No me he ido nun­ca- Iña­ki Egaña

Me bus­cas­teis duran­te años has­ta que, con el tiem­po, el peso de la bús­que­da se con­vir­tió en una losa moles­ta, sobre todo des­de que las cosas pare­cie­ron con­ver­tir­se en inmu­ta­bles. Tan inmu­ta­bles como la eter­ni­dad. El hori­zon­te era una pala­bra tan dolo­ro­sa que su men­ción esta­ba prohi­bi­da. Los colo­res sur­gían opa­cos, sin lugar para el lus­tre, mien­tras la luz bri­lla­ba sin bri­llo. Nada era ajeno a la falta.

Al prin­ci­pio, la angus­tia de mi des­apa­ri­ción os opri­mía el pecho, os deja­ba las noches en vela, os sobre­sal­ta­ba de impro­vi­so, con un rui­do en el teja­do, un gol­pe en el por­tal, un gri­to en la leja­nía. Cual­quier cosa se con­ver­tía en una ago­nía inso­por­ta­ble. Los días y las noches eran señue­los de la nada, espe­ran­zas abor­ta­das de una vida que no existía.

En silen­cio, hollas­teis sen­de­ros, pre­gun­tas­teis en cemen­te­rios e inten­tas­teis des­ci­frar algu­na nota inte­li­gi­ble en los dia­rios her­mé­ti­cos de los hom­bres de ideo­lo­gía azul. Las letras, sin embar­go, cega­ban y no eran sino jue­gos mala­ba­res de una gran far­sa. Llo­ra­bais en la oscu­ri­dad, aho­gan­do el llan­to a duras penas, para que el vecino no per­ci­bie­ra tan­ta amar­gu­ra, para que no fue­ra con el cuen­to a los tipos de tri­cor­nio ver­de y la tra­ge­dia se exten­die­ra a otros miem­bros de la fami­lia. Los fusi­les aún humeaban.

Habíais oído de afor­tu­na­dos que esca­pa­ron a las matan­zas, que ocul­tos de día y anda­ri­nes por la noche, logra­ron sor­tear todo tipo de obs­tácu­los, has­ta los más pere­gri­nos. Patru­llas que ace­cha­ban con sus fusi­les de ace­ro, vigías con pris­má­ti­cos car­ga­dos de espan­to y poli­cías, muchos poli­cías, en cual­quier e insig­ni­fi­can­te cru­ce de cami­nos. Rumo­res casi imper­cep­ti­bles apun­ta­ban a que lle­ga­ron has­ta la muga, y con la com­pli­ci­dad de la luna nue­va, fran­quea­ron una demar­ca­ción geo­grá­fi­ca invi­si­ble, como aquel prin­ci­pi­to que sal­ta­ba de aste­roi­de en asteroide.

De otros, en cam­bio, sus ecos reso­na­ban en lo más intrin­ca­do de la noche, su aflic­ción repi­ca­ba como cam­pa­na de ánge­lus. Ence­rra­dos en maz­mo­rras, pur­ga­ban entre rejas, para­dó­ji­ca­men­te, sus ganas de vivir, su apues­ta por un mun­do más jus­to, su ale­gría des­bor­dan­te por des­pla­zar tira­nos, su juven­tud. Los escon­dían a cien­tos de kiló­me­tros del hogar y, a pesar, los susu­rros de sus voces dis­tan­tes ser­pen­tea­ban entre los res­col­dos de nues­tros fogo­nes, recor­dán­do­nos su pro­xi­mi­dad como una fie­bre que abrasaba.

Espe­ras­teis con impa­cien­cia cual­quier signo que pudie­ra abrir la puer­ta a la espe­ran­za. Unas notas que lle­ga­ran volan­do con las aves de la pri­ma­ve­ra, unas letras que caye­ran con las hojas oto­ña­les del abe­dul del par­que. En vano. El buzón siem­pre esta­ba vacío, el pol­vo se amon­to­na­ba en su pea­na, mien­tras las hojas del par­que se acu­mu­la­ban unas sobre otras, año tras año, sin dar más seña­les que las de los colo­res ocres de la hoja­ras­ca mar­chi­ta. Ni del pre­si­dio, ni del exi­lio lle­gó con­fi­den­cia. Jamás.

De vez en cuan­do, la noti­cia en el par­te radio­fó­ni­co de una esca­ra­mu­za, eufe­mis­mo de las más vario­pin­tas sal­va­ja­das come­ti­das por los cana­llas acuar­te­la­dos, rom­pía vues­tra mono­to­nía de mane­ra bru­tal. El cora­zón se agi­ta­ba de nue­vo des­bo­ca­do, el estó­ma­go se opri­mía y la piel se hume­de­cía de un sudor hela­do. El temor vol­vía, se revol­vía más bien en la pro­fun­di­dad del abis­mo. Con una caden­cia cal­cu­la­da, el par­te infor­ma­ti­vo vomi­ta­ba, unos días des­pués, nom­bres, señas, alias… cer­te­zas apa­ren­tes que ale­ja­ban la inquie­tud. Aun­que sólo por un tiempo.

