La figura del líder de Hezbolá crece día a día debido a su ejemplo como dirigente y combatiente, y como motor de una pensamiento revolucionario.
Este hombre pesa sus palabras y sus palabras, que valen su peso en oro, son interpretadas inmediatamente por todos los exégetas de la filosofía, la semántica y la lingüística, tanto los académicos como los diplomáticos, los estrategas y los especialistas de la guerra psicológica, los «arabizantes» modernos y los orientalistas tradicionales.
Sus declaraciones no son fanfarronadas, y no es la propaganda la que le confiere su credibilidad. Ésta la confirman, de hecho, los principales periodistas de habla árabe de Israel de quienes el firmante de este texto recogió la confidencia: «Al Manar», la cadena de Hizbulá fundada por Hasán Nasralá en persona; la cadena del movimiento chií libanes eliminada del espacio europeo por instigación de Francia en plena guerra israelí de destrucción de Líbano en 2006, la cadena de referencia del desarrollo de las hostilidades, a la par con la cadena transfronteriza árabe «Al Yazira», y no la televisión israelí.
En una zona donde la demagogia es una forma de gobierno, Nasralá es un hombre sobrio despojado de cualquier teatralidad, como cuando hizo la espectacular demostración, cierto domingo de mediados de julio, al ordenar en pleno discurso político, desde su tribuna televisiva ante cientos de miles de telespectadores boquiabiertos, la destrucción de un barco de guerra israelí que recorría con insolencia las costas libanesas. Apenas dada la orden el proyectil libanés dio de lleno en su objetivo lanzando el barco israelí más allá del horizonte envuelto en una nube de humo negro, señal indiscutible de la herida del enemigo acorazado y marcando con esa actuación, en el orden simbólico, el fracaso israelí en ese duelo a distancia entre el monje soldado del Islam moderno y sus asaltantes, la avanzadilla de la hegemonía israelí-occidental sobre la esfera árabe.
En un país donde la instrumentalización del martirologio sostiene una auténtica industria floreciente hasta el punto de constituir una renta de situación, este hombre jamás ha intentado sacar ventaja de la muerte de su hijo, Hadi, en el campo de batalla en una operación de asedio israelí en el sur de Líbano. Muerto en combate a los 18 años en Jabal al Rafei en 1997, en la frontera libanesa-israelí, y no en un ajuste de cuentas entre facciones rivales por el reparto del botín de los que la guerra de Líbano ha dado numerosos ejemplos, en particular dentro de las Fuerzas Libanesas, la milicia cristiana libanesa.
En una zona gangrenada por una religiosidad estúpida, este religioso de lenguaje culto y verbo rico donde se entremezclan las expresiones religiosas y profanas, lo coloquial y lo literario, es un tribuno en cuyo tono discursivo resuena plenamente la temática nacionalista árabe más exigente. Un tono laico que rompe con el aparente rigor de algunos de sus detractores. Lejana reminiscencia de una convicción filial de un padre miembro activo de un partido laico nacionalista y pansirio, este chií libanés y patriota formado en Nadjaf, la ciudad santa del sur de Iraq, ciudad refugio del Ayatolá Ruhollah Jomeini, líder de la revolución iraní, está considerado como el artífice de la síntesis del chiísmo árabe e iraní, del islamismo y el nacionalismo árabe, de la cara occidental de Líbano y su pertenencia al mundo árabe.
Nativo de Bourj Hammoud, en la populosa periferia de Beirut, Hasán Nasralá vio la luz en la zona de ebullición por excelencia de los abandonados de la sociedad de la abundancia y de la cohorte de los pueblos sin tierra, refugiados palestinos, minorías kurdas y chiíes desfavorecidas reprimidas en el sur de Líbano. Un lugar de nacimiento casual que le ha configurado tanto como su región de origen. El líder de Hizbulá es originario, en realidad, de una zona geográfica predestinada al combate: la región del sur de Líbano en la zona fronteriza libanesa-israelí, una zona objetivo de la artillería y la aviación israelíes desde hace medio siglo, que los militares israelíes querían que sirviera de zona-tapón y que después, paradójicamente, sería la punta de lanza de la lucha antioccidental, el trampolín de Hasán Nasralá hacia la gloria militar.
