estados Unidos como socio comercial clave en países destacados de Sudamérica, mientras que el desigual acuerdo estadounidense de «libre comercio» (NAFTA) empobrece a México. El comercio entre la Unión Europea y China supera al que la Unión Europea mantiene con Estados Unidos.
En África, Estados Unidos financia guerras en Somalia y el Cuerno de África, mientras que China firma acuerdos comerciales e inversiones multimillonarias construyendo infraestructuras africanas a cambio de acceso a materias primas. No cabe duda de que el futuro económico de África está cada vez más vinculado a China.
En cambio, el Imperio estadounidense está dando el abrazo de la muerte a un Estado militarista colonial insignificante (Israel), a los Estados fallidos de Yemen y Somalia, a los regímenes clientes estancados y corruptos de Jordania y Egipto y a los decadentes Estados petroleros absolutistas y recaudadores de Arabia Saudí y el Golfo Pérsico. Todos forman parte de una coalición atávica e improductiva tendente a conservar el poder mediante la supremacía militar. Pero los imperios del siglo XXI se construyen sobre los cimientos de economías productivas con redes globales vinculadas a socios comerciales dinámicos.
Reconociendo la primacía económica y las oportunidades mercantiles vinculadas a la participación en la red china global, los clientes estadounidenses antiguos o actuales, y hasta los gobernantes títeres, han empezado a apartarse de la sumisión a las órdenes estadounidenses. Por toda América Latina se han producido desplazamientos fundamentales de las relaciones económicas y las alineaciones políticas. Brasil, Venezuela, Bolivia y otros países apoyan el programa nuclear no militar de Irán para defenderse de la agresión de Washington encabezada por el sionismo. Varios países han desafiado a los legisladores estadounidenses-israelíes reconociendo al Estado palestino. El comercio con China supera al comercio con Estados Unidos en los países más grandes de la región.
Los regímenes títeres de Iraq, Afganistán y Pakistán han firmado acuerdos económicos importantes con China, Irán y Turquía aun cuando Estados Unidos vierta miles de millones para reafirmar su posición militar. Turquía, antiguo cliente militar del mando EE UU-OTAN amplía su propia búsqueda de hegemonía capitalista ensanchando los lazos económicos con Irán, el centro de Asia y el mundo árabe-musulmán y desafía a la hegemonía militar de Estados Unidos e Israel.
El Imperio estadounidense sigue conservando clientes importantes y casi un millar de bases militares por todo el planeta. Cuando los regímenes clientes y títeres declinan, Washington incrementa de 50 a 80 países el papel y el alcance de las actividades extraterritoriales de escuadrones de la muerte. La independencia creciente de regímenes del mundo en vías de desarrollo se alimenta especialmente de un cálculo económico: China ofrece mayores beneficios económicos y menos injerencias político-militares.
La red imperial de Washington se basa cada vez más en los lazos militares con aliados: Australia, Japón, Corea del Sur y Taiwán en el Lejano Oriente y Oceanía; la Unión Europea en Occidente; y unos rudimentos de Estados centro y sudamericanos en el Sur. Aun aquí, los aliados militares han dejado de ser dominios económicos: los principales mercados de las exportaciones de Australia y Nueva Zelanda se encuentran en Asia (China). El comercio entre China y la UE crece a ritmo exponencial. Japón, Corea del Sur y Taiwán están cada vez más unidas a China mediante el comercio y las inversiones… como Pakistán y la India.
Igualmente importante es que las nuevas redes regionales que excluyen a Estados Unidos estén creciendo en América Latina y Asia, forjando un potencial para nuevos bloques económicos.
En otras palabras, la red económica imperial estadounidense creada tras la Segunda Guerra Mundial y ampliada mediante el derrumbamiento de la URSS se encuentra en fase de decadencia, aun cuando las bases y los tratados militares sigan siendo una «plataforma» formidable para nuevas intervenciones militares.
Lo que está claro es que los beneficios militares, políticos e ideológicos de la construcción estadounidense de la red por todo el mundo tras el derrumbamiento de la URSS y las guerras post soviéticas no son sostenibles. Por el contrario, la sobredimensión del aparato ideológico, militar y de seguridad despierta expectativas económicas y reduce los recursos económicos derivados de la incapacidad de explotar oportunidades económicas o consolidar redes económicas. Estados Unidos financió «levantamientos populares» en Ucrania que desembocaron en regímenes clientes incapaces de fomentar el crecimiento. En el caso de Georgia, el régimen se comprometió en una guerra aventurera con Rusia que se ha traducido en pérdidas comerciales y territoriales. Es cuestión de tiempo que los vigentes regímenes clientes de Egipto, Jordania, Arabia Saudí, Filipinas y México afronten levantamientos importantes debido a los precarios cimientos de gobierno de unos mandatarios corruptos, inmovilistas y represores.
El proceso de decadencia del Imperio estadounidense es al mismo tiempo causa y consecuencia del reto planteado por potencias económicas emergentes que establecen núcleos de crecimiento y desarrollo alternativos. Las transformaciones en el seno de países de la periferia del imperio y el endeudamiento creciente y los déficit comerciales del «centro» del imperio están erosionándolo. La clase dirigente estadounidense actual, tanto en sus variantes financiera como militarista, no manifiestan voluntad ni interés por plantar cara a las causas de la decadencia. Más bien se refuerzan mutuamente: el sector financiero reduce los impuestos, lo que aumenta la deuda pública y saquea las arcas públicas. La casta militar esquilma las arcas en busca de guerras y destacamentos militares e incrementa el déficit comercial socavando conquistas comerciales y de inversión.
Artículo original: http://petras.lahaine.org/articulo.php?p=1834 – Traducido del inglés para Rebelión por Ricardo García Pérez