Así, entre el des­aso­sie­go y la cal­ci­fi­ca­ción de la pesa­di­lla, las evi­den­cias aflo­ra­ron y la espe­ran­za se mar­chi­tó. Hacía tiem­po que nada era como antes. Aque­llo que otros cele­bra­ban, para voso­tros no tenía impor­tan­cia, era secun­da­rio. Ni siquie­ra bau­ti­zos, bodas o fies­tas logra­ban apar­tar la inmen­sa amar­gu­ra. Des­cu­bris­teis, con pesar, que no exis­te la inge­nui­dad. Que todos somos cul­pa­bles y pocos los inocentes.
Todos sabían de vues­tra pesa­dum­bre. Todos y nadie. Os cata­lo­ga­ron y entre unos y otros os lan­za­ron a la pla­za de los apes­ta­dos, lepro­sos en un esce­na­rio sin lepra, ago­tes en un cir­co de risas insu­fri­bles. Vues­tros hijos y sus hijos que­da­ron sella­dos con el estig­ma del color rojo en el ape­lli­do, como el escla­vo que mar­ca­ban a fue­go en su meji­lla, como ove­jas sacrificadas.

Has­ta que un día, a tra­vés de un eco casi imper­cep­ti­ble, os lle­gó una boca­na­da de aire sin­ce­ro. Ape­nas se per­ci­bía y si alguien lo hubie­ra podi­do enla­tar segu­ro que hubie­ra entra­do en una caja de ceri­llas. Era como un susu­rro de fon­do, un cuchi­cheo entre dos, tres… muchos ami­gos que aguan­ta­ban la voz para no dela­tar­se. Y de la mis­ma mane­ra que os había sobre­sal­ta­do el vien­to fugaz, la melo­día os resul­tó fami­liar. Os intimidó.

El rumor se con­vir­tió en fra­gor y enton­ces ya no tuvis­teis duda algu­na. Aque­llo tenía fun­da­men­to, no había cajas capa­ces de aprehen­der­lo. Ni eran las pesa­di­llas ante­rio­res, tam­po­co los sue­ños a los que habíais acce­di­do des­de el cre­cer de los hijos. Era el eco de la trin­che­ra, el chas­qui­do par­ti­cu­lar de la male­za aplas­ta­da por el paso acom­pa­sa­do del com­pro­mi­so. Era el olor incon­fun­di­ble de la lucha.

Fue cuan­do, como un ciclón, retor­na­ron las tonos puli­dos de tan­tas sen­sa­cio­nes olvi­da­das. El des­aso­sie­go se difu­mi­na­ba. Al galo­pe, como hubie­ra des­cri­to Rafael Alber­ti. ¿Zer duzu, ama?, pre­gun­ta­ba Eus­ta­kio Men­di­za­bal, Txi­kia, en una poe­sía que escri­bió y nun­ca vio edi­ta­da. No era zozo­bra lo que le afli­gía, madre, sino el ansia por cam­biar tan­tas cosas por­que el tiem­po apremiaba.

Enton­ces fue cuan­do tuvis­teis la cer­ti­dum­bre de que no me había ido nun­ca, de que esta­ba entre voso­tros, pelean­do hom­bro con hom­bro, hacien­do gran­de aque­lla car­ta de José Luis Are­ni­llas, antes de ser fusi­la­do con­tra las tapias del cemen­te­rio de Derio: «Con­fío en que nos sobre­vi­váis y podáis hacer con redo­bla­do esfuer­zo, lo que jun­tos hubié­ra­mos desea­do rea­li­zar. Nues­tra cau­sa que es la cau­sa de la huma­ni­dad emancipada».

Y era cier­to, nun­ca me había ido. Seguía entre voso­tros, toman­do alien­to, des­bro­zan­do el camino a los jóve­nes, como hubie­ra escri­to Isaac Puen­te, apar­tan­do la mala hier­ba de esos cam­pos que se anto­ja­ban agre­si­va­men­te ver­des, como la espe­ran­za. Res­ta­ble­cien­do la dig­ni­dad del fren­te, en esta inter­mi­na­ble pero her­mo­sa tarea de res­tau­rar la igual­dad con la que todas y todos vini­mos al mun­do, la jus­ti­cia de los que nun­ca debie­ron ser con­de­na­dos en la tierra.

Allí esta­bais, ahí está­ba­mos, en el tabla­do de siem­pre, en la lucha por un mun­do mejor, la mis­ma que me nega­ron y nos nega­ron unos mer­ce­na­rios al ser­vi­cio de impe­rios, ban­que­ros y obis­pos. Ban­di­dos que cre­ye­ron que, matán­do­nos, arrin­co­nán­do­nos, y ocul­tán­do­nos en las cune­tas de nues­tros vie­jos cami­nos, en fosas innom­bra­bles, atran­ca­ban la per­sia­na al por­ve­nir. Se equi­vo­ca­ron y se equi­vo­ca­rán por­que tene­mos tiem­po, mim­bres y, sobre todo, con­vic­ción. Una gran con­vic­ción que nos man­ten­drá en la bre­cha has­ta el fin del mundo.

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