En efecto, la cabeza de partido de la zona natal de su familia, Bazouriyeh, es una localidad situada cerca de Bint Jbeil, el gran pueblo del sur de Líbano que infligió dos bofetadas militares a los israelíes, la primera vez en 1982 con la destrucción del comando israelí establecido allí en el marco de la «Operación Paz en Galilea». La segunda vez un cuarto de siglo después, en 2006, en la memorable batalla de tanques que precedió al alto el fuego israelí-libanés que transformó Bint Jbeil en el cementerio de los Merkava y se saldó con la destrucción de una treintena de vehículos blindados israelíes.
Por otra parte, la invasión israelí de Líbano tuvo el efecto de desencadenar su toma de conciencia política. A los 22 años, este padre de familia de nueve hijos, se enroló en Hizbulá, en la época un vago grupúsculo bajo la férula de los Guardianes de la Revolucion iraní, donde subió rápidamente todos los escalones para convertirse diez años después, en 1991, con 31 años, en su secretario general después de que los israelíes asesinaran a Abbas Musawi. Una promoción democrática, una ascensión por méritos sin golpes de fuerza ni golpes de Estado, que le puso en posición de formar parte del juego político libanés, en 1992, en concomitancia con la llegada al poder del multimillonario libanés-saudí Rafic Hariri, el otro peso pesado de la política libanesa, induciendo una nueva ecuación en el sistema político confesional libanés, marcado desde entonces por la preeminencia de dos grandes comunidades musulmanas –suní y chií- en detrimento de las comunidades históricas fundadoras de Líbano, maronita y drusa.
Procedente de la comunidad libanesa más despreciada de la época y la más abandonada por los poderes públicos, la comunidad chií, dirigida entonces por señores feudales de clanes, traficantes de drogas y aliados privilegiados del Sha de Irán y de Occidente, especialmente la familia Kazem al Khalil de Tiro, pariente por matrimonio del iraquí Ahmad Chalabi, el agente por excelencia de la invasión estadounidense de Iraq, Hasán Nasralá la convirtió en la punta de lanza del combate antiisraelí, en la dignidad del país y su columna vertebral, al conseguir la retirada militar israelí de Líbano sin negociación ni tratado de paz, en 2000, propulsando a su país a la función de cursor diplomático regional, y en la historia del conflicto israelí-árabe llevó el modelo libanés a la categoría de ejemplo por el gran choque que aquella hazaña causó en la memoria colectiva árabe, un impacto psicológico de una importancia comparable a la destrucción de la línea Bar Lev durante el paso del canal de Suez en la guerra de octubre de 1973.
Reincidente, ocho años después puso en marcha, frente a la potencia de fuego de su enemigo y con la hostilidad casi general de las monarquías árabes, un nuevo método de lucha, con la creación de un conflicto móvil en un campo cerrado, una innovación en la estrategia militar contemporánea combinada con una audaz respuesta balística, con gran consternación de los países occidentales y sus aliados árabes.
La crisis del modelo occidental de guerra limitada de alta tecnología.
«A pesar del despliegue de los ejércitos de tierra y aire, los israelíes no lograron derrotar a unos miles de hombres atrincherados en un rectángulo de 45×25 kilómetros, un resultado táctico sorprendente, probablemente anunciador de un fenómeno nuevo, el fin de una era de guerras limitadas dominadas por la alta tecnología occidental. El ejército de Israel descubrió entonces que sus adversarios están perfectamente preparados frente al fuego aéreo israelí, Hizbulá ha desarrollado una versión «de baja tecnología», del sigilo, con la combinación de redes subterráneas, fortificaciones y, sobre todo, la mezcla entre la población. Hizbulá, ligeramente equipado, dirigiendo perfectamente su arsenal, especialmente los antitanques, llevó a cabo un combate descentralizado, a la manera de los finlandeses frente a los soviéticos en 1940. Además practica una guerra total, tanto por la aceptación de los sacrificios como por la estrecha integración de todos los aspectos de la guerra en el corazón de la población. Frente a él el ejército israelí se empeñó en un resultado de «cero muertes» y fracasó. En resumen Israel perdió 120 personas y 6.000 millones de dólares, es decir, casi 10 millones de dólares por cada enemigo muerto, y eso sin llegar a vencer al Partido de Dios. «A ese precio, sin duda, hubiera sido tácticamente más efectivo ofrecer varios cientos de miles de dólares a cada uno de los 3.000 combatientes profesionales de Hizbulá para que se exiliaran en el extranjero», consideró un estratega francés del Centro francés de enseñanza del empleo de las fuerzas (ejército de tierra), encargado de revisar las experiencias de las operaciones francesas y extranjeras en la zona Asia/Oriente Medio (3).
