Un jar­di­ne­ro en el bos­que de los núme­ros – Car­lo Fabretti

Des­cu­brir, en mi ado­les­cen­cia, su sec­ción de jue­gos mate­má­ti­cos en Scien­ti­fic Ame­ri­can fue, más que una reve­la­ción, un espal­da­ra­zo, la con­so­li­da­ción de una doble voca­ción de narra­dor y mate­má­ti­co de la que Mar­tin Gard­ner es –sin ser ofi­cial­men­te ni una cosa ni otra– el máxi­mo expo­nen­te con­tem­po­rá­neo. Por­que aun­que Gard­ner no escri­bie­ra rela­tos pro­pia­men­te dichos, uti­li­zó magis­tral­men­te los recur­sos narra­ti­vos al ser­vi­cio de la divul­ga­ción de la cien­cia en gene­ral y de la mate­má­ti­ca en par­ti­cu­lar, al igual que sus ami­gos (los otros dos gran­des maes­tros de este sin­gu­lar géne­ro fron­te­ri­zo) Isaac Asi­mov y Ray­mond Smull­yan. Y no menos impor­tan­tes fue­ron sus apor­ta­cio­nes a la divul­ga­ción de la filo­so­fía y a la cau­sa del racio­na­lis­mo (que en los tiem­pos que corren se tra­du­ce nece­sa­ria­men­te en la impug­na­ción de las pseu­do­cien­cias); libros como Orden y sor­pre­sa, Los por­qués de un escri­ba filó­so­fo o ¿Tenían ombli­go Adán y Eva? debe­rían ser lec­tu­ras reco­men­da­das en uni­ver­si­da­des e institutos.

Nadie expre­só –y pre­di­có con el ejem­plo– mejor que Gard­ner la idea de que la cien­cia es un jue­go: “¿Juga­mos una par­ti­da? Esta es la anti­gua pre­gun­ta que el Uni­ver­so, o algo detrás del Uni­ver­so, empe­zó a hacer­les a los des­con­cer­ta­dos bípe­dos implu­mes que pro­li­fe­ra­ban en el ter­cer pla­ne­ta del Sol, tan pron­to como sus simies­cos cere­bros pudie­ron com­pren­der el jue­go de la cien­cia. Es un jue­go curio­so. No hay nin­gún con­jun­to de reglas defi­ni­ti­vas, y par­te del jue­go con­sis­te en tra­tar de des­cu­brir cuá­les son las reglas bási­cas… El jue­go nun­ca ha sido tan apa­sio­nan­te y tan peli­gro­so como aho­ra”. Así comien­za Orden y sor­pre­sa, uno de los libros más bellos y suge­ren­tes que jamás he leí­do, cuyo títu­lo expre­sa con cer­te­ra ele­gan­cia el bino­mio –la dia­léc­ti­ca– mate­ria-men­te: el cos­mos –el orden– se mira en el espe­jo de su cul­mi­na­ción, que es la inte­li­gen­cia, y se sor­pren­de sin cesar ante su pro­pia armo­nía. Ya lo dije en su momen­to, pero es obli­ga­do repe­tir aho­ra que el títu­lo de mi sec­ción en este perió­di­co, El jue­go de la cien­cia, es un home­na­je a mi doble maes­tro Mar­tin Gardner.

Hace unos días, en una entre­vis­ta radio­fó­ni­ca que tuve el pla­cer de com­par­tir con Jai­me de Oje­da, exce­len­te tra­duc­tor de Lewis Carroll al cas­te­llano, me pre­gun­ta­ron cuál era la mejor mane­ra de acer­car­se al fas­ci­nan­te uni­ver­so carro­lliano des­de una pers­pec­ti­va actual, y no dudé en reco­men­dar enca­re­ci­da­men­te la Ali­cia ano­ta­da de Mar­tin Gard­ner. No hay mejor tri­bu­to a un escri­tor que dar a cono­cer sus libros, y el azar me per­mi­tió –magro con­sue­lo– ren­dír­se­lo pocos días antes de su irre­pa­ra­ble pér­di­da al sabio que con­vir­tió el bos­que de los núme­ros en un jardín.

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