Para intentar tapar las vergüenzas de un pacto que formará parte destacada del elenco de traiciones en la historia del movimiento obrero, CC.OO y UGT han intentado camuflarlo como un “nuevo Pacto de la Moncloa”. El objetivo es intentar difuminar la responsabilidad directa de ambos sindicatos en la traición consumada el 27 de enero disimulada entre políticos, gobernantes, expertos y hasta algún intelectual orgánico, si fuera menester.
He escrito bien “sindicatos”, refiriéndome a CC.OO. y UGT, y no cúpulas o burocracias sindicales, como se dice a veces para mostrar la diferencia entre los dirigentes y las bases. Ya no. Después del 27 de enero y tras la firma del Pacto infame que dinamita conquistas sociales como la edad de jubilación a los 65 años, mantiene a ancianos trabajando y niega un puesto de trabajo digno a las nuevas generaciones, alarga el periodo de cómputo de la pensión a 25 años, exige unos imposibles 38 años y medio de cotización para acceder a la pensión completa y deja sin nada a la inmensa mayoría de los jóvenes, mujeres e inmigrantes, protagonistas absolutos del empleo a tiempo parcial y la precariedad – que sin embargo cotizarán a fondo perdido a la seguridad Social – , hay que hablar de organizaciones sindicales en su conjunto. No sólo Toxo y Méndez son responsables de la canallada perpetrada contra el conjunto de la clase obrera.
Ningún trabajador o trabajadora puede mantener el carnet de CC.OO. o de UGT en el bolsillo y mirar a la cara a los compañeros sin que se le caiga de vergüenza. ¿Con qué derecho han firmado en nuestro nombre? ¿A quién representan? El Pacto Social es una ignominia, un atropello y un acto inaceptable de violencia social de guante blanco contra el conjunto de los trabajadores y trabajadoras.
Pero no es sólo una enorme traición. El objetivo esencial, más importante que la enorme tajada de la reforma de las pensiones que han servido en bandeja a la patronal, es truncar, aniquilar al movimiento obrero; y aunque Toxo y Méndez están haciendo todo lo posible por favorecerlo, afortunadamente no está en sus manos garantizarlo. Precisamente porque no es una reedición de los Pactos de la Moncloa como los sindicatos hubieran querido.
Es el final de una larga etapa que sí se inicia con la Transición y que además de mantener intacto el aparato de Estado de la Dictadura con el rey a la cabeza, empieza propinando dos golpes decisivos a la izquierda y al movimiento obrero: la Ley de Amnistía de 1977, seguida de unos Pactos que entre muchas florituras sin trascendencia introducen el despido gratis y sin causa del contrato de empleo juvenil y la eliminación de la readmisión en el despido improcedente.
No es la envergadura del ataque a conquistas sociales la que determina las decisivas diferencias entre 1977 y 2011, si no la radical diferencia entre la categoría de los actores y el escenario en que se desarrolla el drama. La agitación del espantajo de la dictadura y el señuelo de una “democracia” preñada de derechos sociales y políticos, en función de los que valía la pena apretarse el cinturón en lo inmediato, eran creíbles porque los enarbolaban precisamente los máximos dirigentes de la izquierda y del movimiento obrero, algunos de ellos, recién salidos de la cárcel. Precisamente de su autoridad y credibilidad derivaba su poder real y su enorme responsabilidad por la destrucción de la izquierda que de la Transición derivó.
Además entonces se percibía la fuerza real de la clase obrera organizada, capaz de imponer a Suarez en 1976 y desde la clandestinidad, la ley de Relaciones Laborales más avanzada que conoció el movimiento obrero antes y después de esa fecha, y vencedora de grandes huelgas con la conquista de cada vez mayores derechos sociales. Aún no era perceptible que se trataba del principio del fin, que se iniciaba una gran operación del capital dirigida a la desvertebración y derribo del movimiento obrero, que sólo podía culminarse con éxito si la parte fundamental del guión era interpretada por sus propios dirigentes.
La situación ahora es cualitativamente diferente. Ya no hay espantajos de vuelta a la dictadura que agitar ni mirlos blancos de democracia que sustenten esperanzas de tiempos mejores. Hasta los más ignorantes saben que mientras el abismo del paro, la precariedad y las pensiones de miseria se traga a millones de personas, la patronal de las grandes empresas y, sobre todo, la banca se siguen forrando gracias al gobierno del PSOE, a quien relevará el PP en el momento oportuno.
Pero lo más importante es que los jefes sindicales que firman ahora el Pacto Social, no sólo no son héroes del movimiento obrero, sino que son percibidos mayoritariamente como esbirros del gobierno y del capital, en la cota de prestigio más baja que se recuerda. Y la izquierda institucional, PCE e IU que hubiera podido convertirse en referente popular simplemente manteniendo sus propuestas de huelga y movilización, han preferido – una vez más, y ellos sabrán a cambio de qué – no enfrentarse al PSOE y a “los sindicatos”. Las declaraciones de sus principales dirigentes el mismo 27E hablan por sí solas: “no hay motivos para la huelga general mientras los sindicatos negocian” (Llamazares en Onda Vasca) y que «los sindicatos están para sacar lo que pueden en las negociaciones, por lo que IU no se enfrentará a ellos y mantendrá una fraternidad de clases (sic)” (Cayo Lara en los desayunos de RTVE).
Lo que fue la estructura dirigente de la izquierda política y sindical en la Transición se hunde, pero como ni en la física ni en la dinámica social existe el vacío, lo nuevo – que ya hace tiempo viene apuntando – va tomando forma y fortaleciéndose. El 27 de enero ha sido un buen ejemplo.
En Hego Euskal Herria y también en Galiza, la mayoría sindical ha convocado con éxito huelgas generales y manifestaciones masivas teniendo en contra a CC.OO. y UGT; en Catalunya han intentado la huelga y ha habido importantes movilizaciones; en Murcia llevan mes y medio en pie de guerra con manifestaciones cada vez mayores, y en el resto del Estado las manifestaciones contra las reformas y en solidaridad con las huelgas generales en las nacionalidades, han sido más concurridas y más combativas que en ocasiones anteriores.
En nada se parecen pues, ni los actores, ni el escenario, al de 1977.
La preocupación de las clases dominantes es que las posibilidades de que los ataques, mucho más duros y sin límite previsible, sean aceptados mayoritariamente son mucho menores que hace 34 años. La caldera de la indignación popular va aumentando la presión, no hay válvula de seguridad y el colchón de legitimación se deshace a ojos vista. Es el final de una etapa y será el entierro del modelo sindical y político de la Transición.
Lo nuevo, si bien debe reanudar necesariamente el hilo rojo de la lucha obrera y popular que la Transición pretendió deshacer, no será la mera continuación de lo anterior. No sólo porque las organizaciones serán diferentes. El nuevo movimiento obrero, dirigido por la clase obrera de hoy: jóvenes precarios, mujeres, inmigrantes y lo mejor de los veteranos luchadores y luchadoras que no consiguieron doblegar, tiene ante si – con mucha más claridad que en otras épocas – dos líneas de fuerza fundamentales sobre las que constituirse: la emancipación de clase y el internacionalismo, es decir derecho de los pueblos a liberarse del yugo del imperialismo, incluido el español. En ese marco, la búsqueda incansable de la unidad, o al menos la coincidencia, en la lucha frente al enemigo común es la tarea que ya ha comenzado para el sindicalismo de clase en el Estado español y que necesita ser profundizada.
28 de enero de 2011