Y a la vista de esta hazaña singular en la historia poco gloriosa del mundo árabe contemporáneo, la protesta unánime contra un clase política arcaica reformateada en el feudalismo moderno y resultado del oportunismo, hará vibrar la fibra comunitaria en una zona atrapada en el integrismo, en un país que ya ha sufrido bastante, apresado en la desesperanza de una población en camino de un empobrecimiento creciente, apresado en la amnesia de las víctimas de las antiguas torpezas, apresado en la cólera de una juventud rebelde contra cualquier forma de tutela, apresado en la indigencia intelectual y moral de una parte de la élite, apresado, en fin, en el enanismo de los gigantes de la política libanesa vinculados en una alianza contra natura con los ex «señores de la guerra» y su principal patrocinador.
Apostando implícitamente por la derrota de Hizbulá, el trío pro occidental ‑Saad Hariri, Walid Jumblatt y su aliado maronita Samir Geagea, el ex compañero de viaje de Israel de la guerra civil interlibanesa- se lanzó desde el fin de las hostilidades, más allá de cualquier decencia, a enjuiciar a la milicia chií al grito de «Al-Haqiqa» (la verdad) en vez de buscar la condena de Israel por violar el Derecho Humanitario Internacional y destruir las infraestructuras libanesas. Un grito de guerra curiosamente popularizado por la fugaz pasionaria de la escena libanesa, la Ministra maronita Nayla Mouawad, paradójicamente más preocupada por desenmascarar a los asesinos de Rafic Hariri que a los de su propio esposo, el antiguo presidente René Moawad, asesinado en un atentado el 22 de noviembre de 1990, el día del aniversario de la independencia de Líbano. Lamentable e infame espectáculo.
Nasralá se retiró demostrando su clemencia hacia los colaboracionistas del ejército israelí enrolados bajo la férula de un general traidor, Antoine Lahad, exonerándolos del crimen de traición y ahorrándoles el «suplicio del alquitrán» reservado a los colaboradores franceses del régimen nazi. Soslayó esta trampa demagógica por su alianza con la jerarquía militar cristiana, los dos ex comandantes en jefe del ejército deseosos de frenar los impulsos mortíferos del orden miliciano cristiano. El presidente Emile Lahoud, «un resistente por excelencia» en palabras de su aliado chií, y el general Michel Aoun, jefe de la más importante formación política cristiana, le garantizaron una cobertura diplomática internacional «transconfesional», una cámara de seguridad con el fin de romper claramente una nueva división islámica-cristina, punto de inflexión hacia una nueva guerra civil de connotación religiosa.
Según la confesión de los propios responsables estadounidenses, desde 2006 Estados Unidos, a través de la USAID y la Middle East Partnership Initiative (MEPI) ha soltado más de 500 millones de dólares para neutralizar a Hizbulá, la principal formación paramilitar del Tercer Mundo, regando a más de setecientas personalidades e instituciones libanesas con una lluvia de dólares «para crear alternativas al extremismo y reducir la influencia de Hizbulá en la juventud» (4). A esa suma hay que añadir la financiación de la campaña electoral de la coalición gubernamental en las elecciones de 2009, del orden de 780 millones de dólares, es decir, un total de 1.200 millones de dólares en tres años, a razón de 400 millones de dólares anuales. En vano.
Auténtico estado dentro del Estado, principal queja de sus adversarios, el movimiento de Nasralá ha suplido durante treinta años la ausencia de un poder de Estado ampliamente vaciado antes de su sustancia por el orden miliciano depredador y parásito, en todo caso mucho antes del nacimiento de Hizbulá, colaborando estrechamente con los servicios de un Estado en desherencia, dando comienzo a una cultura de lucha y resistencia en un país de hábitos terriblemente mercantiles.
Principal formación político militar libanesa, cuyo desmantelamiento reclama Estados Unidos, Hizbulá dispone de una representación parlamentaria sin comparación con la importancia numérica de la comunidad chií, sin comparación con su contribución a la liberación del territorio nacional, sin comparación con su prestigio regional, sin comparación con la adhesión popular de la que disfruta sin buscar ventajas. Tanto en el ámbito de la democracia numérica como en el de la democracia patriótica, el lugar que ocupa Hizbulá es un puesto escogido. Una posición insoslayable para disuadir a cualquiera que pretenda usurpar el lugar que no le corresponde. En las discusiones bizantinas a las que los libaneses son tan aficionados es saludable que se recuerde esta verdad evidente, y los contratiempos del tándem Hariri-Jumblatt están ahí para atestiguarlo.
