Hasta mediados del siglo pasado, el grupo humano que la sociología funcionalista llamaba «familia tipo», incluía papá, mamá y una prole que empezó a declinar cuando la píldora y la crisis del sector público trastornaron el cuadro social aceptado y conocido.
La ciencia liberó a la mujer de la maldición bíblica, los hombres fueron al diván y, en el mejor de los casos, la «familia tipo» estacionó la producción en dos, tres hijos cuanto mucho. Fin de una época, inicio de una era.
Pautada por el hombre, la «familia tipo» quedó en entredicho. El vocablo divorcio, por ejemplo, se susurraba o desconocía. Se decía: fulano y fulana están «separados». Término que, soterradamente, permitía manifestar el anhelo implícito del pronto retorno a la «normalidad».
Y la normalidad era… quién sabe. Preguntarlo en voz alta era tomado como síntoma de anormalidad. La «familia tipo» o «normal» llegaba a su fin, pero las consecuencias emocionales afloraron a granel.
Los hijos de los «separados» se compadecían, marginaban, o sometían a terapias en consultorios con dibujos de Walt Disney para que fuesen normales. Recuerdo ahora el caso un compañero que en los recreos nos entretenía recitando de memoria largos versos de Rubén Darío.
Un celador se le acercó y, mofándose, espetó: «Usted es puto». El chico bajó la cabeza, y yo encaré al agresor:
-¿Y usted qué? ‑dije‑, ¿también es anormal?
Terminamos a golpes. En su despacho, el director del colegio argumentó: «Lamentablemente, debo tomar decisiones drásticas en casos de violencia. ¿Ignoraba usted que fulanito tiene problemas por ser hijo de divorciados?».
En las inmediaciones de la escuela me despedí de los compañeros que nunca volvería a ver. A modo de agradecimiento, el aspirante a poeta me invitó a su casa. La perspectiva me pareció fantástica: ¡iba a conocer la casa de un hijo de divorciados!
Sin embargo, la mamá me pareció normal. Al igual que la mía, su casa tenía sala de estar, comedor, cuadros, baño, cocina… en fin, todo normal. El aspirante a poeta me invitó a su cuarto, y después de mostrar sus cosas me ganó la indiscreción:
-¿Y tu viejo?
-Se fue cuando cumplí tres años.
-¿Y adónde se fue?
-¡Qué se yo! Se fue.
De regreso a casa, mi cabeza burbujeaba: vivir sin padre… ¿cómo sería vivir sin padre? Hasta que mi viejo me sacudió de la bruma mental. Con la citación del director en mano, tronó:
-¿Cuándo voy a tener un hijo normal?
-¿Normal? ¿Normal cómo, papá?
-¡Normal co-mo to-dos! ¿O no está claro qué es ser normal?
A mi mejor amigo también le recomendaban ser normal. Aunque su caso era complicado. Si la madre lo regañaba, desconectaba la tensión cubriéndola de besos y abrazos. Pero si el padre entraba en acción, aguardaba que la familia se durmiera para tallar con su navaja unas crucecitas muy monas en el coche que el «jefe del hogar» lustraba a diario.
Veinte años después, volví a cruzarme con el aspirante a poeta. Frente a la pregunta de cajón, respondió:
-Estoy bien. Pero si me apretás mucho, grito.
Su vida había transcurrido de un modo «normal»: lucha por la supervivencia, poeta sin éxito, algunos libros publicados, familia, hijos, precariedades varias, y cierta voluntad para sortear los despeñaderos de la hiperinflación y las privatizaciones.
El poeta contó de sus años de militancia, de una breve temporada en prisión, y de sus amargas experiencias con los escritores y la militancia de izquierda.
Abriendo el paraguas, pregunté:
-¿Y qué tenés contra los intelectuales de izquierda? ¿Arrojaste la toalla?
-Para nada. Mis convicciones y mi matrimonio se mantienen en pie. Pero afectivamente, creo que los intelectuales de izquierda viven autobloqueados: luchan por la liberación, y no pueden manifestar sus sentimientos. Y en lugar de amar a su mujer o a sus hijos prefieren amar al Che o a la humanidad. Se orinan entre todos. ¿No te parece patético?
Genio y figura, el poeta interrumpió el discurso y señaló un punto del café. Alzando la cabeza y las cejas, observó:
-Mirá qué linda luz entra por la ventana.
Los silencios delataron complicidad:
«¿Te acordás de aquella ocasión en casa, cuando preguntaste sobre mi viejo?».
El poeta contó que, finalmente, había conocido a su padre. El encuentro resultó tenso. Contó que el viejo, con los ojos aguados, le dijo algo así como «siempre te quise». Y que de su lado, no sintió nada. Que deseaba ayudarlo. Pero al manifestarle que le hubiera gustado ser un padre «normal», alzó una mano y no lo dejó