Entre­vis­tan­do ima­gi­na­ria­men­te a Marx sobre lo tra­ta­do en: El capí­tu­lo VIII de “El Capi­tal” (III) – Nico­lás Urdaneta

¿Cómo se nos reve­la, en la his­to­ria de la pro­duc­ción capi­ta­lis­ta, la regla­men­ta­ción de la jor­na­da de trabajo?

El capi­ta­lis­ta se aco­ge, pues, a la ley del cam­bio de mer­can­cías. Su afán, como el de todo com­pra­dor, es sacar el mayor pro­ve­cho posi­ble del valor de uso de su mer­can­cía. Pero, de pron­to, se alza la voz del obre­ro, que había enmu­de­ci­do en medio del trá­fa­go del pro­ce­so de producción.

La mer­can­cía que te he ven­di­do, dice esta voz, se dis­tin­gue de la chus­ma de las otras mer­can­cías en que su uso crea valor, más valor del que cos­tó. Por eso, y no por otra cosa, fue por lo que tú la com­pras­te. Lo que para ti es explo­ta­ción de un capi­tal, es para mí un estru­ja­mien­to de ener­gías. Para ti y para mí no rige en el mer­ca­do más ley que la del cam­bio de mer­can­cías. Y el con­su­mo de la mer­can­cía no per­te­ne­ce al ven­de­dor que se des­pren­de de ella, sino al com­pra­dor que la adquie­re. El uso de mi fuer­za dia­ria de tra­ba­jo te per­te­ne­ce, por tan­to, a ti. Pero hay algo más, y es que el pre­cio dia­rio de ven­ta abo­na­do por ella tie­ne que per­mi­tir­me a mí repro­du­cir­la dia­ria­men­te, para poder ven­der­la de nue­vo. Pres­cin­dien­do del des­gas­te natu­ral que lle­va con­si­go la vejez, etc., yo, obre­ro, ten­go que levan­tar­me maña­na en con­di­cio­nes de poder tra­ba­jar en el mis­mo esta­do nor­mal de fuer­za, salud y dili­gen­cia que hoy. Tú me pre­di­cas a todas horas el evan­ge­lio del “aho­rro” y la “abs­ten­ción”. Per­fec­ta­men­te. De aquí en ade­lan­te voy a admi­nis­trar mi úni­ca rique­za, la fuer­za de tra­ba­jo, como un hom­bre aho­rra­ti­vo, abs­te­nién­do­me de toda necia disi­pa­ción. En lo suce­si­vo, me limi­ta­ré a poner en movi­mien­to, en acción, la can­ti­dad de ener­gía estric­ta­men­te nece­sa­rio para no reba­sar su dura­ción nor­mal y su desa­rro­llo sano. Alar­gan­do des­me­di­da­men­te la jor­na­da de tra­ba­jo, pue­des arran­car­me en un solo día una can­ti­dad de ener­gía supe­rior a la que yo alcan­zo a repo­ner en tres. Por este camino, lo que tú ganas en tra­ba­jo lo pier­do yo en sus­tan­cia ener­gé­ti­ca. Una cosa es usar mi fuer­za de tra­ba­jo y otra muy dis­tin­ta es des­fal­car­la. Cal­cu­lan­do que el perío­do nor­mal de vida de un obre­ro medio que tra­ba­je racio­nal­men­te es de 30 años, ten­dre­mos que el valor de mi fuer­za de tra­ba­jo, que tú me abo­nas, un día con otro, repre­sen­ta 1÷365×30, o sea 110950 de su valor total. Pero si dejo que la con­su­mas en 10 años y me abo­nes 110950 en vez de su valor 13650 de su valor total, resul­ta­rá que sólo me pagas 13 de su valor dia­rio, robán­do­me, por tan­to, 23 dia­rio del valor de mi mer­can­cía. Es como si me paga­ses la fuer­za de tra­ba­jo de un día emplean­do la de tres. Y esto va con­tra nues­tro con­tra­to y con­tra la ley del cam­bio de mer­can­cías. Por eso exi­jo una jor­na­da de tra­ba­jo de dura­ción nor­mal, y, al hacer­lo, sé que no ten­go que ape­lar a tu cora­zón, pues en mate­ria de dine­ro los sen­ti­mien­tos salen sobran­do. Podrás ser un ciu­da­dano mode­lo, per­te­ne­cer aca­so a la Liga de pro­tec­ción de los ani­ma­les y has­ta vivir en olor de san­ti­dad, pero ese obje­to a quién repre­sen­tas fren­te a mí no encie­rra en su pecho un cora­zón. Lo que pare­ce pal­pi­tar en él son los lati­dos del mío. Exi­jo, pues, la jor­na­da nor­mal de tra­ba­jo, y, al hacer­lo, no hago más que exi­gir el valor de mi mer­can­cía, como todo vendedor.

Como se ve, fue­ra de lími­tes muy elás­ti­cos, la ins­tan­cia del cam­bio de mer­can­cías no tra­za direc­ta­men­te un lími­te a la jor­na­da de tra­ba­jo, ni, por tan­to, a la plus­va­lía. Pug­nan­do por alar­gar todo lo posi­ble la jor­na­da de tra­ba­jo, lle­gan­do inclu­so, si pue­de, a con­ver­tir una jor­na­da de tra­ba­jo en dos, el capi­ta­lis­ta afir­ma sus dere­chos de com­pra­dor. De otra par­te, el carác­ter espe­cí­fi­co de la mer­can­cía ven­di­da entra­ña un lími­te opues­to a su con­su­mo por el com­pra­dor, y al luchar por redu­cir a una deter­mi­na­da mag­ni­tud nor­mal la jor­na­da de tra­ba­jo, el obre­ro rei­vin­di­ca sus dere­chos de ven­de­dor. Nos encon­tra­mos, pues, ante una anti­no­mia, ante dos dere­chos encon­tra­dos, san­cio­na­dos y acu­ña­dos ambos por la ley que rige el cam­bio de mer­can­cías. Entre dere­chos igua­les y con­tra­rios deci­de la fuer­za. Por eso, en la his­to­ria de la pro­duc­ción capi­ta­lis­ta la regla­men­ta­ción de la jor­na­da de tra­ba­jo se nos reve­la como una lucha que se libra en torno a los lími­tes de la jor­na­da: lucha ven­ti­la­da entre el capi­ta­lis­ta uni­ver­sal, o sea, la cla­se capi­ta­lis­ta, de un lado, y del otro el obre­ro uni­ver­sal, o sea, la cla­se obrera.

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