Walid Jumblatt y Saad Hariri hicieron una enmienda honorable después de una serie de contratiempos y retomaron el camino de Damasco, sin jactarse demasiado, mientras Nayla Moawad fue derrotada en las elecciones legislativas y su hijo Michel, la esperanza del relevo maronita de los neoconservadores estadounidenses que financiaban el culto a la memoria de su padre y su propia carrera política a través de la National Endowment for Democracy, fue obligado a expatriarse en América Latina para rehacer su salud financiera a falta de un rigor moral.
El Primer Ministro socialista francés Lionel Jospin, que calificó de «terrorista» a Hizbulá, pagó el precio por ello desencadenando el apedreamiento más famoso de la época contemporánea y acabando miserablemente su carrera política abrasado sin remedio. Jacques Chirac, que preconizó «medidas coercitivas» para frenar a Hizbulá, reconsideró su postura tras el fracaso israelí enviando una escuadrilla francesa para proteger el espacio aéreo libanés durante el desfile de celebración de la «victoria divina», por el temor de que el mínimo obstáculo a la llegada de Nasralá desencadenase como represalia la erradicación política y física de la familia de su amigo Rafic Hariri, asesinado en febrero de 2005, y en particular de su heredero político, Saad Hariri, escondido en el extranjero lejos de la capital de la cual es diputado y del país en el que ostenta la jefatura de la mayoría gubernamental. La «bella» Condoleeza Rice, secretaria de Estado estadounidense, el más firme sostén del equipo israelí, después ha sido reenviada a sus queridos estudios, igual que la ex agente del Mossad, la «bella» Tzipi Livni, su colega israelí. Dan Halloutz, jefe de la aviación israelí que ordenó los vuelos destructores sobre Beirut fue despojado de sus funciones y devuelto a su casa por maquinaciones financieras, igual que su Primer Ministro Ehud Olmert.
Vencedor incuestionable de una prueba de fuerza contra una coalición pro occidental que añadió a todos los antiguos señores de la guerra de Líbano, que pretendían debilitar la autonomía de su red de comunicaciones, el nervio de su guerra contra Israel, el 7 de mayo de 2008 el dignatario religioso adquirió entonces una nueva dimensión, la de un peso pesado en el orden internacional iniciador de la retórica de las represalias y de la paridad de los terrorismos. Su feudo del sur de Beirut sustituye al oeste de Beirut en la conciencia árabe como foco de la contestación panárabe, marcando definitivamente el alejamiento del sunismo militante en la lucha contra Israel, excepto en el caso del Hamás palestino en Gaza.
Nasralá, que sería el primero en conceder su apoyo a Bachar Al Assad por la falta de garantías a su autoridad cuando sucedió a su padre, mientras que sus rivales libaneses calculaban las posibilidades de supervivencia política del joven presidente, recibió a su vez el pago del sirio, que le convirtió en su principal interlocutor en Líbano. Suprema consagración, Hasán Nasralá ya tiene adjudicada la misión de servir de garantía patriótica a los ex niños prodigio de la política libanesa como, por ejemplo, el jefe druso Walid Jumblatt, oveja descarriada en el cenagal político libanés que volvió al redil bajo los auspicios del líder de Hizbulá, su garantía ante el poder sirio.
Esta medida, insólita, revela sin embargo el grado de fiabilidad del personaje, una medida de precaución que pone de manifiesto el nivel de las sospechas que alimentan los sirios y sus aliados libaneses frente a su lugarteniente Marwane Hamadé, ex Ministro de Telecomunicaciones que dirigió el proyecto de neutralización de la red de comunicaciones de Hizbulá. La inculpación, iniciada en julio de 2010, de un responsable que ejercía funciones delicadas en una empresa estratégica de telefonía móvil por «inteligencia con el enemigo» a posteriori ha dado la razón a Hizbulá en su determinación de preservar su autonomía, tanto con respecto a su red de telecomunicaciones como a sus vías de avituallamiento. Al mismo tiempo ha justificado la desconfianza de los sirios sobre el entorno de Walid Jumblatt, dada la evidencia de su connivencia pro occidental. El inculpado, Charbel Qazzi, desde hace catorce años en su puesto de telecomunicaciones, está acusado por la justicia militar de haber conectado la red de la telefonía móvil de su empresa, Alpha, a la red de los servicios israelíes, transmitiendo el conjunto de su lista de abonados y las coordenadas personales y profesionales de éstos, incluidas las bancarias, así como por sus comunicaciones a un país oficialmente en guerra con Líbano que no ha cesado en sus incursiones militares contra el país.
Mientras que en Líbano resuena regularmente la conmemoración de los «mártires» Bachir Gemayel, el jefe de las milicias cristianas y presidente efímero de Líbano, septiembre de 1982, y de Rafic Hariri, el multimillonario libanés-saudí ex proveedor de fondos de la guerra entre facciones libanesas y ex Primer Ministro suní de Líbano, Hassan Nasralá lleva un luto silencioso por su hijo, muerto en combate hace trece años, sin mencionar jamás ese íntimo dolor y absteniéndose siempre de cualquier conmemoración; el mismo comportamiento que observa con respecto a otra prestigiosa figura de Hizbulá, Imad Fayed Moughnieh «Al Hajj Radwane», la pesadilla de occidente, el director de las operaciones antioccidentales en Oriente Próximo desde la década de 1980, fundador de la estructura militar de Hizbulá y por capilaridad militante del movimiento palestino Hamás en Gaza, artífice de la retirada militar israelí del sur de Líbano después de 22 años de ocupación, asesinado en un atentado en Damasco el 12 de febrero de 2008.
Ni palacio ni limusina, incorruptible en un mundo que chorrea petrodólares, esta emblemática figura del mundo árabe-musulmán exige el respeto de sus interlocutores por la contención de su comportamiento, su sentido del humor y una credibilidad a toda prueba, su marca de fábrica, su pasaporte para la eternidad. «Al Wahda al-Sadeq», la «promesa sincera» será una promesa cumplida. En 2007 aportaría la demostración más deslumbrante de su fiabilidad al conseguir la liberación del decano de los presos árabes en Israel, el druso libanés Samir Kintar, durante la mayor operación de intercambio de prisioneros que desembocó, por otra parte, en la restitución de los restos de Dalal Moughrabi, una resistente palestina asesinada durante una operación de comando dentro del territorio israelí.
Ni puerto ni aeropuerto, ninguna calle ni autovía, ni la menor calleja o callejón rinden homenaje a aquél que lleva en sí una parte del destino de Líbano y del mundo árabe, un líder esencial del orden regional. Ningún monumento, ninguna obra humana para inmortalizar el paso por la tierra de ese hombre. Ningún rastro, ninguna otra huella que la que la historia reservará a este hombre cuyo exitoso paso de las Termópilas en el verano de 2006 en el sur de Líbano en el campo del honor de la resistencia insufló el resuello al mundo árabe en la reconquista de su dignidad. El ocho por ciento de los suyos perecieron ese verano, con las armas en las manos, para que Líbano viva en su integridad territorial y su soberanía nacional y mantiene viva la reivindicación nacional palestina de un Estado independiente.
Pacatos occidentales, no os extraviéis una vez más en vanas búsquedas: «el Islam ilustrado» es él y no la corte de gerontócratas petromonárquicos oscurantistas del Golfo.
Pacatos occidentales, no me malinterpretéis: «El Islam moderno» es él y no esa comitiva de dictadores burocráticos de tendencias dinásticas.
Él, el nuevo líder de un nacionalismo árabe resucitado que vosotros intentáis desmantelar desde hace medio siglo; él, ese chií minoritario en un mundo árabe mayoritariamente suní, el digno heredero del suní Nasser.
Él, y no ese «bufón real», auténtico títere de la farsa del asunto afgano, Osama Bin Laden, celebrado por vosotros durante todo un decenio como «combatiente de la libertad» por haber malversado 50.000 combatientes y 20.000 millones de dólares para dar el golpe de gracia a los rusos en Afganistán a miles de kilómetros del campo de batalla principal, Palestina.
Él, el ídolo de los jóvenes y menos jóvenes, de Tachkent a Tamanrasset, de Toubrouk a Tombuctú; él, el teólogo de la liberación sin un sucesor predestinado; él, Hasán Nasralá, el indomable, el hombre que nunca ha pactado con sus enemigos, ni con los enemigos de sus enemigos; él, cuyo único punto de mira es Israel, del cual no alejará la vista ni el gatillo por otros de vuestros espejismos dudosos, por otros de vuestros objetivos inciertos, por ningún otro objetivo, ningún otro fin que la liberación del suelo nacional y la afirmación del espacio nacional árabe.